El «plan de vida» en las enseñanzas del Beato Josemaría

Estudio de Eduardo Camino en “El cristiano en el mundo: En el Centenario del nacimiento del Beato Josemaría Escrivá (1902-2002): XXIII Simposio Internacional de Teología de la Universidad de Navarra”, vol. XXIII, Pamplona, Universidad de Navarra. Servicio de Publicaciones, 1ª, (2003), pp. 523-533.

Universidad de Navarra EL «PLAN DE VIDA» EN LAS ENSEÑANZAS DEL BEATO JOSEMARÍA

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El plan de vida en las enseñanzas del fundador del Opus Dei from Opus Dei

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Las enseñanzas de Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer constitu­yen un rico punto de referencia tanto para la ciencia teológica como para la filosofía. Numerosos son ya, en este sentido, los testimonios de filósofos y teólogos. Estas páginas se proponen, sin perder de vista el conjunto de su mensaje y enseñanzas, una reflexión sobre algunos aspectos de un tema concreto: «el plan de vida». Para dicha reflexión nos ayudaremos de algunas nociones éticas1.

La mayoría de las enseñanzas del Beato Josemaría sobre el «plan de vida» se sitúan en un marco que podríamos denominar la vida de piedad del cristiano. Y así se afirma, por ejemplo, que forman parte del plan de vida un conjunto de «prácticas de piedad» que, entremez­clándose con nuestras actividades habituales, se extienden a lo largo de la jornada: unos minutos de oración mental, la asistencia a la San­ta Misa —diaria, si es posible—, la comunión frecuente, el acudir re­gularmente a la confesión —aunque la conciencia no nos acuse de falta mortal—, la visita a Jesús en el sagrario, el rezo y la contempla­ción de los misterios del rosario, la bendición de la mesa, las oracio­nes personales al levantarse y al acostarse, etc.2. Es decir, en una pri­mera y reducida acepción, el «plan de vida» se compondría de unas prácticas de piedad —pocas, breves y habituales— que, progresiva­mente, el cristiano va incorporando a su vida; prácticas que se han vi­vido siempre en las familias cristianas, que cuentan con una larga tra­dición en la vida de la Iglesia3.

Sin embargo, con ayuda de algunas nociones éticas podremos captar mejor como, lejos de agotarse o reducirse a unas prácticas de piedad, el «plan de vida» se extiende, abarca, todas las dimensiones existenciales. El objetivo de estas líneas es ver como, en el fondo, el «plan de vida» es la realización práctica de un tipo de vida: el que bus­ca la santidad cristiana en la vida ordinaria. Esas prácticas de piedad responden a un modo concreto de vivir; modo que, a su vez, mani­fiesta una seria toma de posición respecto a lo que, desde un punto de vista filosófico, podríamos denominar «vida buena», «felicidad», «el bien de la vida humana en su totalidad», «proyecto de vida» o fin último; es decir, la idea de que todas las actividades cobren sentido de un proyecto global que afecta toda la vida y dentro del cual las (sin­gulares) actividades logran ordenarse4. Por eso hemos dedicado el pri­mer punto de esta comunicación a considerar la importancia que para la ética tenía —y tiene— la consideración de la vida humana en su globalidad, la vida vista como un todo.

1. «Vida humana como un todo» y fin último

A simple vista puede dar la impresión de que nuestro actuar es disperso, fragmentario, y que las horas que componen nuestra jorna­da son empleadas en ámbitos o dimensiones diversas, como si estu­viéramos «gastando» nuestra existencia moviéndonos entre diferentes «islas»: la familiar, la laboral, la religiosa, la de las amistades, la for­mativa, etc.; islas, aparentemente, sin mucha relación entre sí. Sin embargo, cada uno de esos ámbitos no es un fin en sí mismo, no cons­tituye por su cuenta un «fin último», sino que se ordena a algo «supe­rior». Esto se percibe más claramente, por ejemplo, cuando dos o más de ellos entran en conflicto: ¿atender a los amigos o a la familia?, ¿descansar, trabajar o rezar?, etc. Tales conflictos nos obligan a esco­ger y, entonces, surge la pregunta: ¿en base a qué criterio hacer la elec­ción?5.

