Mons. Álvaro del Portillo, su figura y su papel en la historia del Opus Dei

Comunicación presentada por Marlies Kücking en el Congreso con motivo del Centenario de Álvaro del Portillo, en la Pontificia Universidad de la Santa Cruz (12-14 de marzo de 2014).

Quisiera comenzar esta comunicación con una pregunta, quizá superflua: ¿qué hace que don Álvaro fuera una persona tan excepcional, única en el Opus Dei?

Podemos adelantar algunas respuestas:

—respondió con una generosidad excepcional y fidelísima a la llamada de Dios, el mismo día que vislumbró su vocación al Opus Dei. Pero este hecho en sí, quizá no exactamente igual, lo comparte —gracias a Dios— con miles de personas de todos los continentes;

—figura entre los primeros que siguieron al fundador, junto con don José María Hernández de Garnica y don José Luis Múzquiz —más tarde sacerdotes—, Isidoro Zorzano, Tomás Alvira, de los que se ha abierto también la causa de beatificación, Juan Jiménez Vargas, y tantos otros más. Siendo un hecho de relevancia histórica, sin embargo, tampoco lo convierte en una persona única;

—será el primer miembro del Opus Dei que subirá a los altares después de San Josemaría. Obviamente, será un nuevo hito en la historia de la Obra y motivo de agradecimiento a Dios y a la Iglesia. Pero con el tiempo, le seguirán otras personas, de las que en este momento está abierta la causa de beatificación: Dora del Hoyo, Encarnita Ortega, Guadalupe Ortiz de Landázuri y Toni Zweifel, entre otros.

Entonces ¿qué es lo que le convierte en una figura clave —única e irrepetible— en la historia del Opus Dei?

Quisiera centrarme en tres aspectos de su vida santa, aunque necesariamente serán solo unos trazos breves:

—su vida junto al fundador;

—primer sucesor de San Josemaría;

—impulso apostólico y expansión del trabajo apostólico desde 1975 hasta 1994.

Don Álvaro junto al fundador del Opus Dei

Exceptuando el paréntesis de los años de la guerra civil española y de algunos brevísimos intervalos, don Álvaro estuvo al lado de San Josemaría prácticamente toda la vida desde 1935.

Siempre fue un apoyo incondicional para el fundador porque supo poner al servicio de la Obra su inteligencia preclara y, sobre todo, su fidelidad heroica y el cariño humano y sobrenatural que profesaba hacia San Josemaría.

Así, ya desde 1939, cuando San Josemaría le nombró Secretario General del Opus Dei, empezó a trabajar aún más estrechamente con el fundador.

En los años 1939-1943, además de la tarea profesional, del gobierno del Opus Dei, de la preparación para el sacerdocio, realizó continuos viajes apostólicos, en condiciones precarias y fatigosas.

Es significativo que San Josemaría le confiara a mediados de 1943 la misión de presentar —en calidad de Secretario General—, ante la Santa Sede, la documentación necesaria para lograr la primera aprobación pontificia que permitiera también la incardinación de sacerdotes. Durante su estancia en Roma (del 25 de mayo al 21 de junio), fue recibido en audiencia por el Santo Padre Pío XII y logró hacer conocer la Obra a bastantes personalidades de la Curia Romana. Como las gestiones parecían encontrar una acogida favorable, San Josemaría solicitó el Nihil obstat para erigir la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz y Opus Dei.

Unos meses más tarde, el 11 de octubre el Opus Dei recibió el Nihil obstat de la Santa Sede y Mons. Eijo y Garay —obispo de Madrid— lo erigió canónicamente el 8 de diciembre de 1943.

En febrero de 1946, don Álvaro —siendo ya sacerdote— regresó a Roma con un nuevo encargo del fundador: tramitar la aprobación canónica del Opus Dei como institución de derecho pontificio. Esta vez, se encontró con un horizonte cerrado —el Opus Dei había llegado con un siglo de anticipación, le habían dicho— y, a pesar de sus gestiones continuas, no logró resolver la situación.

Vio claro que este impasse sólo lo podía resolver el fundador: con una confianza grande en la ayuda de Dios y una fortaleza heroica escribió a San Josemaría, pidiéndole que viniera a Roma. Hablo de fortaleza porque don Álvaro sabía perfectamente que nuestro fundador sufría una grave diabetes y que el viaje era un riesgo. Aquí se aplica lo que en una ocasión oí a San Josemaría, refiriéndose a don Álvaro: «Se ha tomado la Obra en serio».

