El Papa, en Corea: "¿Hay algo por lo que estaríamos dispuestos a morir?"

Del 13 al 18 de agosto, Papa Francisco está realizando un viaje apostólico por Corea. Antes de tomar el avión, el Santo Padre ha dicho que los jóvenes de Asia "son portadores de esperanza y energía".

JUEVES, 14 AGOSTO 2010

Encuentro con las autoridades en el Salón Chungmu de la Casa Azul, en Seúl Discurso del Santo Padre

Es una gran alegría para mí venir a Corea, la “tierra de la mañana tranquila”, y descubrir no sólo la belleza natural del País, sino sobre todo de su gente así como su riqueza histórica y cultural. Este legado nacional ha sufrido durante años la violencia, la persecución y la guerra. Pero, a pesar de estas pruebas, el calor del día y la oscuridad de la noche siempre han dejado paso a la tranquilidad de la mañana, es decir, a una esperanza firme de justicia, paz y unidad. La esperanza es un gran don. No nos podemos desanimar en el empeño por conseguir estas metas, que son un bien, no sólo para el pueblo coreano, sino para toda la región y para el mundo entero.

Agradezco a la Presidenta, Señora Park Geun-hye, su cordial recibimiento. Mi saludo se dirige a ella y a los distinguidos miembros del Gobierno. Quiero dar las gracias también a los miembros del Cuerpo Diplomático, y a todos los presentes, que han colaborado activamente en la preparación de mi visita. Muchas gracias por su acogida, que me ha hecho sentir en casa desde el primer momento.

Mi visita a Corea tiene lugar con ocasión de la VI Jornada de la Juventud Asiática, que reúne a jóvenes católicos de todo este vasto continente para una gozosa celebración de la fe común. Durante esta visita, además, proclamaré beatos a algunos coreanos que murieron mártires de la fe cristiana: Pablo Yun Ji-chung y sus 123 compañeros. Estas dos celebraciones se complementan una a otra. La cultura coreana ha sabido entender muy bien la dignidad y la sabiduría de los ancianos y reconocer su puesto en la sociedad. Nosotros, los católicos, honramos a nuestros mayores que sufrieron el martirio a causa de la fe, porque estuvieron dispuestos a dar su vida por la verdad en que creían y que guiaba sus vidas. Ellos nos enseñan a vivir totalmente para Dios y haciendo el bien a los demás.

Un pueblo grande y sabio no se limita sólo a conservar sus antiguas tradiciones, sino que valora también a sus jóvenes, intentando transmitirles el legado del pasado aplicándolo a los retos del presente. Siempre que los jóvenes se reúnen, como en esta ocasión, es una preciosa oportunidad para escuchar sus anhelos y preocupaciones. Además, esto nos hace reflexionar sobre el modo adecuado de transmitir nuestros valores a la siguiente generación y sobre el tipo de mundo y sociedad que estamos construyendo para ellos. En este sentido, considero particularmente importante en este momento reflexionar sobre la necesidad de transmitir a nuestros jóvenes el don de la paz.

Esta llamada tiene una resonancia especial aquí en Corea, una tierra que ha sufrido durante tanto tiempo la ausencia de paz. Por mi parte, sólo puedo expresar mi reconocimiento por los esfuerzos hechos a favor de la reconciliación y la estabilidad en la península coreana, y animar estos esfuerzos, porque son el único camino seguro para una paz estable. La búsqueda de la paz por parte de Corea es una causa que nos preocupa especialmente, porque afecta a la estabilidad de toda la región y de todo el mundo, cansado de las guerras.

La búsqueda de la paz representa también un reto para cada uno de nosotros y en particular para quienes entre ustedes tienen la responsabilidad de defender el bien común de la familia humana mediante el trabajo paciente de la diplomacia. Se trata del reto permanente de derribar los muros de la desconfianza y del odio promoviendo una cultura de reconciliación y de solidaridad. La diplomacia, como arte de lo posible, está basada en la firme y constante convicción de que la paz se puede alcanzar mediante la escucha atenta y el diálogo, más que con recriminaciones recíprocas, críticas inútiles y demostraciones de fuerza.

La paz no consiste simplemente en la ausencia de guerra, sino que es “obra de la justicia” (cf. Is 32,17). Y la justicia, como virtud, requiere la disciplina de la paciencia; no se trata de olvidar las injusticias del pasado, sino de superarlas mediante el perdón, la tolerancia y la colaboración. Requiere además la voluntad de fijar y alcanzar metas ventajosas para todos, poner las bases para el respeto mutuo, para el entendimiento y la reconciliación. Me gustaría que todos nosotros podamos dedicarnos en estos días a la construcción de la paz, a la oración por la paz y a reforzar nuestra determinación de conseguirla.

Queridos amigos, sus esfuerzos como representantes políticos y ciudadanos están dirigidos en último término a construir un mundo mejor, más pacífico, más justo y próspero, para nuestros hijos. La experiencia nos enseña que en un mundo cada vez más globalizado, nuestra comprensión del bien común, del progreso y del desarrollo debe ser no sólo de carácter económico sino también humano. Como la mayor parte de los países desarrollados, Corea afronta importantes problemas sociales, divisiones políticas, inequidades económicas y está preocupada por la protección responsable del medio ambiente. Es importante escuchar la voz de cada miembro de la sociedad y promover un espíritu de abierta comunicación, de diálogo y cooperación. Es asimismo importante prestar una atención especial a los pobres, a los más vulnerables y a los que no tienen voz, no sólo atendiendo a sus necesidades inmediatas, sino también promoviendo su crecimiento humano y espiritual. Estoy convencido de que la democracia coreana seguirá fortaleciéndose y que esta nación se pondrá a la cabeza en la globalización de la solidaridad, tan necesaria hoy: esa solidaridad que busca el desarrollo integral de todos los miembros de la familia humana.