Es precisamente el fin último el que confiere a todo nuestro actuar sentido, orden y unidad. «Sólo un bien trascendente que a la vez sea inmanente y extrínseco a la historia de la propia vida, puede dar signi­ficado a la propia existencia entendida como totalidad»6. Sólo «enten­diendo correctamente la propia vida en su totalidad, se pueden cum­plir rectamente las elecciones particulares y se puede vivir cada jornada de manera que refleje la calidad moral de nuestra entera vida»7.

Esta visión resultaba crucial para la mayoría de la ética antigua, pues constituía no sólo una idea central, sino el punto de arranque de sus reflexiones8. Los antiguos, se enfrentaban inicialmente a interrogan­tes del tipo: ¿cómo debo vivir?, ¿qué es lo que verdaderamente quiero para mí?, ¿qué tipo de persona quiero ser?9. Era ésta una ética preocu­pada por la felicidad de una vida que mereciera la pena vivir. Preguntas todas que parten de la tendencia natural a considerar nuestra existencia bajo una visión unitaria. Con palabras de Spaemann: «la moral juzga la acción buena o mala en orden a la vida como un todo»10.

La preocupación que tenían los antiguos por la vida buena (la fe­licidad) abarcaba, por tanto, no sólo un determinado aspecto o di­mensión del actuar (o la bondad o malicia de una acción individual). Por ejemplo, para hablar propiamente de «triunfo» no bastaba con al­canzar el éxito en tal o cual ámbito, era necesario valorar la vida como un todo. Aristóteles, en este sentido, se preguntaba en la Ética Nico­maquea: «¿Qué nos impide, pues, llamar feliz al que actúa de acuerdo con la vida perfecta y está suficientemente provisto de bienes externos no por algún período fortuito, sino durante toda la vida?»11. En este sentido sólo era posible afirmar con seguridad que un hombre había sido feliz una vez que su vida ha terminado12. Como dice McIntyre: «moverse en la vida es avanzar —o no conseguir avanzar— hacia un fin dado. Así, una vida terminada y plena es un logro y la muerte el punto en que cada uno puede ser juzgado feliz o infeliz. De ahí el viejo pro­verbio griego “nadie puede ser llamado feliz hasta que haya muerto”»13.

Puede suceder que, a medida que pasan los años, una persona contemple su vida con un cierto sentido de insatisfacción o frustra­ción. Se da cuenta que una serie de elecciones tomadas en el pasado (por ejemplo el haber preferido el trabajo a la familia) han sido equi­vocadas. Son este tipo de fracasos «globales» los que, partiendo desde un enfoque como éste, se deberían evitar. La ética antigua nos ayuda a orientar nuestros objetivos y prioridades para vivir una vida llena de valor, una vida de la que más tarde «no tengamos que arrepentirnos».

Sin embargo y, desgraciadamente, esta idea se pierde en gran par­te de la reflexión ética actual. Algunos pensadores modernos piensan en la ética como en una teoría para resolver o decidir problemas mo­rales, más que como doctrina de la vida buena y feliz. En el inicio de su reflexiones encontramos, por tanto, un tipo de preocupaciones bien distintas: ¿me es lícito —correcto— hacer esto?, ¿puedo hacerlo (puedo moral) o no? Al centrar demasiado su atención en el análisis del acto concreto, dejan de lado una visión global de la vida, olvidan­do que es necesario hacer aquello sin olvidar esto14.

