Los míos, los tuyos, el nuestro

A los 33 años Liliana Olivieri tuvo su sexta hija y a los pocos meses su marido se murió repentinamente. De pronto se vio con una familia que debía sacar adelante y muy sola.

Liliana y Pablo.

Había conocido la Obra ocho años atrás. Para ella “Dios se acercó” en el momento justo porque sin la ayuda y la formación cristiana que recibió confiesa que no habría podido salir adelante. Ahora, después de 18 años, cuenta cómo lo logró, cómo fue su segundo matrimonio con un hombre viudo y con tres hijos pequeños, y el desafío de estudiar una carrera universitaria siendo madre de 10 chicos y trabajando más de ocho horas fuera de casa.

Liliana no pierde la sonrisa. Es conocida en la ciudad donde vive porque, con el tiempo, se ha convertido en un referente en temas de familia y educación sexual. Además de dar muchos cursos, suele ser una persona invitada para participar de debates en los medios de comunicación y lo hace con mucha soltura. Pero detrás de esa gran sonrisa se esconde una vida de pesares y esfuerzos que supo llevar con gallardía.

Algo le quedó grabado de su madre: “No hay que dramatizar, hay que hacer lo que hay que hacer y, cuando lo hacés, hay que cantar”. Esa fue la base sobre la que, luego, con la gracia de Dios, fue construyendo y asentando las virtudes y una fe robusta, que fue in crescendo con su acercamiento a la Obra.

“Me acuerdo de que, cuando llegué al Opus Dei, mis sueños eran muy sencillos: criar mis hijos, trabajar… pero no tenía ni idea del gran proyecto de vida que Dios me tenía preparado".

Se casó joven, a los 21 años, enamoradísima de Gustavo. Felices tuvieron a su primer hijo, pero desde entonces ella comenzó a padecer problemas de salud que le impedían volver a quedar embarazada. “Yo soñaba con una familia con tres hijos, una vida sencillita y trabajar; pero cuando me vi en la angustia de no quedar embarazada agarré una estampa de nuestro Padre (se refiere a San Josemaría , en tono familiar) que mi hermano había dejado alguna vez en mi casa”, recuerda. Le empezó a rezar convencida de que la escucharía. Y le pidió quedar embarazada de una nena, que naciera de parto normal y fuera rubia. Con estas pretensiones le prometió a nuestro Padre que, si se lo concedía, ella acudiría a un centro de la Obra . “Qué ridícula me siento ahora, pero entonces tenía 24 años y me acuerdo que dije que rezaría la estampa hasta que consiguiera todo lo que le pedía”.

Al tiempo quedó embarazada, y nació su segunda hija con parto normal y además ¡era rubia! “Llamé a mi hermano para preguntarle dónde había un centro en Rosario y con la beba muy chiquita me fui para allá. Toqué el timbre y dije que me quería inscribir en la Obra”, cuenta riéndose.

Pasó muy poco tiempo y Liliana pidió la admisión en el Opus Dei . Sus problemas de salud no habían vuelto y llegó a tener seis hijos, a la par que trabajaba como contadora en un jardín de infantes, cuya dirección espiritual estaba a cargo de gente de la Obra. Allí descubrió un interés muy grande por los temas de familia.

La familia al completo.

“Me acuerdo de que, cuando llegué al Opus Dei, mis sueños eran muy sencillos: criar mis hijos, trabajar… pero no tenía ni idea del gran proyecto de vida que Dios me tenía preparado. Por eso, para mí, la Obra fue padre y madre. Le debo mi proyecto de vida; inclusive la existencia de muchos de mis hijos, porque hubiera parado al tercero. Por eso pienso que los que vinieron después son hijos también de nuestro Padre. La existencia de ellos dependió en gran parte de todo lo que aprendí en la Obra”, confiesa emocionada.

Y a la vuelta de la esquina la esperaba la experiencia del dolor . Al poco tiempo de nacer su sexta hija, su marido falleció repentinamente. “Fue un dolor enorme, tenía 33 años, seis hijos, el más grande de 11 años. Mi vida se había convertido en un caos total, que pude atravesar con dignidad solamente porque era de la Obra”, dice convencida. Y agrega: “Entendí lo ordenado que había sido Dios conmigo, pues había permitido que el Opus Dei llegara a mi vida antes que el dolor”.