Una vez obtenido el Decretum laudis (24-II-1947), Mons. Montini —futuro Papa Pablo VI— aconsejó al fundador establecer la sede central del Opus Dei en Roma. San Josemaría encargó a don Álvaro la búsqueda de un inmueble adecuado. Son conocidas las enormes dificultades que supuso dar con una propiedad adecuada y, más aún, obtener el dinero para pagar los gastos de la casa y las obras posteriores.

Durante muchos años don Álvaro se ocupó a diario de conseguir créditos y donativos, para poder pagar puntualmente a los obreros, tanto que su salud se quebró. Cuando años más tarde se le pedía que contara sobre esa época, desviaba con elegancia la atención de su persona y se centraba en el fundador.

Además de los cargos de gobierno a nivel central, fue el primer Consiliario del Opus Dei en Italia (1947-1950) y Rector del Colegio Romano de la Santa Cruz en los años 1948-1954.

He oído al actual Prelado del Opus Dei, Mons. Javier Echevarría cómo don Álvaro se prodigó en la atención de los alumnos (él mismo era uno de ellos); del cariño con que se ocupaba de las personas más jóvenes en la Obra: eran unos dieciocho y, siendo el único sacerdote, además del fundador, todos tenían dirección espiritual con él. Atendía a cada uno sin ninguna prisa, siguiendo con verdadero interés todo lo que le decían, sin gestos de impaciencia.

Otro hecho singular y único en la historia del Opus Dei es que al día siguiente de su ordenación escuchó por primera vez la confesión del fundador —que hizo ese día confesión general— y —he oído decir varias veces a San Josemaría—, fue su confesor hasta el final de su vida. Hasta ese momento, el fundador del Opus Dei había acudido a otros sacerdotes, religiosos o seculares. El hecho de que confiara su alma a un sacerdote recién ordenado (de hecho, San Josemaría tuvo que recordarle que le impusiera la penitencia y sugerirle el comienzo de la fórmula de la absolución), pienso que habla por sí solo de la confianza llena de humildad de San Josemaría en este hijo suyo como de la categoría de don Álvaro.

Sin embargo, quisiera resaltar particularmente un factor relacionado con don Álvaro en esa época de su vida.

Me remonto al 16 de octubre de 1931 que fue un día memorable en la vida de san Josemaría: durante un trayecto en el tranvía en Madrid experimentó de un modo muy particular que era hijo de Dios. «Estuve contemplando con luces que no eran mías, esa asombrosa verdad, que quedó encendida en mi alma, para no apagarse nunca. »[1].

El Señor hizo entender a San Josemaría que la conciencia de la filiación divina había de estar en la entraña misma de la Obra.

A un nivel obviamente distinto, pero no por eso menos importante, don Álvaro se dio cuenta de que la filiación al fundador (y, más adelante, a sus sucesores en el gobierno del Opus Dei) era un punto esencial en el espíritu de la Obra. Sin una unidad efectiva y afectiva con la cabeza no podía haber frutos apostólicos. Hay que considerar que el fundador como tal iba por delante en todo, era modelo de cómo se podía vivir el espíritu de la Obra, pero era más difícil que fuera modelo del espíritu de filiación porque como fundador nunca había sido hijo en el Opus Dei.

Allí está la importancia de don Álvaro que, durante todos los años junto al fundador, tuvo como leitmotiv de su predicación la filiación y unión con el fundador, la fraternidad y la unidad.

La primera vez que asistí a una meditación suya, fue el 16 de marzo de 1958, durante un Curso de retiro espiritual, de la que conservo algunas notas:

Comenzó diciendo que hablaría de unidad y de filiación, «ex abundantia cordis —haciendo referencia a las palabras de San Mateo en el capítulo 12— como sobreabundancia de lo que llevo en el corazón».

«Las virtudes de la filiación y de la unidad —seguía— están tan radicadas, tan dentro de nuestra alma, tan dentro de nuestro corazón, que tú, hermana mía, y yo, cada uno de nosotros, vamos a abrir el corazón delante de Nuestro Señor que nos preside en el Sagrario, para darle gracias y para hacer propósitos [...]