De todas formas, no todo el panorama ético actual comete este mis­mo error. Existe un serio intento de recuperar el planteamiento antiguo por la que ha sido llamada «ética de virtudes»15. Vuelve a aparecer enton­ces, como pregunta inicial de la reflexión ética, ¿qué tipo de persona quiero ser? Bajo esta perspectiva, las virtudes, entendidas como hábitos electivos 16, juegan un papel esencial: dan lugar a un modo de vivir ple­no, feliz, ya que nos facilitan no sólo realizar el bien excelente, sino tam­bién conocerlo. Dan lugar, en definitiva, a un modo determinado de vi­vir; de elegir, de valorar y regular las propias prioridades. Ante todo, aquí tiene primacía la búsqueda de la vida buena (mejor) para el hom­bre, una vida ordenada, unitaria, globalmente considerada17.

2. El «Plan de vida» como «materialización» práctica del fin último

Tras estas breves pinceladas, que únicamente se proponían mos­trar la importancia, origen, pérdida e intento de recuperación de una idea, podremos ahora entender mejor cómo el «plan de vida» en las enseñanzas del Beato Josemaría supera el mero ámbito de la vida de piedad. Y, para ello, nos detendremos a considerar cuatro aspectos de sus enseñanzas sobre este tema18. El primero de ellos es el que hemos denominado la «materialización» práctica del fin último.

El Beato Josemaría comparó en alguna ocasión ese conjunto de normas de piedad que mayormente componen el plan de vida, a unos «palos pintados de rojo»; decía: «Se quedaron muy grabadas en mi ca­beza de niño aquellas señales que, en las montañas de mi tierra, coloca­ban a los bordes de los caminos; me llamaron la atención unos palos altos, ordinariamente pintados de rojo. Me explicaron entonces que, cuando cae la nieve, y cubre senderos, sementeras y pastos, bosques, peñas y barrancos, esas estacas sobresalen como un punto de referencia seguro, para que todo el mundo sepa siempre por dónde va la ruta.

En la vida interior, sucede algo parecido. Hay primaveras y vera­nos, pero también llegan los inviernos, días sin sol, y noches huérfa­nas de luna. No podemos permitir que el trato con Jesucristo depen­da de nuestro estado de humor, de los cambios de nuestro carácter. Esas posturas delatan egoísmo, comodidad, y desde luego no se com­paginan con el amor.

Por eso, en los momentos de nevada y de ventisca, unas prácti­cas piadosas sólidas —nada sentimentales—, bien arraigadas y ajus­tadas a las circunstancias propias de cada uno, serán como esos pa­los pintados de rojo, que continúan marcándonos el rumbo, hasta que el Señor decida que brille de nuevo el sol, se derritan los hielos, y el corazón vuelva a vibrar, encendido con un fuego que en realidad no estuvo apagado nunca: fue sólo rescoldo oculto por la ceniza de una temporada de prueba, o de menos empeño, o de escaso sacrifi­cio»19.

En el punto anterior considerábamos como el hecho de pregun­tarse sobre el bien humano en su globalidad suponía una concepción unitaria de la existencia humana, y este gráfico ejemplo de los palos evidencia, en parte, como esos actos específicamente piadosos nos ayudan a alcanzar tal unidad: al igual que los palos van señalando, «como uniendo», los diversos tramos de la carretera, con esas normas de piedad ocurre lo mismo. Pero el hecho de cumplirlas constante­mente, superando los estados de ánimo —altos y bajos—, las enfer­medades y dificultades, etc., nos asegura también el no perder de vis­ta las exigencias de nuestro fin último. Al igual que los palos hacen que, en cada momento, sepamos dónde nos encontramos, por dón­de va el camino; cada una de esas prácticas piadosas demuestra un no querer perder de vista «lo realmente importante», el bien —fin— de mi vida.

Ahora bien, junto a esa ayuda para dar unidad a nuestros actos y ese no perder de vista la globalidad de nuestra existencia, lo que nos interesa ahora destacar es que tales normas de piedad encuentran su sentido en una toma de posición respecto a lo que se considere el bien de la propia vida. Ese esfuerzo por no dejar de hacerlas, implica una seria toma de posición respecto a Dios. «Materializan», suponen una «formulación práctica» de lo que Dios hizo ver al Beato Josema­ría: el deseo de buscar la santidad cristiana en medio del mundo, en medio de los quehaceres de cada jornada. Así, lejos de teorías o de unos vagos deseos de amar a Dios, tal esfuerzo demuestra, concretiza un querer; refleja, en definitiva, el deseo de vivir conforme a una de­terminada manera y según unos determinados valores20.