“Los primeros años de viudez tuve una gran necesidad de poner orden en mi casa, en mi cabeza, con mis hijos y asumir la condición de viuda. En esto estaban todas mis energías”.

“Los primeros años de viudez tuve una gran necesidad de poner orden en mi casa, en mi cabeza, con mis hijos y asumir la condición de viuda. En esto estaban todas mis energías”. En ese tiempo, Liliana también organizaba actividades de formación para padres del jardín de infancia y aprovechó el contacto con académicos y expertos en familia para preguntarles cómo hacer, cómo sacar adelante la familia con los chicos tan pequeños. “No dormía bien, tenía mucha ansiedad y estaba muy cansada”, rememora. En una de estas charlas con expertos, uno de ellos le dijo: “Si yo le diera un consejo, la estaría estafando. Lo que tiene que hacer es estudiar familia y esto será su compañía”, cuenta Liliana con un recuerdo que conserva muy vívido.

“Esa respuesta me abrió un nuevo panorama: cambié de Ciencias Económicas a Familia, lo que hoy es mi quehacer diario, un trabajo que me insume mucho tiempo y que es maravilloso. A mí me permitió reaprender a vivir e ir sacando adelante a mis hijos”. Liliana estudiaba y descubría valores inmensos de la familia, a la vez que sacaba conclusiones prácticas para aplicar en el día a día del hogar. “Tanto me ayudó que surgió en mí una vocación muy fuerte por enseñar a otros a hacer familia, algo que hoy ocupa en mí una gran cantidad de horas”.

Volver a empezar

Pasaron los años y Liliana cuenta que un día dijo “basta de viudez, porque necesitaba poder compartir con otro adulto el proyecto que había empezado y lo que estaba aprendiendo. Pensé que era hora de volver a casarme”.

Llamó a una amiga y se fueron juntas a hacer una romería con un propósito explícito: pedir a la Virgen María alguien para que Liliana pudiera casarse. A fin de mes conoció a Pablo Pérez Bicecci, un hombre viudo y con hijos de 3, 5 y 7 años. “Encontré en él una unicidad total. Él me preguntaba cómo sacar adelante sus hijos y en un momento le dije que tenía que rehacer su vida, y él me respondió que no sería fácil. Yo no soy uno sino soy cuatro, quien se enamore de mí se tendría que enamorar de mis hijos y, a su vez, tendría que encontrar una mujer a quien pudiera ver también como madre , me dijo Pablo”, recuerda Liliana. En ese momento, se fundió la magia y ella se dio cuenta de que los dos querían lo mismo: “Yo era siete y mis hijos también necesitaban un padre”.

Liliana y Pablo.

Encontraron que los dos tenían los mismos valores e historias muy similares. Estuvieron cinco meses de novios y se casaron en una iglesia llena. Los padrinos fueron los chicos y a los tres años de ese día nació Tomás, el décimo hijo.

Pasaron los años y Liliana cuenta que un día dijo “basta de viudez, porque necesitaba poder compartir con otro adulto el proyecto que había empezado y lo que estaba aprendiendo. Pensé que era hora de volver a casarme”.

“Entonces me encontré con un nuevo desafío que era el poder adoptar a los tres hijos de Pablo y quererlos como si fueran míos, para que no existieran diferencias entre unos y otros, y a la vez poder tener un hijo en este nuevo matrimonio”, expresa.

“Reconozco que la generosidad con los hijos hace que el corazón se ensanche. Con cada uno el corazón crece y sentís que no te sobra ninguno, y que cada uno está muy bien puesto en mi vida, que son fuente de rezo, de luchas. Entonces le digo a nuestro Padre, san Josemaría: te creo, me convenciste de que la familia es una fuente de santidad”, comenta con una sonrisa cómplice.