En su segunda visita a Corea, hace ya 25 años, san Juan Pablo II manifestó su convicción de que «el futuro de Corea dependerá de que haya entre sus gentes muchos hombres y mujeres sabios, virtuosos y profundamente espirituales» (8 octubre 1989). Haciéndome eco de estas palabras, les aseguro el constante deseo de la comunidad católica coreana de participar plenamente en la vida del país. La Iglesia desea contribuir a la educación de los jóvenes, al crecimiento del espíritu de solidaridad con los pobres y los desfavorecidos y a la formación de nuevas generaciones de ciudadanos dispuestos a ofrecer la sabiduría y la visión heredada de sus antepasados y nacida de su fe, para afrontar las grandes cuestiones políticas y sociales de la nación.

Señora Presidenta, Señoras y Señores, les agradezco de nuevo su bienvenida y su acogida. El Señor los bendiga a ustedes y al querido pueblo coreano. De manera especial, bendiga a los ancianos y a los jóvenes que, preservando la memoria e infundiéndonos ánimo, son nuestro tesoro más grande y nuestra esperanza para el futuro.

* * *

Encuentro con los obispos de Corea en la sede de la Conferencia Episcopal Coreana Discurso del Santo Padre

Agradezco a Mons. Peter U-il Kang las fraternas palabras de bienvenida que me ha dirigido en nombre de todos. Es una bendición para mí estar aquí y conocer personalmente la vitalidad de la Iglesia coreana. A ustedes, como Pastores, corresponde la tarea de custodiar el rebaño del Señor. Son los custodios de las maravillas que él realiza en su pueblo. Custodiar es una de las tareas confiadas específicamente al Obispo: cuidar del Pueblo de Dios. Como hermano en el Episcopado, me gustaría reflexionar hoy con ustedes sobre dos aspectos centrales del cuidado del Pueblo de Dios en este país: ser custodios de la memoria y ser custodios de la esperanza.

Ser custodios de la memoria. La beatificación de Pablo Yun Ji-chung y de sus compañeros constituye una ocasión para dar gracias al Señor que ha hecho que, de las semillas esparcidas por los mártires, esta tierra produjera una abundante cosecha de gracia. Ustedes son los descendientes de los mártires, herederos de su heroico testimonio de fe en Cristo. Son además herederos de una extraordinaria tradición que surgió y se desarrolló gracias a la fidelidad, a la perseverancia y al trabajo de generaciones de laicos. Ellos no tenían la tentación del clericalismo: eran laicos, caminaban ellos solos. Es significativo que la historia de la Iglesia en Corea haya comenzado con un encuentro directo con la Palabra de Dios. Fue la belleza intrínseca y la integridad del mensaje cristiano –el Evangelio y su llamada a la conversión, a la renovación interior y a una vida de caridad– lo que impresionó a Yi Byeok y a los nobles ancianos de la primera generación; y la Iglesia en Corea mira ese mensaje, en su pureza, como un espejo, para descubrirse auténticamente a sí misma.

La fecundidad del Evangelio en la tierra coreana y el gran legado transmitido por sus antepasados en la fe, se pueden reconocer hoy en el florecimiento de parroquias activas y de movimientos eclesiales, en sólidos programas de catequesis, en la atención pastoral a los jóvenes y en las escuelas católicas, en los seminarios y en las universidades. La Iglesia en Corea se distingue por su presencia en la vida espiritual y cultural de la nación y por su fuerte impulso misionero. De tierra de misión, Corea ha pasado a ser tierra de misioneros; y la Iglesia universal se beneficia de los muchos sacerdotes y religiosos enviados por el mundo.

Ser custodios de la memoria implica algo más que recordar o conservar las gracias del pasado. Requiere también sacar de ellas los recursos espirituales para afrontar con altura de miras y determinación las esperanzas, las promesas y los retos del futuro. Como ustedes mismos han señalado, la vida y la misión de la Iglesia en Corea no se mide en último término con criterios exteriores, cuantitativos o institucionales; más bien debe ser considerada a la clara luz del Evangelio y de su llamada a la conversión a Jesucristo. Ser custodios de la memoria significa darse cuenta de que el crecimiento lo da Dios (cf. 1 Co 3,6), y al mismo tiempo es fruto de un trabajo paciente y perseverante, tanto en el pasado como en el presente. Nuestra memoria de los mártires y de las generaciones anteriores de cristianos debe ser realista, no idealizada ni “triunfalista”. Mirar al pasado sin escuchar la llamada de Dios a la conversión en el presente no nos ayudará a avanzar en el camino; al contrario, frenará o incluso detendrá nuestro progreso espiritual.