De ahí que el ejemplo propuesto, trascendiendo su enseñanza más directa y práctica, manifiesta en el fondo la actitud de alguien empe­ñado en la santidad y esto, como veremos a continuación, se traduce también en un modo concreto de ordenar los propios bienes y activi­dades.

3. Reordenar las propias prioridades

La mayoría de las filósofos antiguos, al iniciar sus reflexiones con­siderando la vida en su globalidad, debían revisar continuamente —en mayor o menor grado— las propias prioridades21. La mayoría de sus teorías eran, por tanto, «revisionistas»: la vida quedaba sujeta así a un examen continuo y, de esta manera, se podían evitar no sólo esos fra­casos (globales), a los que hacíamos referencia al inicio de nuestra ex­posición, sino también los parciales. En esta tarea de continua revalo­ración y reordenación radica el éxito o fracaso de nuestra existencia (éxito en el sentido de vida realizada, de plenitud humana).

Resulta particularmente significativo en este contexto notar cómo, con insistencia y en repetidas ocasiones, el Beato Josemaría se refería a esas prácticas de piedad diciendo que su cumplimiento fiel era «lo primero». Con esta expresión les otorgaba un primer puesto dentro de las cosas «a hacer» durante el día. Esto se comprende muy bien, dada nuestra innata tendencia a imbuirnos en lo inmediato, a dejarnos llevar —influir— por las circunstancias, y dada también la posibilidad de «olvidarnos» de que Dios, y las cosas que más inmedia­tamente nos llevan a Él, son lo primero. Sin embargo, querríamos ahora destacar el hecho de que se trata sólo de una de las prioridades.

La misma expresión «plan de vida» implica un cierto modo de or­denar, planificar, poner orden en la propia vida, de establecer una je­rarquía entre los distintos bienes y actividades. Responde, en el fondo, a un vivir ordenado y jerarquizado. Orden y jerarquía que requieren una respuesta eficaz a la vocación cristiana en medio del mundo, respuesta que no sólo comporta unas prácticas de piedad, sino todo un modo de ordenar, ponderar y afrontar nuestras actividades. Hace años dejó escrito en Camino: «Si no te levantas a hora fija nunca cumplirás el plan de vida», «si no tienes un plan de vida, nunca ten­drás orden», o «¿Virtud sin orden? ¡Rara virtud!»22.

Se trata, por tanto, de un modo ordenado de vivir, que pondera y distribuye el tiempo dedicado a la familia (y las relaciones familiares), a la vida social (y las relaciones sociales), al trabajo (y las relaciones la­borales), a la propia formación, etc. Un modo de vivir que nos pre­viene contra los posibles desórdenes que puedan llegar a plantearse, como, por ejemplo, el de dedicar un tiempo excesivo al trabajo —la «profesionalitis»— en perjuicio de otras actividades igual o más im­portantes. Aconsejaba y recordaba en este sentido el Beato Josemaría: «coloca los quehaceres profesionales en su sitio: constituyen exclusi­vamente medios para llegar al fin; nunca pueden tomarse, ni mucho menos, como lo fundamental.

¡Cuántas “profesionalitis” impiden la unión con Dios!»23.

La conclusión resulta evidente: al recomendarnos el poner las normas de piedad en un primer puesto, nos estaba también sugirien­do un modo de establecer prioridades y una continua reordenación de las mismas; es decir, repasar continuamente el orden de nuestros bienes, elecciones, fines y valores; determinar qué es lo que va antes y después. Dicha reordenación permite desarrollar una vida en perfecta consonancia con el fin último, pues responde a una razón de cohe­rencia con lo que Dios debe representar en la vida de todo cristiano.