Hemos de pedir que todos sean una sola cosa “sicut tu, Pater, in me et ego in te”[...][2]

¿Yo soy una sola cosa con Dios Nuestro Señor y es una sola cosa Él conmigo? Como ves, es oración filial la que quiso el Padre que hiciésemos: unidad con Dios Nuestro Señor porque si no hay unidad con Él, no hay verdadera vida interior; no hay apostolado eficaz; tu vida no es una entrega, sino una farsa.

La unidad es fuerza porque es unión con Dios, y por amor de Dios; porque es unión a Él: unión de caridad, de voluntad; unión de amor sobrenatural. La unidad, si es así, nos lleva a poner el hombro unos por otros, a ejercitar la corrección fraterna, a vivir la mortificación, a hacer lo que sea necesario para ayudar.

Habrá siempre, dentro de nuestra familia sobrenatural, un Padre, hijos, hijas, pero aquel Padre, ya no será nuestro Padre: se le deberá cariño y devoción grandísimos, pero no será ya el fundador.

Terminó diciendo: Cuando Dios nuestro Señor promueve una Obra, elige un fundador o fundadora. Él, el Señor, ha querido que en el Opus Dei hubiera un solo Padre para los hijos y para las hijas, formando así una sola familia sobrenatural. El Señor elige un hombre y hace que ese hombre encarne el espíritu nuevo que ha querido promover en la tierra por medio de esa fundación. Y ese hombre, ese fundador, es espejo, es ejemplo; encarna el espíritu, las virtudes que hemos de vivir. Procura aprender del Padre».

Los días del santo y cumpleaños de don Álvaro, nuestro fundador solía tener, sobre todo en los últimos años de su vida, el detalle de que algunas de sus hijas asistiésemos a la Santa Misa que celebrase el Siervo de Dios. Generalmente, don Álvaro aprovechaba esa ocasión para pronunciar una pequeña homilía, en la que siempre —como ya he señalado— trataba de unir más a nuestro fundador y de empujar al cariño mutuo.

El 19 de febrero de 1968, por ejemplo, mencionó que era más fácil que los hermanos se amen mucho entre ellos, si son buenos hijos de sus padres. Y, añadiendo: -«perdonad que os hable de mí: sé que rezáis siempre para que sea bueno y fiel»— afirmó que tuvo la gracia de Dios de trabajar dentro del Opus Dei en este sentido: fue el primero que empezó a recibir las confidencias de sus hermanos, y siempre insistió en que, para ser fieles, había que querer al Padre. Indudablemente se había tratado de una luz especial de Dios, como señalé anteriormente. El Siervo de Dios se quitó cualquier mérito personal al respecto, diciendo que había resultado fácil, por el buen espíritu de todos y de todas, y porque veía de qué forma nuestro fundador vivía la doctrina de San Pablo en una de sus Epístolas: ¿quién de vosotros enferma que yo no enferme?, ¿quién sufre que yo no sufra?[3]. Había visto al Padre vivirlo con tanto amor de Dios, tan intensamente y con tantos detalles humanos, que era fácil impulsar a los primeros fieles de la Obra a que vivieran la filiación.

Don Álvaro vivía y vibraba al unísono con nuestro fundador: a una persona que no le conociese, podría llamarle la atención que en los ratos de vida en familia con nuestro Padre pasaba inadvertido pero, ante el más leve gesto de nuestro fundador, sabía facilitar un dato, añadir una nota de humor, etc. Al comentar con otras personas detalles de esas tertulias y mencionar a don Álvaro, me ha sucedido más de una vez que preguntaban sorprendidas: ¿pero estaba don Álvaro?

Era el suyo un silencio elocuente; he ponderado más de una vez esa actitud y pienso que una persona puede estar en silencio:

—porque es silenciosa como modo de ser o porque no tiene nada que decir: ninguna de las dos cosas se aplican obviamente a don Álvaro;

—porque está atenta a las palabras de Dios, de otra persona —así eran los silencios de la Virgen, de San José— y ése era el caso de don Álvaro. Estaba siempre pendiente de nuestro fundador y, en ese estar pendiente, se daban varias facetas perfectamente unidas: escuchaba con la misma atención de asombro y de cariño, deseoso de aprender, como si le hubiera conocido hacía poco. Una demostración clara de esto me parece la actitud que se observa en las tertulias filmadas con San Josemaría. A la vez, como conocía perfectamente a nuestro fundador, se puede decir que adivinaba su pensamiento y, en cualquier momento, era capaz de facilitar un dato o intervenir con una palabra oportuna.