Además de ser custodios de la memoria, queridos hermanos, ustedes están llamados a ser custodios de la esperanza: la esperanza que nos ofrece el Evangelio de la gracia y de la misericordia de Dios en Jesucristo, la esperanza que inspiró a los mártires. Ésa es la esperanza que estamos llamados a proclamar en un mundo que, a pesar de su prosperidad material, busca algo más, algo más grande, algo auténtico y que dé plenitud. Ustedes y sus hermanos sacerdotes ofrecen esta esperanza con su ministerio de santificación, que no sólo conduce a los fieles a las fuentes de la gracia en la liturgia y en los sacramentos, sino que los alienta constantemente a responder a la llamada de Dios hasta llegar a la meta (cf. Flp 3,14). Ustedes custodian esta esperanza manteniendo viva la llama de la santidad, de la caridad fraterna y del celo misionero en la comunión eclesial. Por esta razón les pido que estén siempre cerca de sus sacerdotes, animándolos en su labor cotidiana, en la búsqueda de santidad y en la proclamación del Evangelio de la salvación. Les pido que les transmitan mi saludo afectuoso y mi gratitud por su generoso servicio al Pueblo de Dios. Estén cerca de sus sacerdotes, por favor, cercanía, cercanía con los sacerdotes. Que puedan acceder a su obispo. Esa cercanía fraterna del obispo, y también paterna: la necesitan en muchas circunstancias de su vida pastoral. No obispos lejanos o, lo que es peor, que se alejan de sus sacerdotes. Lo digo con dolor. En mi tierra, oía decir con frecuencia a algunos sacerdotes: «He llamado al obispo; le he pedido audiencia; han pasado tres meses, y todavía no me ha respondido”. Escucha, hermano, si un sacerdote te llama hoy para pedirte audiencia, respóndele enseguida, hoy o mañana. Si no tienes tiempo para recibirlo, díselo: “No puedo porque tengo esto, esto, esto. Pero me gustaría escucharte y estoy a tu disposición”. Que sientan la respuesta del padre, enseguida. Por favor, no se alejen de sus sacerdotes.

Si aceptamos el reto de ser una Iglesia misionera, una Iglesia constantemente en salida hacia el mundo y en particular a las periferias de la sociedad contemporánea, tenemos que desarrollar ese “gusto espiritual” que nos hace capaces de acoger e identificarnos con cada miembro del Cuerpo de Cristo (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 268). En este sentido, nuestras comunidades deberían mostrar una solicitud particular por los niños y los ancianos. ¿Cómo podemos ser custodios de la esperanza sin tener en cuenta la memoria, la sabiduría y la experiencia de los ancianos y las aspiraciones de los jóvenes? A este respecto quisiera pedirles que se ocupen especialmente de la educación de los jóvenes, apoyando la indispensable misión no sólo de las universidades, que son importantes, sino también de las escuelas católicas desde los primeros niveles, donde la mente y el corazón de los jóvenes se forman en el amor de Dios y de su Iglesia, en la bondad, la verdad y la belleza, para ser buenos cristianos y honestos ciudadanos.

Ser custodios de la esperanza implica también garantizar que el testimonio profético de la Iglesia en Corea siga expresándose en su solicitud por los pobres y en sus programas de solidaridad, sobre todo con los refugiados y los inmigrantes, y con aquellos que viven al margen de la sociedad. Esta solicitud debería manifestarse no sólo mediante iniciativas concretas de caridad –que son necesarias– sino también con un trabajo constante de promoción social, ocupacional y educativa. Podemos correr el riesgo de reducir nuestro compromiso con los necesitados solamente a la dimensión asistencial, olvidando la necesidad que todos tienen de crecer como personas –el derecho a crecer como personas–, y de poder expresar con dignidad su propia personalidad, su creatividad y cultura. La solidaridad con los pobres está en el centro del Evangelio; es un elemento esencial de la vida cristiana; mediante una predicación y una catequesis basadas en el rico patrimonio de la doctrina social de la Iglesia, debe permear los corazones y las mentes de los fieles y reflejarse en todos los aspectos de la vida eclesial. El ideal apostólico de una Iglesia de los pobres y para los pobres, una Iglesia pobre para los pobres, quedó expresado elocuentemente en las primeras comunidades cristianas de su nación. Espero que este ideal siga caracterizando la peregrinación de la Iglesia en Corea hacia el futuro. Estoy convencido de que si el rostro de la Iglesia es ante todo el rostro del amor, los jóvenes se sentirán cada vez más atraídos hacia el Corazón de Jesús, siempre inflamado de amor divino en la comunión de su Cuerpo Místico.

He dicho que los pobres están en el centro del Evangelio; están también al principio y al final. Jesús, en la sinagoga de Nazaret, habla claro, al comienzo de su vida apostólica. Y cuando habla del último día y nos da a conocer ese “protocolo” con el que todos seremos juzgados –Mt 25–, también allí se encuentran los pobres. Hay un peligro, una tentación, que aparece en los momentos de prosperidad: es el peligro de que la comunidad cristiana se “socialice”, es decir, que pierda su dimensión mística, que pierda la capacidad de celebrar el Misterio y se convierta en una organización espiritual, cristiana, con valores cristianos, pero sin fermento profético. En tal caso, se pierde la función que tienen los pobres en la Iglesia. Es una tentación que han tenido las Iglesias particulares, las comunidades cristianas, a lo largo de la historia. Hasta el punto de transformarse en una comunidad de clase media, en la que los pobres llegan incluso a sentir vergüenza: les da vergüenza entrar. Es la tentación del bienestar espiritual, del bienestar pastoral. No es una Iglesia pobre para los pobres, sino una Iglesia rica para los ricos, o una Iglesia de clase media para los acomodados. Y esto no es algo nuevo: empezó desde los primeros momentos. Pablo se vio obligado a reprender a los Corintios, en la primera Carta, capítulo 11, versículo 17; y el apóstol Santiago fue todavía más duro y más explícito, en el capítulo 2, versículos 1 al 7: se vio obligado a reprender a esas comunidades acomodadas, esas Iglesias acomodadas y para acomodados. No se expulsa a los pobres, pero se vive de tal forma, que no se atreven a entrar, no se sienten en su propia casa. Ésta es una tentación de la prosperidad. Yo no les reprendo, porque sé que ustedes trabajan bien. Pero como hermano que tiene que confirmar en la fe a sus hermanos, les digo: estén atentos, porque su Iglesia es una Iglesia en prosperidad, es una gran Iglesia misionera, es una Iglesia grande. Que el diablo no siembre esta cizaña, esta tentación de quitar a los pobres de la estructura profética de la Iglesia, y les convierta en una Iglesia acomodada para acomodados, una Iglesia del bienestar… no digo hasta llegar a la “teología de la prosperidad”, no, sino de la mediocridad.