4. Cumplir las Normas por amor y con amor

Este tercer aspecto que queremos considerar completa el anterior. El orden al que acabamos de hacer referencia implica, en primer lu­gar, darse cuenta de si lo que estoy haciendo es susceptible de ser orde­nado, es decir, si lo que hago es digno de un hijo de Dios; en segundo lugar, ver si en ese momento estoy haciendo lo que debo realmente hacer —en este sentido el fin último supone, como hemos visto, or­denar las diversas actividades de un modo determinado y protegerlas contra todo tipo de «ataques» que nos induzcan al desorden— y, fi­nalmente, como veremos a continuación, considerar si lo que estoy haciendo lo estoy, efectivamente, ordenando a Dios.

En este sentido, el Beato Josemaría, al tiempo que insistía en otor­garles el primer puesto en la jornada, recordaba que esas prácticas de pie­dad no eran algo rígido. Para ello usaba, a veces, una imagen muy gráfi­ca: así como el guante se adapta a la mano, de esta misma manera las normas debían adaptarse a nuestra jornada. Decía: «no han de convertir­se en normas rígidas, como compartimentos estancos; señalan un itine­rario flexible, acomodado a tu condición de hombre que vive en medio de la calle, con un trabajo profesional intenso, y con unos deberes y rela­ciones sociales que no has de descuidar, porque en esos quehaceres continúa tu encuentro con Dios. Tu plan de vida ha de ser como ese guante de goma que se adapta con perfección a la mano que lo usa»24.

Esta flexibilidad pone en evidencia, en primer lugar, que eran algo pensado para el hombre que trabaja en medio del mundo25; esa «adap­tabilidad» las hace compatibles a las circunstancias personales de cada uno. Pero tal flexibilidad supone también que no estamos ante un «cum­plimiento» de normas de tipo kantiano. No eran algo que debía ha­cerse sin más, algo visto como una imposición externa. Su razón de ser no se encontraba fuera de la persona, sino en su mismo interior. Más que imposición constituyen una «necesidad»; necesidad para la perso­na atraída por el bien que desea alcanzar. No se trataba, por tanto, de un «cumplir» con Dios, sino de amarle. La actitud con la que debían realizarse no era tanto la del deber sino la del amor.

Su primer sucesor, mons. Álvaro el Portillo, utilizando una expre­sión del Fundador del Opus Dei, empleaba el juego de palabras «cumplo» y «miento» para prevenirnos contra la actitud de afrontar­las como algo que hay que hacer (... y tachar) porque, lo que cuenta, es hacerlas. No se trataba de un hacer sino de un amar, haciendo. Tal cumplimiento constituía, bajo la lógica del encuentro —pues eso eran: encuentros personales con el Señor26—, un camino para enamo­rarse e identificarse con Él27. Hacerlas, por tanto, por amor y con amor, si bien, todos los días se trate de las mismas prácticas: «Eso de sujetarse a un plan de vida, a un horario —me dijiste—, ¡es tan mo­nótono! Y te contesté: hay monotonía porque falta Amor»28.

Evidentemente ese cumplimiento amoroso implica, en primer lu­gar, un respetar las prioridades a las que antes hacíamos referencia, prioridades que uno, libremente, ha querido establecer; pero con ese orden no es suficiente, se requiere también la lucha por vivirlas conti­nuamente como personas enamoradas.

5. La unidad de vida a través del Plan de vida

Al poner en relación el «plan de vida» con la «unidad de vida» ce­rramos esta reflexión con el mismo tema con el que la hemos abierto. Iniciamos estas páginas considerando la importancia que para la ética antigua tenía la idea de la «vida como un todo», idea que suponía una visión unitaria de la existencia. Sólo de esta manera la vida podía sal­var la aparente fragmentación entre las diversas dimensiones existen­ciales. Pues, en este último aspecto, consideráremos cómo el plan de vida —como materialización del bien total de la vida— nos permite reconducir y reordenar en torno a tal bien las diversas facetas del pro­ceder cotidiano.