He podido comprobar esta actitud del Siervo de Dios durante muchos años en las reuniones de trabajo de la Asesoría Central: don Álvaro estaba pendiente en todo momento de nuestro fundador como si le escuchara la primera vez; al mismo tiempo, seguía perfectamente el hilo de pensamiento de nuestro Padre y, por supuesto, intervenía siempre que hacía falta, dando su parecer con toda claridad;

—en otro sentido, se puede considerar el silencio de don Álvaro como muestra de fortaleza en la adversidad y en la contradicción: supo estar al lado de nuestro fundador en los momentos de las grandes dificultades, siendo para él la roca —saxum, le gustaba llamarle— en la que podía apoyarse, sin que se le escapara una queja, una mala cara.

Se trataba de un silencio activísimo, pero sin agitación, con la fecundidad de la persona que sólo piensa en servir, olvidándose de sí misma y cuya existencia entera está en función de la misión que Dios le ha confiado. Misión única, vivida durante cuarenta años y que en el Opus Dei no se dará nunca más; ciertamente habrá siempre un Padre y, a su lado, el Vicario General, los custodes[...]; pero ya no se tratará del fundador, ni del primer sucesor.

En el funeral público solemne de don Álvaro en Sant'Eugenio a Valle Giulia el 25 de marzo de 1994, Mons. Echevarría reflejó esta idea en su homilía: «Nonostante le sue grandissime qualità intellettuali e morali, non ha mai voluto brillare di luce propia, ma ha cercato di riflettere costantemente la luce dello spirito voluto da Dio per l'Opus Dei[...] Lavorò tanto, senza far rumore, cercando solo la gloria di Dio e il bene delle anime»[4].

Si en el Opus Dei se vive una estrecha unión, llena de cariño filial, con el Prelado y una unión fraterna entre todos, se debe en primer lugar a una gracia de Dios y a la enseñanza del fundador, pero también a la herencia que ha dejado don Álvaro.

Primer sucesor de San Josemaría

Es lógico que el fallecimiento del fundador o fundadora de una institución signifique un momento importante y delicado: es posible que se produzca una merma en el espíritu, que haya modificaciones que no se deban a los cambios naturales a lo largo de los tiempos. San Josemaría, buen conocedor de la historia de la Iglesia en este sentido, tenía la certeza —se lo he oído en distintos momentos— que eso no sucedería en el Opus Dei. Lo podía manifestar así, porque confiaba en la gracia de Dios y había puesto todos los medios para preparar a la persona que podía sustituirle y para asegurar la continuidad.

En efecto, don Álvaro fue este hombre fiel, primero como hermano mayor, luego como padre de la familia del Opus Dei. Ahora la filiación tomaba un cariz distinto, pero igual o más intenso, si cabe. Sentía la responsabilidad de transmitir fielmente el espíritu del Opus Dei y, del mismo modo que fue modelo de hijo, en vida de nuestro fundador, lo fue como padre después de su fallecimiento.

Pocos días después del fallecimiento de San Josemaría comentó que se había propuesto —convencido de que el Padre lo había puesto en su corazón— vivir mejor la filiación divina, viviendo mejor la filiación con nuestro fundador.

«Yo soy sacerdote porque me llamó Dios a través del Padre», recuerdo que comentó en una homilía de una de las Misas que celebró en el oratorio de Santa María de la Paz en Villa Tevere, hoy iglesia prelaticia: «Y vosotras, hermanas mías, si tenéis el amor a Dios sobre todas las cosas, si tenéis la vocación y queréis ser fieles, es por la gracia de Dios a través del Padre».

No se cansó de recordar el deber de estar más unidos entre nosotros; que no hubiera críticas ni murmuraciones que resquebrajasen el ambiente, la vida de familia por la que tanto se había esforzado nuestro fundador. Son paradigmáticas unas palabras en la homilía del 27 de junio de 1975 en el funeral de San Josemaría en Santa María de la Paz, de las que tomé alguna nota: «Muchas veces el Padre, antes de morir, decía: Hijos míos, o hijas mías, cuando yo muera no ha de pasar absolutamente nada. Y eso es lo que nos pide a nosotros[...] quiere que sigamos el camino que nos ha marcado: bien apiñados, formando una familia bien unida por ese espíritu que nos ha dejado el Padre: un espíritu que es más poderoso que los lazos de la carne».