Queridos hermanos, el testimonio profético y evangélico presenta algunos retos particulares a la Iglesia en Corea, que vive y se mueve en medio de una sociedad próspera pero cada vez más secularizada y materialista. En estas circunstancias, los agentes pastorales sienten la tentación de adoptar no sólo modelos eficaces de gestión, programación y organización tomados del mundo de los negocios, sino también un estilo de vida y una mentalidad guiada más por los criterios mundanos del éxito e incluso del poder, que por los criterios que nos presenta Jesús en el Evangelio. ¡Ay de nosotros si despojamos a la Cruz de su capacidad para juzgar la sabiduría de este mundo! (cf. 1 Co 1,17). Los animo a ustedes y a sus hermanos sacerdotes a rechazar esta tentación en todas sus modalidades. Dios quiera que nos podamos salvar de esa mundanidad espiritual y pastoral que sofoca el Espíritu, sustituye la conversión por la complacencia y termina por disipar todo fervor misionero (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 93-97).

Queridos hermanos Obispos, gracias por todo lo que hacen: gracias. Y con estas reflexiones sobre su misión como custodios de la memoria y de la esperanza, he pretendido animarlos en sus esfuerzos por incrementar la unidad, la santidad y el celo de los fieles en Corea. La memoria y la esperanza nos inspiran y nos guían hacia el futuro. Los tengo presentes a todos en mis oraciones y les pido que confíen siempre en la fuerza de la gracia de Dios. No se olviden: «El Señor es fiel”. Nosotros no somos fieles, pero él es fiel. Él “les dará fuerzas y los librará del Maligno» (2 Ts 3,3). Que las oraciones de María, Madre de la Iglesia, hagan florecer plenamente en esta tierra las semillas sembradas por los mártires, regadas por generaciones de fieles católicos y trasmitidas a ustedes como promesa de futuro para el país y el mundo. A ustedes y a cuantos han sido confiados a su atención y custodia pastoral, les imparto de corazón la Bendición. Y les pido, por favor, que recen por mí. Gracias.

VIERNES 15 AGOSTO 2014

Santa Misa de la solemnidad de la Asunción en el World Cup Stadium de Daejeon. Homilía del Santo Padre.

En unión con toda la Iglesia celebramos la Asunción de Nuestra Señora en cuerpo y alma a la gloria del cielo. La Asunción de María nos muestra nuestro destino como hijos adoptivos de Dios y miembros del Cuerpo de Cristo. Como María, nuestra Madre, estamos llamados a participar plenamente en la victoria del Señor sobre el pecado y sobre la muerte y a reinar con él en su Reino eterno. Ésta es nuestra vocación.

La “gran señal” que nos presenta la primera lectura nos invita a contemplar a María, entronizada en la gloria junto a su divino Hijo. Nos invita a tomar conciencia del futuro que también hoy el Señor resucitado nos ofrece. Los coreanos tradicionalmente celebran esta fiesta a la luz de su experiencia histórica, reconociendo la amorosa intercesión de María en la historia de la nación y en la vida del pueblo.

En la segunda lectura hemos escuchado a san Pablo diciéndonos que Cristo es el nuevo Adán, cuya obediencia a la voluntad del Padre ha destruido el reino del pecado y de la esclavitud y ha inaugurado el reino de la vida y de la libertad (cf. 1 Co 15,24-25). La verdadera libertad se encuentra en la acogida amorosa de la voluntad del Padre. De María, llena de gracia, aprendemos que la libertad cristiana es algo más que la simple liberación del pecado. Es la libertad que nos permite ver las realidades terrenas con una nueva luz espiritual, la libertad para amar a Dios y a los hermanos con un corazón puro y vivir en la gozosa esperanza de la venida del Reino de Cristo.

Hoy, venerando a María, Reina del Cielo, nos dirigimos a ella como Madre de la Iglesia en Corea. Le pedimos que nos ayude a ser fieles a la libertad real que hemos recibido el día de nuestro bautismo, que guíe nuestros esfuerzos para transformar el mundo según el plan de Dios, y que haga que la Iglesia de este país sea más plenamente levadura de su Reino en medio de la sociedad coreana. Que los cristianos de esta nación sean una fuerza generosa de renovación espiritual en todos los ámbitos de la sociedad. Que combatan la fascinación de un materialismo que ahoga los auténticos valores espirituales y culturales y el espíritu de competición desenfrenada que genera egoísmo y hostilidad. Que rechacen modelos económicos inhumanos, que crean nuevas formas de pobreza y marginan a los trabajadores, así como la cultura de la muerte, que devalúa la imagen de Dios, el Dios de la vida, y atenta contra la dignidad de todo hombre, mujer y niño.

Como católicos coreanos, herederos de una noble tradición, ustedes están llamados a valorar este legado y a transmitirlo a las generaciones futuras. Lo cual requiere de todos una renovada conversión a la Palabra de Dios y una intensa solicitud por los pobres, los necesitados y los débiles de nuestra sociedad.

Con esta celebración, nos unimos a toda la Iglesia extendida por el mundo que ve en María la Madre de nuestra esperanza. Su cántico de alabanza nos recuerda que Dios no se olvida nunca de sus promesas de misericordia (cf. Lc 1,54-55). María es la llena de gracia porque «ha creído» que lo que le ha dicho el Señor se cumpliría (Lc 1,45). En ella, todas las promesas divinas se han revelado verdaderas. Entronizada en la gloria, nos muestra que nuestra esperanza es real; y también hoy esa esperanza, «como ancla del alma, segura y firme» (Hb 6,19), nos aferra allí donde Cristo está sentado en su gloria.