El Beato Josemaría decía que, mediante el cumplimiento fiel de las normas de piedad «lograremos que Dios no sea considerado un extraño, a quien se va a ver una vez a la semana, el domingo, a la igle­sia; que Dios sea visto y tratado como es en realidad»29. Es decir, esas prácticas de piedad nos ayudarán a unificar las diferentes «islas» a las que antes nos referíamos, pues cada una de ellas se convierte en un esfuerzo concreto por unir a Dios cada «isla» y, uniéndola a Dios, unirla a las demás.

A través del plan de vida llevamos a cabo esa unidad de vida a la que se refería el Beato Josemaría. «La “unidad de vida”, predicada una y otra vez por Mons. Escrivá de Balaguer desde los tiempos de la fun­dación del Opus Dei, alude a la armonía intrínseca, a la unidad diná­mica, a la síntesis vital, que esos tres aspectos de la santidad en el mundo —trabajo, oración, apostolado— tienen en la existencia cris­tiana»30. Es decir, tales prácticas de piedad nos ayudan a integrar estos tres aspectos: nos permiten convertir el trabajo en oración, la oración en trabajo y nos impulsan a llevar las almas a Dios (ya que el apostolado es fruto del trato con Dios)31.

Se entiende entonces cómo este orden de prioridades nos conduce a ser contemplativos en medio del mundo. «Esas prácticas te llevarán, casi sin darte cuenta, a la oración contemplativa. Brotarán de tu alma más actos de amor, jaculatorias, acciones de gracias, actos de desagra­vio, comuniones espirituales. Y esto, mientras atiendes tus obligacio­nes: al descolgar el teléfono, al subir a un medio de transporte, al cerrar

o abrir una puerta, al pasar ante una iglesia, al comenzar una nueva ta­rea, al realizarla y al concluirla; todo lo referirás a tu Padre Dios»32.

Por tanto, mientras el plan de vida da unidad a nuestra vida, ya que nos obliga a ordenarla de una determinada manera (según unos valores y prioridades), las normas de piedad —que tal plan de vida comporta— nos posibilitan estar pendientes siempre de Dios y de los demás por Dios; mantener un diálogo de almas contemplativas en me­dio del mundo, realizar eficazmente el fin al que hemos sido llamados.

