Piedad de niños, doctrina de teólogos

Tiempo de actividades académicas y culturales de verano, cada año más numerosas. Me encargaron una sesión, dentro de un ciclo de Antropología espiritual para universitarios en la sede del colegio Retamar en Somosaguas (Madrid): un nombre toponímico que eligieron hace cincuenta años las familias promotoras de ese centro educativo, situado junto a los Retamares madrileños donde se construirían edificios para radio y televisión y acuartelamientos militares.

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Lo recuerdo bien, porque acababa de regresar a Madrid, después de seis años en Pamplona, Valencia y Zaragoza: en broma, me formaba para el futuro Estado de las autonomías.

Mi lección intentaba explicar una frase gráfica con la que, desde muy joven, san Josemaría sintetizaba la necesidad de unir, mediante la reflexión radical sobre la condición de los cristianos como hijos de Dios, aspectos vitales con demasiada frecuencia yuxtapuestos. Así, en España, donde –también en broma, pero sin excluir lo serio- se sufre una endémica y oculta herejía: el fideísmo. Su gran símbolo: la fe del carbonero, negación práctica de la cultura y de la ciencia, como posible origen de peligrosas desviaciones del buen camino. Ese fideísmo penetra de tal modo las raíces de lo hispánico que sobresale en el tantas veces grotesco laicismo, profundamente visceral, sin fundamentos de razón ni de historia con un mínimo de entidad.

Como en las grandes figuras del Siglo de Oro, Teresa de Jesús está en otra onda. Gracias a la reciente celebración de su centenario, muchos se habrán acercado a la obra de esa gran lectora desde la infancia, amante siempre de los libros. Aun conocidas, no importa repetir sus palabras del Libro de la vida, cap. 13, n. 16: “y es gran cosa letras, porque éstas nos enseñan a los que poco sabemos y nos dan luz y, llegados a verdades de la Sagrada Escritura, hacemos lo que debemos: de devociones a bobas nos libre Dios”.

Nunca se insistirá bastante, dentro del proceso de la formación cristiana, en la importancia de la Teología, verdadera profundización personal en el conocimiento de Dios y de su Amor por los hombres. Amplifica también la capacidad sugerida por san Pedro de dar razón de la propia esperanza, con mansedumbre y respeto, con una conciencia limpia que confunda a los que calumnian conductas irreprochables (cfr. su primera Carta 3, 15-16).

El estudio científico de la fe contribuye a fortalecer la piedad personal. San Jose María señalaba a la vez la necesidad de abordar ese trabajo intelectual con respeto y amor, como corresponde a la búsqueda de toda verdad que, a su entender, “es siempre, en cierto modo, algo sagrado”.

Las enseñanzas del fundador del Opus Dei fueron valoradas a fondo por los peritos designados por la Santa Sede para informar sobre sus escritos, en el ámbito de la causa de canonización. Algunos escribieron luego ensayos significativos, como el del filósofo Cornelio Fabro, titulado El temple de un Padre de la Iglesia. Sobre el tema de este breve comentario, “compone toda una gama de variaciones profundas e inspiradas, que tocan el corazón del programa de santidad en el mundo (...) Estas páginas se podrían contar entre las más gustosas y hondas de la espiritualidad moderna”. No le va a la zaga Salvatore Garofalo, secretario en su día de la Comisión para la Neovulgata, que titula su ensayo El valor perenne del Evangelio: “El día en que sea posible disponer de la gran mole de sus escritos inéditos –afirma-, se podrá valorar plenamente la posición privilegiada que Mons. Escrivá ocupa en la historia de la espiritualidad”.

De momento, se puede releer un pasaje de su homilía sobre el Adviento, incluida en Es Cristo que pasa, tras el ladillo La fe y la inteligencia: “Frecuentemente he meditado esa vida de infancia espiritual, que no está reñida con la fortaleza, porque exige una voluntad recia, una madurez templada, un carácter firme y abierto. / Piadosos, pues, como niños: pero no ignorantes, porque cada uno ha de esforzarse, en la medida de sus posibilidades, en el estudio serio, científico, de la fe; y todo esto es la teología. Piedad de niños, por tanto, y doctrina segura de teólogos. / El afán por adquirir esta ciencia teológica la buena y firme doctrina cristiana está movido, en primer término, por el deseo de conocer y amar a Dios. A la vez, es también consecuencia de la preocupación general del alma fiel por alcanzar la más profunda significación de este mundo, que es hechura del Creador” (n. 10).

Tiempo de verano. Tiempo de repasar documentos del Concilio Vaticano II; encíclicas de Juan Pablo II como Fides et ratio (1988) y Veritatis splendor (1993); tantas lecciones de Benedicto XVI, como la de Ratisbona en 2006, la de los Bernardinos en París en 2008, o el discurso al Bundestag en 2011; y, en fin, el magisterio de Francisco, más conocido por más reciente. Tiempo para avanzar en esa síntesis cristiana de fe y razón, indispensable también para el diálogo interreligioso.

Salvador Bernal

Religión Confidencial