Esta esperanza, queridos hermanos y hermanas, la esperanza que nos ofrece el Evangelio, es el antídoto contra el espíritu de desesperación que parece extenderse como un cáncer en una sociedad exteriormente rica, pero que a menudo experimenta amargura interior y vacío. Esta desesperación ha dejado secuelas en muchos de nuestros jóvenes. Que los jóvenes que nos acompañan estos días con su alegría y su confianza no se dejen nunca robar la esperanza.

Dirijámonos a María, Madre de Dios, e imploremos la gracia de gozar de la libertad de los hijos de Dios, de usar esta libertad con sabiduría para servir a nuestros hermanos y de vivir y actuar de modo que seamos signo de esperanza, esa esperanza que encontrará su cumplimiento en el Reino eterno, allí donde reinar es servir. Amén.

Rezo del Ángelus Domini. Palabras del Santo Padre

Al final de la Misa, nos dirigimos de nuevo a María, Reina del Cielo. Le ofrecemos nuestras alegrías, sufrimientos y esperanzas. Le confiamos de modo especial a cuantos han perdido la vida en el naufragio del ferry “Se Wol”, así como a los que todavía hoy sufren las consecuencias de esta gran desgracia nacional. El Señor acoja a los difuntos en su paz, consuele a los que lloran, y siga sosteniendo a quienes han acudido generosamente en auxilio de sus hermanos y hermanas. Que este trágico suceso, que ha unido a los coreanos en el dolor, refuerce también su voluntad de colaborar solidariamente en el bien común.

Pidamos también a la Virgen María que vuelva sus ojos misericordiosos sobre cuantos sufren, en especial los enfermos, los pobres y los que carecen de un trabajo digno.

Finalmente, en este día que Corea celebra su liberación, pedimos a la Virgen María que proteja a esta noble nación y a sus ciudadanos. Ponemos bajo su amparo a los jóvenes que, venidos de toda Asia, se han reunido en estos días. Que se conviertan en heraldos gozosos del alba de un mundo de paz, según el designio bendito de Dios.

SABADO 16 AGOSTO 2014

Santa Misa de beatificación de Paul Yun Ji-Chung y 123 compañeros mártires en la Puerta de Gwanghwamun, Seúl. Homilía del Santo Padre.

«¿Quién nos separará del amor de Cristo?» (Rm 8,35). Con estas palabras, san Pablo nos habla de la gloria de nuestra fe en Jesús: no sólo resucitó de entre los muertos y ascendió al cielo, sino que nos ha unido a él y nos ha hecho partícipes de su vida eterna. Cristo ha vencido y su victoria es la nuestra.

Hoy celebramos esta victoria en Pablo Yun Ji-chung y sus 123 compañeros. Sus nombres quedan unidos ahora a los de los santos mártires Andrés Kim Teagon, Pablo Chong Hasang y compañeros, a los que he venerado hace unos momentos. Vivieron y murieron por Cristo, y ahora reinan con él en la alegría y en la gloria. Con san Pablo, nos dicen que, en la muerte y resurrección de su Hijo, Dios nos ha concedido la victoria más grande de todas. En efecto, «ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni ninguna otra criatura podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor» (Rm 8,38-39).

La victoria de los mártires, su testimonio del poder del amor de Dios, sigue dando frutos hoy en Corea, en la Iglesia que sigue creciendo gracias a su sacrificio. La celebración del beato Pablo y compañeros nos ofrece la oportunidad de volver a los primeros momentos, a la infancia –por decirlo así– de la Iglesia en Corea. Los invita a ustedes, católicos de Corea, a recordar las grandezas que Dios ha hecho en esta tierra, y a custodiar como un tesoro el legado de fe y caridad confiado a ustedes por sus antepasados.

En la misteriosa providencia de Dios, la fe cristiana no llegó a las costas de Corea a través de los misioneros; sino que entró por el corazón y la mente de los propios coreanos. En efecto, fue suscitada por la curiosidad intelectual, por la búsqueda de la verdad religiosa. Tras un encuentro inicial con el Evangelio, los primeros cristianos coreanos abrieron su mente a Jesús. Querían saber más acerca de este Cristo que sufrió, murió y resucitó de entre los muertos. El conocimiento de Jesús pronto dio lugar a un encuentro con el Señor mismo, a los primeros bautismos, al deseo de una vida sacramental y eclesial plena y al comienzo de un compromiso misionero. También dio como fruto comunidades que se inspiraban en la Iglesia primitiva, en la que los creyentes eran verdaderamente un solo corazón y una sola mente, sin dejarse llevar por las diferencias sociales tradicionales, y teniendo todo en común (cf. Hch 4,32).

Esta historia nos habla de la importancia, la dignidad y la belleza de la vocación de los laicos. Saludo a los numerosos fieles laicos aquí presentes, y en particular a las familias cristianas, que día a día, con su ejemplo, educan a los jóvenes en la fe y en el amor reconciliador de Cristo. También saludo de manera especial a los numerosos sacerdotes que hoy están con nosotros; con su generoso ministerio transmiten el rico patrimonio de fe cultivado por las pasadas generaciones de católicos coreanos.

El Evangelio de hoy contiene un mensaje importante para todos nosotros. Jesús pide al Padre que nos consagre en la verdad y nos proteja del mundo.

Es significativo, ante todo, que Jesús pida al Padre que nos consagre y proteja, pero no que nos aparte del mundo. Sabemos que él envía a sus discípulos para que sean fermento de santidad y verdad en el mundo: la sal de la tierra, la luz del mundo. En esto, los mártires nos muestran el camino.