Notas

  1. No se trata, por tanto, de una exposición o desarrollo sistemático de las enseñanzas del Beato Josemaría sobre el «plan de vida». Las ideas éticas aquí expuestas se mueven en la línea de las recientes investigaciones sobre ética de las virtudes, de entre las que destacamos las si­guientes obras: G. ABBÀ, Felicidad, vida buena y virtud, Barcelona 1992 y Quale impostazione per la filosofia morale, Roma 1996; A. RODRÍGUEZ LUÑO, Ética general, Pamplona 2001; E. COLOM-A. RODRÍGUEZ LUÑO, Elegidos en Cristo para ser santos, Madrid 2000; J. ANNAS, La morale della felicità, Milano 1997 y M. RHONHEIMER, La perspectiva de la moral, Madrid 2000. Sin embargo, conviene no perder de vista que las referencias del Beato Josemaría sobre el tema responden más a un modo práctico de vivir el cristianismo, a la materialización o en­carnación de un espíritu, que a un desarrollo científico de carácter teológico o filosófico. Es decir, aunque en ellas se den destellos que reflejen una determinada visión de la vida moral, no por ello podemos «reducirlas» o «identificarlas» a tal o cual corriente ética.
  2. Cfr. JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Amigos de Dios, Madrid 1977, n. 149 y ID., Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer, Madrid 1989, n. 103. Dentro de ellas incluía también: las jaculatorias, las acciones de gracias, los actos de desagravio, etc.
  3. Cfr. Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer, n. 103 y también, por ejemplo, S. JUAN CRISÓSTOMO, In. An. Prophet. hom 4, 6; S. AGUSTÍN, Epist. 130, 9; y S. Th. I-II, q. 83, a. 14 c.
  4. Fin último que, aunque resulte obvio decirlo, para el Beato Josemaría era Dios y, de ahí, que la mayoría de sus enseñanzas sobre el «plan de vida» se centren en la vida de pie­dad. «Vivir vida de piedad no consiste en otra cosa que en ser conscientes de que las múlti­ples actividades humanas reciben su sentido de un centro único, Dios, Señor digno de ser adorado, y en vivirlas por consiguiente como actos de culto divino». J.L. ILLANES, Mundo y santidad, Madrid 1984, 224.
  5. Cfr. ARISTÓTELES, Ética Nicomaquea, I, 7: 1096 a 12-1098 b 9 (en adelante citare­mos simplemente EN) y cfr. también S. Th., I-II, q. 1, a. 4.
  6. R.A. GAHL, Jr., Etica narrativa e conoscenza di Dio, en AA.VV., Dio e il senso dell’e­sistenza umana (a cura di L. Romera), Roma 1999, 201.
  7. J. ANNAS, La morale della felicità, o.c., 67.
  8. Por ética antigua entendemos aquí, más que la ética de una determinada época, aquel pensamiento que tiene su origen en la mayoría de los filósofos griegos —salvo los Ci­renaicos— y, con algunas transformaciones, en la moral de S. Agustín y Sto. Tomás.
  9. Cfr. SÓCRATES, República, libro I y H. KRÄMER, Integrative Ethik, Frankfurt am Main 1992, 79. Baste recordar al respecto las palabras que Nicias dirige a Lisímaco en el diálogo platónico de Laques: «Pareces no saber que quien entra en contacto con Sócrates y traba conversación con él, por más que realmente hayan empezado a hablar de otra cosa to­talmente distinta, siempre se ve llevado por él en el curso de la conversación hasta un pun­to en el que se encuentra en la necesidad de dar razón de sí mismo, de cómo se vive ahora y de qué vida ha llevado hasta el momento». PLATÓN, Diálogos. Laques, 187c-188a. (trad. de E. Lledó y otros), Madrid 1997, vol. 1.
  10. R. SPAEMANN, Felicidad y benevolencia, Madrid 1991, 37.
  11. ARISTÓTELES, EN, 1101a.
  12. Cfr., en este mismo sentido, PLATÓN, República, libro X, 599a.
  13. A. MACINTYRE, Tras la virtud, Barcelona 1987, 53.
  14. Pierden esta visión de globalidad quienes, por ejemplo, ven la ética, simplemente, como indagación acerca de la ley moral que ha de ser observada: parten de la corrección o in­corrección de las acciones singulares, que se reconoce comparando la actuación con la nor­ma, y el ser ético equivale, entonces, a cumplir una serie de normas, leyes —más o menos externas—. O quienes consideran la ética como búsqueda y fundamentación de las reglas para la convivencia y la colaboración social: la ética aquí se interesa sólo por el ámbito de lo públi­co, dejando de lado la conducta individual, el bien y la vida buena (sus sostenedores deter­minan lo que es «justo hacer» antes de saber qué es el bien humano). Y lo mismo les pasa a quienes la ven como saber ordenado a la producción de una buena (o de la mejor) situación vi­tal para el individuo o para la colectividad: donde se recurre a un concepto genérico y más bien hedonista de felicidad como criterio de actuación para establecer las normas, normas que se aceptan solamente porque son útiles. (Entre los diversos intentos de sistematizar las corrientes éticas actuales hemos seguido aquí el llevado a cabo por G. Abbá en el cap. II de su libro Quale impostazione per la filosofia morale y que, de modo más sintético, recoge tam­bién A. Rodríguez Luño en las pp. 55-59 de su manual de Ética general. Tales figuras son algo parecido a lo que MacIntyre llama tradiciones de investigación moral).