Con cariño de buen hijo pedía también —aunque estábamos seguros que estaba en el cielo— que no olvidásemos la obligación de piedad filial de rezar por el Padre, y de pedir esa limosna de la oración también a personas que no eran del Opus Dei.

Después de su elección como sucesor de San Josemaría, insistía con frecuencia en la responsabilidad que teníamos de haberle elegido, pidiendo que rezásemos para que fuera buen arcaduz de la gracia de Dios. Afirmaba que su caso era diferente al del Padre ya que era el fundador. Reiteraba que su tarea era mantener el espíritu; procurar que se mantuviera exactamente igual, y que se transmitiera así a las otras generaciones; y que por eso nos pedía oraciones. Nos decía que nadie da lo que no tiene y si ahora no tuviera el espíritu del Padre, ¡sería tremendo!

La idea de que tenía que ser arcaduz, la repitió en muchos momentos. Recuerdo por ejemplo, el 3 de octubre de 1975 nos pidió oraciones para que fuese ese conducto limpio que dejara pasar la gracia de Dios, ya que así habría fecundidad en ese jardín maravilloso del Opus Dei.

Mencionó también en distintos momentos la idea —que ya he referido antes— de que muchas instituciones, mientras vive el fundador, son como un río que se sale de madre. Mientras vivía el Padre, era así y sigue siéndolo; el Opus Dei es como un río que se sale de madre, que inunda y fecunda todo[...] No lo podemos convertir en un riachuelo, un hilo fino. Nos enseñó que desde el gobierno central teníamos que hacer que la Obra sea ese río que se sale de madre, que fecunda, que quema: que quema si es fuego, que fecunda si es agua.

En la labor de gobierno de la Asesoría Central vivió con esmero la colegialidad: he visto cómo escuchó a todas las personas que debían intervenir en un asunto, fomentando la libertad para opinar —también a las que tenían aún poca experiencia—, estimulando así la responsabilidad individual.

Impulso y expansión de la labor apostólica desde 1975 hasta 1994

Don Álvaro era muy consciente de que desde el 15 de septiembre de 1975 era el padre de una gran familia sobrenatural y que había recibido una herencia, en la que, junto a la fidelidad inquebrantable a su espíritu, había que desarrollar nuevas labores apostólicas, fortalecer las existentes, y afrontar tareas que en vida del fundador, por motivos diversos, no se habían podido iniciar. En el marco de esta comunicación obviamente no es posible enumerar todas las iniciativas por lo que me limitaré a unas pocas que me parece reflejan particularmente el buen hacer de este hijo fidelísimo de San Josemaría.

En primer lugar, quisiera destacar su empeño durante los primeros años de sucesor por lograr el estatuto jurídico del Opus Dei: había sido la intención especial del fundador desde hacía muchísimos años: incluso había ofrecido por esta intención el no verla realizada en su vida.

Sin embargo, el Siervo de Dios consideró conveniente dejar pasar un tiempo antes de hacer una petición formal a la Santa Sede, para evitar que personas que no habían conocido la voluntad del fundador sobre el tema, pudiesen hacer interpretaciones equivocadas. Considero que fue una actitud particularmente prudente, sabiendo además que se trataba de una cuestión institucional que le urgía.

Así lo manifestó a Pablo VI el 5 de marzo de 1976, en la primera audiencia que le concedió como Presidente General del Opus Dei.

Dos años más tarde, en otra audiencia —el 19 de junio de 1978— el Santo Padre le animó a presentar la documentación oportuna, de acuerdo con el espíritu del fundador. Antes de poder entregar la solicitud, falleció Pablo VI.

Hacia finales de 1978 se reanudaron las gestiones. El 15 de noviembre de ese año, Juan Pablo II envió a don Álvaro una carta autógrafa, felicitando por las Bodas de oro del Opus Dei que se habían celebrado el 2 de octubre. Venía acompañada de una carta del Cardenal Secretario de Estado, urgiendo en la solución del problema del status jurídico del Opus Dei. Como buen hijo de la Iglesia y siguiendo el ejemplo de nuestro fundador, el Siervo de Dios puso enseguida los medios para reiniciar las gestiones necesarias: puedo testimoniar que, además del ingente trabajo, en todo momento don Álvaro puso primero y con constancia los medios sobrenaturales, pidiendo oraciones, mortificaciones, ofrecimiento del trabajo y de las incidencias de la vida ordinaria, visitas a santuarios de Nuestra Señora. Pedía también oraciones a las comunidades de religiosas, sobre todo a las contemplativas.