Poco después de que las primeras semillas de la fe fueran plantadas en esta tierra, los mártires y la comunidad cristiana tuvieron que elegir entre seguir a Jesús o al mundo. Habían escuchado la advertencia del Señor de que el mundo los odiaría por su causa (cf. Jn 17,14); sabían el precio de ser discípulos. Para muchos, esto significó persecución y, más tarde, la fuga a las montañas, donde formaron aldeas católicas. Estaban dispuestos a grandes sacrificios y a despojarse de todo lo que pudiera apartarles de Cristo –pertenencias y tierras, prestigio y honor–, porque sabían que sólo Cristo era su verdadero tesoro.

En nuestros días, muchas veces vemos cómo el mundo cuestiona nuestra fe, y de múltiples maneras se nos pide entrar en componendas con la fe, diluir las exigencias radicales del Evangelio y acomodarnos al espíritu de nuestro tiempo. Sin embargo, los mártires nos invitan a poner a Cristo por encima de todo y a ver todo lo demás en relación con él y con su Reino eterno. Nos hacen preguntarnos si hay algo por lo que estaríamos dispuestos a morir.

Además, el ejemplo de los mártires nos enseña también la importancia de la caridad en la vida de fe. La autenticidad de su testimonio de Cristo, expresada en la aceptación de la igual dignidad de todos los bautizados, fue lo que les llevó a una forma de vida fraterna que cuestionaba las rígidas estructuras sociales de su época. Fue su negativa a separar el doble mandamiento del amor a Dios y amor al prójimo lo que les llevó a una solicitud tan fuerte por las necesidades de los hermanos. Su ejemplo tiene mucho que decirnos a nosotros, que vivimos en sociedades en las que, junto a inmensas riquezas, prospera silenciosamente la más denigrante pobreza; donde rara vez se escucha el grito de los pobres; y donde Cristo nos sigue llamando, pidiéndonos que le amemos y sirvamos tendiendo la mano a nuestros hermanos necesitados.

Si seguimos el ejemplo de los mártires y creemos en la palabra del Señor, entonces comprenderemos la libertad sublime y la alegría con la que afrontaron su muerte. Veremos, además, cómo la celebración de hoy incluye también a los innumerables mártires anónimos, en este país y en todo el mundo, que, especialmente en el siglo pasado, han dado su vida por Cristo o han sufrido lacerantes persecuciones por su nombre.

Hoy es un día de gran regocijo para todos los coreanos. El legado del beato Pablo Yun Ji-chung y compañeros –su rectitud en la búsqueda de la verdad, su fidelidad a los más altos principios de la religión que abrazaron, así como su testimonio de caridad y solidaridad para con todos– es parte de la rica historia del pueblo coreano. La herencia de los mártires puede inspirar a todos los hombres y mujeres de buena voluntad a trabajar en armonía por una sociedad más justa, libre y reconciliada, contribuyendo así a la paz y a la defensa de los valores auténticamente humanos en este país y en el mundo entero.

Que la intercesión de los mártires coreanos, en unión con la de Nuestra Señora, Madre de la Iglesia, nos alcance la gracia de la perseverancia en la fe y en toda obra buena, en la santidad y la pureza de corazón, y en el celo apostólico de dar testimonio de Jesús en este querido país, en toda Asia, y hasta los confines de la tierra. Amén.

Encuentro con las comunidades religiosas de Corea en el Training Center "School of Love" de Kkottongnae

Buenas tardes. Tenemos un pequeño problema. Si hay algo que no se debe descuidar nunca es la oración, pero hoy la haremos cada uno por nuestra cuenta. Les explico por qué no podemos rezar juntos las Vísperas: tenemos un problema de horario con el despegue del helicóptero. Si no sale a tiempo, corremos el riesgo de “estrellarnos” en la montaña. Ahora haremos únicamente una oración a María, nuestra Madre. Todos juntos, rezamos a la Virgen todos juntos. Luego hablarán los presidentes y después hablaré yo.

Dios te salva, María...

Queridos hermanos y hermanas en Cristo:

Saludo a todos con afecto en el Señor. Es bello estar hoy con ustedes y compartir este momento de comunión. La gran variedad de carismas y actividades apostólicas que ustedes representan enriquece maravillosamente la vida de la Iglesia en Corea y más allá. En este marco de la celebración de las Vísperas, en la que hemos cantado –¡deberíamos haber cantado!– las alabanzas de la bondad de Dios, agradezco a ustedes, y a todos sus hermanos y hermanas, sus desvelos por construir el Reino de Dios. Doy las gracias al Padre Hwang Seok-mo y a Sor Escolástica Lee Kwang-ok, Presidentes de las conferencias coreanas de religiosos y religiosas.

Las palabras del Salmo –«Se consumen mi corazón y mi carne, pero Dios es la roca de mi corazón y mi lote perpetuo» (Sal 73,26)– nos invitan a reflexionar sobre nuestra vida. El salmista manifiesta gozosa confianza en Dios. Todos sabemos que, aunque la alegría no se expresa de la misma manera en todos los momentos de la vida, especialmente en los de gran dificultad, «siempre permanece al menos como un brote de luz que nace de la certeza personal de ser infinitamente amado» (Evangelii gaudium, 6). La firme certeza de ser amados por Dios está en el centro de su vocación: ser para los demás un signo tangible de la presencia del Reino de Dios, un anticipo del júbilo eterno del cielo. Sólo si nuestro testimonio es alegre, atraeremos a los hombres y mujeres a Cristo. Y esta alegría es un don que se nutre de una vida de oración, de la meditación de la Palabra de Dios, de la celebración de los sacramentos y de la vida en comunidad, que es muy importante. Cuando éstas faltan, surgirán debilidades y dificultades que oscurecerán la alegría que sentíamos tan dentro al comienzo de nuestro camino.