Familia, trabajo y estudio

Al trabajo de sacar diez hijos adelante, Liliana le agregó el trabajo, que no pudo dejar por una cuestión de necesidad económica, y el estudio, porque cuando terminó el máster en familia se dio cuenta de que podría llegar a más si estudiaba Psicología: empezó cuando su novena hija tenía 12 años y el más chiquito seis.

“Siempre tuve una certeza muy grande de que cuando le pedí a Dios que mi proyecto le pudiera servir a Él, me lo mostrara y facilitara, y sino que no se diera, pero se dio y pude hacer la carrera en 5 años trabajando fuera de casa y con los 10 chicos”.

En el día del casamiento con los 6 de ella y los 3 de él.

Actualmente Liliana tiene su consultorio particular donde hace, sobre todo, terapia de parejas, da conferencias y tiene a su cargo la formación de un grupo de padres. “En el consultorio tengo en claro que el 75% de mi trabajo consiste en ayudar o enfrentar situaciones que surgen de problemas morales, que después terminan en problemas psicológicos: no tener en claro el norte”, dice.

Sale temprano y vuelve tarde a su casa, lista para arremangarse, ponerse el delantal y preparar la cena, escuchar las cuitas de sus hijos y hacer las tareas del día siguiente.

"...para mí no supone un drama hacer las cosas de la casa cuando llego. Tengo conciencia de premio."

Todo esto, además de una importante organización, también supone la colaboración de cada uno de los chicos y la ayuda de Paola, una chica que fue a vivir con ellos porque quería estudiar una carrera universitaria, y trabaja en la casa haciendo de todo un poco.

Durante la mañana está Paola y se encarga de cocinar al mediodía. A la noche, el turno le toca a Liliana. “Cuando llego, los más grandes, en general, no están porque tienen distintos horarios y obligaciones. Entonces puedo preparar la cena con los más chicos y charlar con ellos”.

Mientras tanto, a la tarde, los más grandes ayudan a Tomás a hacer los deberes y a que se bañe para estar listo para cuando llegue mamá. Al final del día se reúnen los trece (Paola incluida) para la cena, que es el momento que comparten más intensamente. Y Liliana revela su secreto: “La verdad es que para mí no supone un drama hacer las cosas de la casa cuando llego. Tengo conciencia de premio. Mi mamá decía que si Dios te mandaba algo era porque seguro te iba a premiar. Es una cuestión de tiempo, nada más. Y nuestro Padre nos enseñó el optimismo realista”.

Liliana mira los rostros de cada uno y cuando detecta que algo no anda bien sabe encontrar el momento para despertar una conversación profunda. “A veces alguno necesita hablar más con nosotros y dejo todo preparado y salimos a comer afuera con ese hijo malherido”, cuenta. En otras ocasiones se tiene que quedar de noche para preparar clases y durante la cena aprovecha para pedirles a los chicos ideas y ejemplos, “o les pido que recuerden anécdotas de las veces que hice algo mal o bien y nos matamos de risa, y eso es muy bueno, nos divertimos juntos”. Después siempre hay alguno que la ayuda a armar el powerpoint. “Mi trabajo siempre es en equipo”, dice divertida.

La familia completa, con los diez hijos.

Pensativa Liliana comenta: “Mis hijos fueron la escuela que luego yo sellé con la teoría”. De ahí sacó dos claves para hacer todo compatible:

- Tener conciencia cierta de dónde está lo importante: jerarquía en la cabeza. Lo importante es la familia, lo importante está en casa; el trabajo es aleatorio, hoy está y mañana tal vez no. “A mí me costó muchas lágrimas aprenderlo, y es lo que siempre me dijeron en la Obra. Yo hoy sé que en el trabajo me pueden reemplazar pero en mi casa no”.

- Hay que preguntarse ¿dónde están tu cabeza y tu corazón? El aplauso categórico que significa el sueldo a fin de mes te flashea porque en tu casa no te pagan: por eso hay que tener todos los días en la mente, y repetirlo: aquello de que uno en su casa no está picando piedras sino que está construyendo catedrales.

“Yo estoy construyendo catedrales y el trabajo me gusta muchísimo, pero es sólo un medio”, concluye Liliana sonriente y dispuesta a renovar, como siempre, la ilusión.