Un precedente único: los primeros cristianos

El 2 de octubre de 1928 en el contexto de la historia cultural contemporánea

En esta perspectiva es, quizá, donde se alcanza a entender con la hondura precisa otro de los temas habituales de la enseñanza del Beato Josemaría: para los hombres y mujeres que, por vocación divina, se fueran vinculando a la empresa sobrenatural que Dios le había hecho «ver», la única referencia posible, el precedente único no podían ser sino los primeros cristianos 15 . El tema tiene cierta complejidad, por lo que quizá sea oportuno detenerse un tanto en él.

En primer lugar, la precisión cronológica. Se entiende por primeros cristianos aquellos que vivieron en los tres primeros siglos de nuestra era, antes de la decisión que, en torno a 313, Constantino y Licinio tomaron en favor de la tolerancia religiosa; antes, por supuesto, que en 380 Teodosio convirtiera al Cristianismo en religión oficial del Imperio romano. Un segundo rasgo es el carácter predominante de aquellos primeros cristianos: fueron gente rigurosamente corriente, sin olvidar que entre ellos pudieran hacerse presentes algunas personalidades vigorosas, de todos conocidas. Pero, quizá, a la larga lo decisivo no fueran estas personalidades, sino la multitud de hombres y mujeres anónimos que —con su fidelidad y sus flaquezas, que de todo hubo— hicieron posible la expansión y consolidación del Cristianismo. Hay un tercer rasgo: no parece que ninguno de aquellos primeros cristianos tuviera una voluntad decidida de impulsar el cambio social en el Imperio romano. Sin duda, por su misma fe religiosa, procuraron vivir al margen de determinados aspectos de la sociedad de su tiempo. Pero, en líneas generales, podría decirse que se limitaron —y ya hicieron bastante— a procurar poner en práctica sin atenuantes las consecuencias individuales y sociales de su fe: a vivir personalmente el Cristianismo. Y un rasgo último: a pesar de no intentar públicamente ningún cambio —sus intereses discurrían por otros caminos—, impulsaron la variación profunda de la sociedad en que se encontraban. Para ello —y entre otras muchas cosas— tuvieron paciencia; no se alteraron ante las dificultades personales o sociales. Y por supuesto muchos murieron —mártires o de muerte natural— sin ver las grandes consecuencias, también sociales, de su fidelidad.

La quiebra de este planteamiento no se debió —es importante subrayarlo— a la decisión imperial del 313, sino a la tomada por Teodosio algunos años más tarde, en el 380. Es decir, al momento en que la autoridad política imperial —no puede, sin grave anacronismo, hablarse aún de Estado— decidió —quizá sin percibir por entero las enormes consecuencias de este acto— utilizar la fe cristiana —entendida, con toda razón, como fe verdadera— para asegurar una unidad social que se desmoronaba a ojos vistas. Una decisión estrechamente unida a otro rasgo que también conviene subrayar.

Los primeros cristianos llegaron a ser cristianos —con la ayuda evidente, indiscutible de la gracia de Dios— por una vía que cabría denominar de conversión de las minorías. No fue fácil en aquellos siglos ser cristiano, pues pesó casi de forma habitual la amenaza potencial o plenamente real de las persecuciones. Pero —quizá, más aún— no fue fácil porque el proceso de conversión personal se quiso que fuera deliberadamente lento: había que estar personalmente convencido de lo que suponía ser cristiano; pero la misma comunidad debía estar igualmente segura de que quien deseaba incorporarse a ella era consciente de lo que arriesgaba y se encontraba debidamente preparado. Hablando a lo humano, el procedimiento funcionó de manera aceptable y el Cristianismo conoció una expansión bastante asombrosa.

A lo largo del siglo IV se produjo una variación notable, a consecuencia de la nueva actitud de la autoridad social, de los emperadores. ¿Qué hacer ante la posibilidad de las conversiones en masa, de la incorporación de mayorías? Como se ha indicado, la autoridad tuvo conciencia clara de que la fe cristiana era la religión verdadera; y de que la posibilidad de que fueran muchos los que, en un plazo relativamente breve, aceptaran esta fe produciría, en primer término, la erradicación del paganismo o de las otras diversas religiones, incluidas las tan perturbadoras y numerosas herejías; y a la vez, el Cristianismo podría posiblemente convertirse en un factor que recompusiera una unidad social profundamente deteriorada. Si el paganismo había contribuido tanto a la grandeza de la República romana y del Imperio de los siglos primeros, ¿qué no haría el Cristianismo?