Para ustedes, hombres y mujeres consagrados a Dios, esta alegría hunde sus raíces en el misterio de la misericordia del Padre revelado en el sacrificio de Cristo en la cruz. Sea que el carisma de su Instituto esté orientado más a la contemplación o más bien a la vida activa, siempre están llamados a ser «expertos» en la misericordia divina, precisamente a través de la vida comunitaria. Sé por experiencia que la vida en comunidad no siempre es fácil, pero es un campo de entrenamiento providencial para el corazón. Es poco realista no esperar conflictos; surgirán malentendidos y habrá que afrontarlos. Pero, a pesar de estas dificultades, es en la vida comunitaria donde estamos llamados a crecer en la misericordia, la paciencia y la caridad perfecta.

La experiencia de la misericordia de Dios, alimentada por la oración y la comunidad, debe dar forma a todo lo que ustedes son, a todo lo que hacen. Su castidad, pobreza y obediencia serán un testimonio gozoso del amor de Dios en la medida en que permanezcan firmes sobre la roca de su misericordia. Ésta es la roca. Éste es ciertamente el caso de la obediencia religiosa. Una obediencia madura y generosa requiere unirse con la oración a Cristo, que, tomando forma de siervo, aprendió la obediencia por sus padecimientos (cf. Perfectae caritatis, 14). No hay atajos: Dios desea nuestro corazón por completo, y esto significa que debemos «desprendernos» y «salir de nosotros mismos» cada vez más.

Una experiencia viva de la diligente misericordia del Señor sostiene también el deseo de llegar a esa perfección de la caridad que nace de la pureza de corazón. La castidad expresa la entrega exclusiva al amor de Dios, que es la «roca de mi corazón». Todos sabemos lo exigente que es esto, y el compromiso personal que comporta. Las tentaciones en este campo requieren humilde confianza en Dios, vigilancia, perseverancia y apertura de corazón al hermano prudente o a la hermana prudente, que el Señor pone en nuestro camino.

Mediante el consejo evangélico de la pobreza, ustedes podrán reconocer la misericordia de Dios, no sólo como una fuente de fortaleza, sino también como un tesoro. Parece una contradicción, pero ser pobres significa encontrar un tesoro. Incluso cuando estamos cansados, podemos ofrecer nuestros corazones agobiados por el pecado y la debilidad; en los momentos en que nos sentimos más indefensos, podemos encontrarnos con Cristo, que se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza (cf. 2 Co 8,9). Esta necesidad fundamental de ser perdonados y sanados es en sí misma una forma de pobreza que nunca debemos olvidar, no obstante los progresos que hagamos en la virtud. También debería manifestarse concretamente en el estilo de vida, personal y comunitario. Pienso, en particular, en la necesidad de evitar todo aquello que pueda distraerles y causar desconcierto y escándalo a los demás. En la vida consagrada, la pobreza es a la vez un «muro» y una «madre». Un «muro» porque protege la vida consagrada, y una «madre» porque la ayuda a crecer y la guía por el camino recto. La hipocresía de los hombres y mujeres consagrados que profesan el voto de pobreza y, sin embargo, viven como ricos, daña el alma de los fieles y perjudica a la Iglesia. Piensen también en lo peligrosa que es la tentación de adoptar una mentalidad puramente funcional, mundana, que induce a poner nuestra esperanza únicamente en los medios humanos, destruye el testimonio de la pobreza, que Nuestro Señor Jesucristo vivió y nos enseñó. Y doy las gracias, a propósito de este punto, al Padre presidente y a la Hermana presidenta, porque han hablado justamente del peligro que la globalización y el consumismo suponen para la pobreza religiosa. Gracias.

Queridos hermanos y hermanas, con gran humildad, hagan todo lo que puedan para demostrar que la vida consagrada es un don precioso para la Iglesia y para el mundo. No lo guarden para ustedes solos; compártanlo, llevando a Cristo a todos los rincones de este querido país. Dejen que su alegría siga manifestándose en sus desvelos por atraer y cultivar las vocaciones, reconociendo que todos ustedes tienen parte en la formación de los consagrados y consagradas que vendrán después de ustedes, el día de mañana. Tanto si se dedican a la contemplación o a la vida apostólica, sean celosos en su amor a la Iglesia en Corea y en su deseo de contribuir, mediante el propio carisma, a su misión de anunciar el Evangelio y edificar al Pueblo de Dios en unidad, santidad y amor.

Encomiendo a todos ustedes, de manera especial a los ancianos y enfermos de sus comunidades. Un saludo particular para ellos, de corazón; los encomiendo a los cuidados amorosos de María, Madre de la Iglesia, y les doy de corazón la bendición. Que los bendiga Dios Todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo.

Encuentro con los líderes del apostolado laico en el Centro de Espiritualidad de Kkottongnae

Me alegro de tener la oportunidad de encontrarme con ustedes, que representan las diversas manifestaciones del floreciente apostolado de los laicos en Corea. Siempre ha sido floreciente. Es una flor permanente.Agradezco al Presidente del Consejo del Apostolado Seglar Católico, el señor Paul Kwon Kil-joog, sus amables palabras de bienvenida en nombre de todos.

La Iglesia en Corea, como todos sabemos, ha heredado la fe de generaciones de laicos que perseveraron en el amor a Jesucristo y en la comunión con la Iglesia, a pesar de la escasez de sacerdotes y de la amenaza de graves persecuciones. El beato Pablo Yun Ji-chung y los mártires que hoy han sido beatificados constituyen un capítulo extraordinario de esta historia. Dieron testimonio de la fe no sólo con los tormentos y la muerte, sino también con su vida de afectuosa solidaridad de unos con otros en las comunidades cristianas, que se distinguían por una caridad ejemplar.

