¿No es para gritar una y mil veces "vale la pena"?

Ante la Resurrección del Señor, Álvaro del Portillo anima a fomentar la esperanza de alcanzar el Cielo, que saciará "plenamente las ansias de felicidad del corazón humano".

Álvaro del Portillo con Eduardo Ortiz de Landazuri y Laurita Busca, ambos en proceso de canonización

Surrexit Dominus vere, alleluia! (Domingo de Resurrección, Antífona de entrada, Lc 24, 34), ¡el Señor ha resucitado! Es el anuncio que la Iglesia proclama desde hace veinte siglos; el mismo que durante estos días de Pascua resuena sin cesar en la Liturgia, como un grito de alegría que refuerza nuestra esperanza de habitar con Dios, para siempre, en la casa del Cielo. (…)

La esperanza sobrenatural no es un simple deseo de alcanzar algo que no se tiene, como las esperanzas puramente terrenas, que a menudo no llegan a realizarse y, cuando se cumplen, dejan siempre un poso de insatisfacción. (…)

Sólo la posesión eterna de Dios, mediante la visión beatífica, es capaz de saciar plenamente las ansias de felicidad del corazón humano: nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descansa en ti (San Agustín Confesiones 1,1,1.) Sí (…): somos de Dios y sólo a Él pertenecemos. Y Dios es nuestro: de todos, de cada uno. No es un bien caduco, limitado, lo que esperamos poseer y gozar por toda la eternidad, sino el Bien por esencia, la Trinidad Santísima, fuente de todo bien. Meditadlo muchas veces en vuestra oración personal, haciendo constantemente este maravilloso descubrimiento: el Dios infinitamente grande y perfecto, Creador de cielos y tierra; el Dios único que es nuestro Padre, nuestro Hermano, nuestro Amor; el Dios trino –Padre, Hijo y Espíritu Santo- es la herencia que me espera por toda la eternidad, si soy fiel. ¿No es para gritar una y mil veces vale la pena?

¡Vale la pena (…) que nos encendamos muchas veces con este pensamiento, que renovemos constantemente nuestra esperanza sobrenatural, y especialmente cuando las personales dificultades, internas o externas, dejen sentir su peso sobre nuestras almas! (…)

¡Cuántos motivos tenemos para alimentar nuestra esperanza! En primer lugar, el hecho de que Dios haya enviado a su Hijo al mundo, para salvarnos de nuestros pecados. Y el que no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará con Él todas las cosas? (Rm. 8, 32) Pensad también en ese milagro permanente de la Presencia real de Jesucristo en la Eucaristía, hasta el fin de los tiempos, hecho por nosotros pan de vida eterna (Cfr. Jn 6, 51), viático de los que caminan hacia la patria del Cielo. ¿Cómo lo recibimos cada día? ¿Con qué deseos de mejora, de unión, de identificación? Meditemos a menudo el ejemplo de nuestro Padre [san Josemaría] (…), que nunca se acostumbró a recibirle sacramentalmente, que en cada jornada sentía crecer su hambre de Eucaristía, inseparablemente unida a aquel ardor de oración que brotaba de su alma –vultum tuum, Domine, requiram! (Salmo 26, 8)- con especial intensidad en los últimos años de su vida.” (Carta, 1-IV-89, III, n. 12-13)