Sin entrar a valorar la exactitud de estos cálculos de las autoridades del Imperio, es claro que el objetivo de la fe cristiana no es facilitar la cohesión social, aunque —de forma colateral, no deliberadamente buscada— pueda en algún caso contribuir a ella. Parece bastante evidente que cuando la autoridad impone una determinada creencia, en los primeros momentos de esta imposición puede llegar a parecer que se ha logrado algo importante. Pero —es quizá innecesario insistir en ello— el compromiso, potenciador de la personalidad, el compromiso que permite el progreso, es siempre —guste o no guste— rigurosamente personal. En este orden de cosas, las estructuras, a no tardar, acaban manifestándose como gravemente perturbadoras.

En cualquier caso, ¿qué hacer entonces con las mayorías que desean convertirse o cuya conversión se presenta como tan conveniente? Por supuesto, en modo alguno rechazarlas. Pero sí, dispensarles el mismo tratamiento dado a las minorías, es decir, la formación cuidadosa, individualizada, que permita que la conversión sea no sólo sincera, sino plenamente consciente de todo lo que entraña.

A partir del siglo IV —y es interesante apreciar que hoy nos encontramos en una situación algo similar, cuando se alude a la necesidad de la recristianización de Europa—, esto —en general— no se hizo así. Es posible que no se dispusiera de los efectivos humanos para llevar a cabo el trato personal de tantos y tantos que querían acercarse al Cristianismo. Es posible también que muchos —incluso entre los cristianos, incluso entre la jerarquía eclesiástica— cayeran en la trampa del — digámoslo así— triunfo rápido y casi universal, aunque sólo fuera para compensar las dificultades soportadas durante los tiempos de las persecuciones.

No ha de extrañar que, al tratar de un acontecimiento ocurrido en 1928, se deba, resulte casi obligado, aludir a siglos en apariencia —tan sólo, en apariencia— remotos. La Historia es en lo decisivo muy particularmente lenta. Los problemas de los hombres son pocos y se repiten una y otra vez. En momentos de crisis culturales tienden a presentarse situaciones muy parecidas, a las que hay que dar las respuestas que ya se dieron y evitar con cuidado —y en lo posible— las que hicieron patente su inanidad. La Historia no tiene un desarrollo cíclico, como creyó Platón. Ni avanza con el movimiento en espiral que describiera Vico. Ni, por supuesto, tiene nada que ver con el desarrollo lineal de la ingenuidad positivista o con el progreso igualmente creciente de forma continuada de la dialéctica, espiritualista o materialista. En la Historia hay alzas y bajas, avances y retrocesos; y todo esto, con alguna frecuencia, a la vez. A momentos de aparente plenitud, siguen o pueden seguir tiempos de obscuridad densa. Y a la inversa. Más aún: en un tiempo determinado, es dable percibir avances considerables en determinados aspectos, que coinciden con retrocesos o caídas en otros. En este sentido, es posible que resulte más preciso y exacto afirmar que el sentido o progreso de los tiempos depende esencialmente del sentido del progreso personal. Y no tanto de que se alcance, como de que esforzadamente el hombre, cada hombre, se empeñe en él.

La Historia no es más que el lento y difícil desarrollo de la convicción de que el hombre es libre: de que es preciso, en primer término, que cada hombre descubra lo que supone la libertad personal; se decida, después, a poner en práctica las consecuencias que se derivan de esta libertad; y, en tercer lugar y por lo mismo que haya logrado valorar con acierto la potencia enorme de su libertad, se dedique a crear ámbitos de libertad a los que puedan acogerse los demás hombres.

Equiparar, sin embargo, estas afirmaciones a un proceso uniformemente acelerado es tontería. Pero es lo que hay que estar intentando de forma continua, volviendo a empezar siempre que sea preciso, por lo mismo que es eso lo que al hombre corresponde: porque el hombre, todo hombre, ha sido creado libre por Dios; y Dios espera que cada uno ejercite de manera radical su libertad constitutiva.

Gonzalo Redondo