Junto con los medios sobrenaturales fue incesante el trabajo que realizó personalmente: viajes a distintos países europeos, gestiones y visitas a autoridades eclesiásticas.

Durante este tiempo se produjeron dificultades de todo tipo: malentendidos, calumnias, tergiversación de lo que se pretendía. Don Álvaro veía en estos ataques una conjura de distintas corrientes contra la Iglesia, contra el Papa y contra los que luchan por ser leales a la Iglesia y al Santo Padre. Jamás se le oía una crítica, insistía en la necesidad de perdonar y de ofrecer la contrariedad que suponía. Quedaba patente que lo que le importaba era la ofensa a Dios que suponían las calumnias.

Cuando finalmente el 28 de noviembre de 1982 Juan Pablo II erigió el Opus Dei en Prelatura personal, hecho que culminó el 19 de marzo de 1983 con la ejecución de la Bula Ut sit, el Siervo de Dios manifestó una alegría profunda. Declaró que el año 1983 fuese Año Mariano, para manifestar a la Santísima Virgen el agradecimiento de todos los miembros del Opus Dei.

Otra de las tareas que emprendió don Álvaro como buen hijo fue el empeño por promover la causa de beatificación y canonización de nuestro fundador, respetando con esmero todo lo establecido por la normas del Derecho Canónico. Como en todo, iba por delante: eran continuas las referencias a los escritos y enseñanzas de San Josemaría en su predicación y en los ratos de trabajo de gobierno y de familia.

Pidió que todos y todas escribiesen los recuerdos personales que tenían de nuestro fundador.

Acudía mucho a la intercesión de nuestro fundador. Pocos días después del fallecimiento de San Josemaría manifestó que hacía todos los días una novena pidiendo a nuestro fundador que concediera todas las peticiones que la gente le hace con la oración de la estampa.

Personalmente dedicó los veranos de 1975 y posteriores para escribir los recuerdos personales de nuestro fundador. En 1978, a causa del fallecimiento del Papa Pablo VI, tuvo que interrumpir este trabajo para regresar a Roma antes de lo previsto. Durante las semanas de agosto y septiembre de 1978 muchos Cardenales le urgieron a iniciar cuanto antes la causa de canonización del fundador, porque sería un bien para toda la Iglesia.

Fue enorme su alegría y su agradecimiento cuando el 5 de febrero de 1981 la Santa Sede concedió Nihil obstat para poder comenzar el proceso para la Causa.

Así lo fue también el 9 de abril de 1990 cuando se hizo pública la declaración de las virtudes heroicas de nuestro fundador; y el 6 de julio de 1991 con el decreto super miro.

El 24 de septiembre de 1991, como había hecho en ocasiones semejantes, dio la noticia de la fecha de la beatificación en un oratorio.

Siguieron meses de intensa preparación, dirigida e impulsada constantemente por don Álvaro. Además de la dedicación a las cuestiones organizativas, recomendaba la necesidad de crecer cada día en nuestra entrega a Dios, encomendando ese acontecimiento y sin preocuparnos por posibles dificultades que de hecho se produjeron.

En enero de 1992, p.ej., la revista Newsweek lanzó unas calumnias tremendas contra nuestro fundador y contra la Obra. En medio del intenso trabajo para aclarar las cosas, impresionaba la serenidad y visión sobrenatural de don Álvaro. No se oyó nunca una crítica hacia las personas: se veía que le dolía la ofensa a Dios que suponían las calumnias; la falta de lealtad en la violación del secreto de oficio, el hecho de que alguien hubiera sacado de su lugar en el dicasterio correspondiente del Vaticano la Positio del Proceso de Beatificación o parte de ella.

Perdonaba —también en esto era buen hijo de nuestro fundador— y rezaba, también para que aquellas personas se convirtiesen.