  15. Se trata de una ética que, ante una acción mala, su primera reacción es señalar cómo el hombre, con tal acción (independientemente de si alguien se ha dado cuenta de ello, o llegará o no algún día a descubrirlo), se ha convertido en una persona peor. Es cierto que algo se ha hecho mal; pero lo peor no es eso, sino que «yo me he hecho peor». Este razona­miento pone de manifiesto que estamos ante lo que se ha denominado una «ética de la pri­mera persona»: una ética cuya reflexión parte del sujeto agente.
  16. Aristóteles decía ya que «la virtud (moral) es un hábito electivo (o elección) que consiste en un término medio relativo a nosotros, determinado por la razón, tal como diría el hombre prudente». EN, 1106b-1107a.
  17. La idea de mantener en el horizonte ético la «vida humana como un todo» y el pa­pel que en ello desarrollan las virtudes encaja perfectamente con la consideración de la vida como vida biográfica por parte de la llamada ética narrativa. Cfr., por ejemplo, A. MAC­INTYRE, Tras la virtud, o.c., 264, 269-270.
  18. Hemos seleccionado sólo cuatro de los varios aspectos que, sobre este tema en con­creto, se podrían estudiar en las enseñanzas del Beato Josemaría.
  19. JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Amigos de Dios, n. 151 y cfr. ID., Forja, Madrid 1987, n. 81.
  20. De ahí su insistencia también en que no bastaba con cumplir una de estas normas de piedad o la mayoría de ellas, sino todas: «Me gusta comparar la vida interior a un vesti­do, al traje de bodas de que habla el Evangelio. El tejido se compone de cada uno de los há­bitos o prácticas de piedad que, como fibras, dan vigor a la tela. Y así como un traje con un desgarrón se desprecia, aunque el resto esté en buenas condiciones, si haces oración, si tra­bajas..., pero no eres penitente —o al revés—, tu vida interior no es —por decirlo así— ca­bal». JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Surco, Madrid 1986, n. 649.
  21. Cfr. J. ANNAS, La morale della felicità, o.c., 539.
  22. JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Camino, Madrid 1992, n. 78, 76 y 79, respectivamente. Afir­maciones que hacen referencia a la exigencia de la virtud, virtudes, para alcanzar la «vida buena», que el cristianismo identifica con la santidad, también en medio del mundo. «Cada decisión virtuosa, aunque su contenido sea muy reducido, refleja el estado virtuoso global del agente y los valores que guían su entera vida». J. ANNAS, La morale della felicità, o.c., 548.
  23. JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Surco, n. 502.
  24. ID., Amigos de Dios, n. 149. «No se compone de normas rígidas la vida cristiana, porque el Espíritu Santo no guía a las almas en masa, sino que, en cada una, infunde aque­llos propósitos, inspiraciones y afectos que le ayudarán a percibir y a cumplir la voluntad del Padre». Es Cristo que pasa, n. 92.
  25. Cfr. P. BERGLAR, Opus Dei: vida y obra del Fundador Josemaría Escrivá de Balaguer, Madrid 1987, 183.
  26. Puede iluminar esta idea considerar la categoría del encuentro tal y como la describe Guardini. R. GUARDINI, Ética, Madrid 1999, 186-197.
  27. Cfr. JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Surco, n. 739.
  28. ID., Camino, n. 77.
  29. ID., Conversaciones con mons. Escrivá de Balaguer, n. 103.
  30. P. RODRÍGUEZ, Vocación. Trabajo. Contemplación, Pamplona 1986, 119. Cfr. Carta 14-II-1950 y Camino, n. 347.
  31. «Es preciso que seas “hombre de Dios”, hombre de vida interior, hombre de oración y de sacrificio. —Tu apostolado debe ser una superabundancia de tu vida “para adentro”». Camino, n. 961.
  32. JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Amigos de Dios, n. 149. «Según la espiritualidad del Opus Dei, al hombre que vive la “unidad de vida” nada de lo humano le es extraño y todo lo de Dios le es propio: por eso es un “contemplativo en medio del mundo”». P. RODRÍGUEZ, Vocación. Trabajo. Contemplación, o.c., 121.