Este precioso legado sigue vivo en sus obras actuales de fe, de caridad y de servicio. Hoy, como siempre, la Iglesia tiene necesidad del testimonio creíble de los laicos sobre la verdad salvífica del Evangelio, su poder para purificar y trasformar el corazón, y su fecundidad para edificar la familia humana en unidad, justicia y paz. Sabemos que no hay más que una misión en la Iglesia de Dios, y que todo bautizado tiene un puesto vital en ella. Sus dones como hombres y mujeres laicos son múltiples y sus apostolados variados, y todo lo que hacen contribuye a la promoción de la misión de la Iglesia, asegurando que el orden temporal esté informado y perfeccionado por el Espíritu de Cristo y ordenado a la venida de su Reino.

De modo particular, me gustaría reconocer la labor de las numerosas asociaciones que se ocupan directamente de la atención a los pobres y necesitados. Como demuestra el ejemplo de los primeros cristianos coreanos, la fecundidad de la fe se expresa en la práctica de la solidaridad con nuestros hermanos y hermanas, independientemente de su cultura o condición social, ya que en Cristo «no hay judío ni griego» (Ga 3,28). Quiero manifestar mi profundo agradecimiento a cuantos, con su trabajo y su testimonio, llevan la presencia consoladora del Señor a los que viven en las periferias de nuestra sociedad. Esta tarea no se puede limitar a la asistencia caritativa, sino que debe extenderse también a la consecución del crecimiento humano. No sólo la asistencia sino también el desarrollo de la persona. Asistir a los pobres es bueno y necesario, pero no basta. Los animo a multiplicar sus esfuerzos en el ámbito de la promoción humana, de modo que todo hombre y mujer llegue a conocer la alegría que viene de la dignidad de ganar el pan de cada día y de sostener a su propia familia. En estos momentos, esa dignidad está amenazada por la cultura del dinero, que deja sin trabajo a muchas personas… Podemos decir: “Padre, nosotros les damos de comer”. Pero no es suficiente. Aquel o aquella que no tienen trabajo deben sentir en su corazón la dignidad de llevar el pan a casa, de ganarse el pan. Les confío este compromiso.

También quiero reconocer la valiosa contribución de las mujeres católicas coreanas a la vida y la misión de la Iglesia en este país como madres de familia, como catequistas y maestras y de tantas otras formas. Asimismo, no puedo dejar de destacar la importancia del testimonio dado por las familias cristianas. En una época de crisis de la vida familiar, como todos sabemos, nuestras comunidades cristianas están llamadas a ayudar a los esposos cristianos y a las familias a cumplir su misión en la vida de la Iglesia y de la sociedad. La familia sigue siendo la célula básica de la sociedad y la primera escuela en la que los niños aprenden los valores humanos, espirituales y morales que los hacen capaces de ser faros de bondad, de integridad y de justicia en nuestras comunidades.

Queridos hermanos, cualquiera que sea su colaboración con la misión de la Iglesia, les pido que sigan promoviendo en sus comunidades una formación cada vez más completa de los fieles laicos, mediante la catequesis continua y la dirección espiritual. Les pido que todo lo hagan en completa armonía de mente y corazón con sus pastores, intentando poner sus intuiciones, talentos y carismas al servicio del crecimiento de la Iglesia en unidad y en espíritu misionero. Su colaboración es esencial, puesto que el futuro de la Iglesia en Corea, como en toda Asia, dependerá en gran medida del desarrollo de una visión eclesiológica basada en una espiritualidad de comunión, de participación y de poner en común los dones (cf. Ecclesia in Asia, 45).

Una vez más les expreso mi gratitud por todo lo que hacen para la edificación de la Iglesia en Corea en santidad y celo. Que encuentren constante inspiración y fuerza para su apostolado en el Sacrificio eucarístico, que comunica y alimenta “el amor a Dios y a los hombres, alma de todo apostolado” (Lumen gentium, 33). Para ustedes, sus familias y cuantos participan en las obras corporales y espirituales de sus parroquias, de las asociaciones y de los movimientos, imploro la alegría y la paz del Señor Jesucristo y la solícita protección de María, nuestra Madre.

Les pido, por favor, que recen por mí. Y ahora todos juntos recemos a la Virgen, y luego les daré la bendición.

Dios te salve, María…

Muchas gracias y recen por mí. No lo olviden.

19.00 Traslado en helicóptero a Seúl

Domingo 17 de agosto de 2014
10.00 Traslado en helicóptero a Haemi
11.00 Encuentro con los obispos de Asia en el Santuario de Haemi Discurso del Santo Padre
13.00 Almuerzo con los obispos de Asia en el refectorio del Santuario de Haemi
16.30 Santa Misa de clausura de la VI Jornada de la Juventud Asiática en el Castillo de Haemi Homilía del Santo Padre
19.00 Traslado en helicóptero a Seúl

Lunes 18 de agosto de 2014
9.00 Encuentro con los líderes religiosos en el Palacio de la antigua Curia de la Archidiócesis de Seúl

9.45 Santa Misa por la paz y la reconciliación en la Catedral de Myeong-dong, Seúl Homilía del Santo Padre
12.45 Ceremonia de despedida de la República de Corea en la Base Aérea de Seúl
13.00 Salida en avión desde la Base Aérea de Seúl hacia el aeropuerto de Roma Ciampino
17.45 Llegada al aeropuerto de Roma Ciampino

Huso horario
Roma: +2 UTC
Seúl: +9 UTC