Los días extraordinarios entre el 17 —fecha de la beatificación del fundador— y 21 de mayo de 1982 los vivió don Álvaro con una alegría inmensa y una honda acción de gracias. Alegría grande por ver a nuestro fundador exaltado y elevado a los altares y, de parte de sus hijos e hijas un agradecimiento enorme hacia don Álvaro por su fidelidad extraordinaria a nuestro fundador y al espíritu del Opus Dei desde la marcha al Cielo de San Josemaría.

Días después comentó que ya podía entonar el nunc dimittis[5]. Se habían cumplido dos tareas transcendentales en la vida del Opus Dei: la solución de la cuestión jurídica de la Obra y la elevación del fundador a los altares.

Durante el tiempo al frente del Opus Dei Mons. del Portillo impulsó y siguió muy de cerca, el inicio de la labor apostólica estable de la Prelatura en 21 nuevos países de los 5 continentes[6].

Pocos días antes de su marcha al cielo, víspera de su viaje a Tierra Santa, dio indicaciones para estudiar el comienzo de la labor en Kasakhstán, siguiendo una petición del Santo Padre, Juan Pablo II.

Como es obvio, no me puedo detener en profundizar en los comienzos de los distintos países —pienso que la relación ya habla por sí misma— ni en enumerar las labores que promovió dirigidas a personas de todas las clases sociales. Solo mencionaré dos, porque además suponía dar cumplimiento a dos sueños de San Josemaría:

—en primer lugar la Pontificia Università della Santa Croce en la que tienen lugar estas jornadas. Como todo lo grande empezó en un marco muy reducido y con pocos alumnos y alumnas, pero, gracias al empeño de don Álvaro y la colaboración abnegada de tantas personas es hoy una realidad espléndida al servicio de la Iglesia;

—otro logro suyo fue el traslado del Colegio Romano de Santa María[7] desde Castelgandolfo a Roma. Vio la necesidad de conseguir una mayor cercanía a la sede habitual del Romano Pontífice, hacer posible una mayor dedicación del Prelado y de las Directoras de la Asesoría Central a la formación, teniendo en cuenta que, con el aumento del tráfico entre Roma y los Castelli Romani los viajes suponían una inversión de tiempo enorme para las estudiantes y el profesorado. Gracias a Dios, desde octubre de 1992 las alumnas se pudieron trasladar a la sede actual de Villa Balestra, en Via dei Monti Parioli, desde la que muchas estudiantes acuden a las aulas de esta universidad.

Quisiera acabar con unas palabras que hace pocos meses pronunció en esta sede Mons. Javier Echevarría, Obispo Prelado del Opus Dei, refiriendose a San Josemaría:[...] «l'influsso dei santi non si esaurisce negli eventi vissuti da loro; [...]non si estende solo agli anni della sua vita [...] ma continua ad essere efficace anche ai giorni nostri»[8].

Pienso que el mismo hecho de la ya próxima beatificación del Siervo de Dios Álvaro del Portillo son una demostración de esta verdad.

Será siempre una realidad lo que San Josemaría hizo grabar en piedra encima de la puerta de su habitación de trabajo: Vir fidelis multum laudabitur[9].

Marlies Kücking


[1] cfr. Carta 9-I-1959, n.60 y 8-XII-1949, n.41 citadas en ANDRÉS VÁZQUEZ DE PRADA, El fundador del Opus Dei, Tomo I, pg. 390

[2] cfr. Joh 17,21

[3] II Cor XI, 29

[4]ROMANA, Bollettino della Prelatura della Santa Croce e Opus Dei, Anno X, Num.18,pag.33

[5] cfr. Lc 2, 30

[6] —África: Camerún, Congo y Costa de Marfil;

—América: República Dominicana, Bolivia, Nicaragua, Honduras,

y Trinidad-Tobago;

—Asia: Singapur, Taiwan, India, Hong-Kong y

Macau;

—Oriente Medio: Israel;

—Europa: Polonia, Suecia, Finlandia, Hungría, Chequia

y Eslovaquia;

—Oceanía: Nueva Zelanda.

[7] Centro Interregional de estudios en el que se forman mujeres del mundo entero.

[8] Convegno internazionale "San Josemaría e il pensiero teologico". Roma, 14 a 16 novembre 2013.

S.E.R Mons JAVIER ECHEVARRÍA: Cinquant'anni dopo il Concilio Vaticano II: il contributo di San Josemaría.

[9] Prv, 28, 20