La virtud de la esperanza y la ascética cristiana en algunos escritos de San Josemaría

Estudio de Paul O´Callaghan, de la Universidad Pontificia de la Santa Cruz, publicado en "Romana" nº 23 (1996).

1. LA REFLEXIÓN TEOLÓGICA SOBRE LA ESPERANZA CRISTIANA

En 1934, el Beato Josemaría Escrivá, en su primera colección de puntos para la meditación personal, Consideraciones espirituales, escribió: «Espéralo todo de Jesús: tú no tienes nada, no vales nada, no puedes nada. —Él obrará, si en Él te abandonas»[1]. Se trata de una afirmación que, sólidamente fundada en la Escritura, los Padres y la teología, expresa la común, fundamental e indiscutida convicción de la fe cristiana viva y vivida de que Jesucristo es el único Salvador, a la vez que declara la radical contingencia y precariedad del hombre —sobre todo en consideración del desorden introducido en él por el pecado— y mueve a la confianza en Dios y al abandono filial en sus manos.

Sin embargo, es preciso hacerse una pregunta: ¿hay que entender este modo de expresarse del Beato Josemaría sólo como la repetición de una doctrina bien conocida en la tradición teológica y espiritual de la Iglesia o, por el contrario, reviste esa afirmación del Fundador del Opus Dei, en el seno de esta tradición, un significado nuevo y un valor específico? ¿Dónde reside, en definitiva, su valor propiamente teológico y espiritual? Por una parte, se trata de una afirmación perenne y permanente, supratemporal, radicada en el mismo corazón de la espiritualidad cristiana de todos los tiempos; por otra, sin embargo, se enmarca en un preciso momento histórico: el Beato Josemaría, como tantos cristianos antes y después de él, proclamaba vigorosamente con esas palabras su personal confianza en Dios, descargando sobre el Señor su deseo de apoyo y consuelo (cfr. Sal 55, 23) y, a la vez, procurando mover a los demás cristianos a hacer lo mismo. Teniendo esto en cuenta, es preciso preguntarse si esta abierta proclamación personal de una esperanza radical e inquebrantable trasciende de alguna manera el momento y las circunstancias en que fue pronunciada. En otras palabras, la proclamación de una tal esperanza, trascendiendo —con su contenido específico— el momento contingente y la circunstancia histórica particular, ¿tiene una validez real, concreta, en otros momentos, para otras personas, para otras épocas, para otras situaciones, para toda la Iglesia, para toda la humanidad[2]?

La breve reflexión que sigue acerca de algunos textos del Beato Josemaría sobre la esperanza cristiana pretende precisamente no sólo investigar el contenido teológico y espiritual de la virtud de la esperanza en su vida y en sus enseñanzas, sino también explicar por qué esa vida y esa proclamación revisten un valor propiamente teológico, perenne y eclesial, es decir, una reflexión potencialmente válida e inspiradora para todo hombre, para todos los hombres.

2. LA ESPERANZA CRISTIANA, FRUTO DE LA GRACIA DE DIOS EN EL HOMBRE

En primer lugar, hay que hacer notar que la fundamental convicción que el Beato Josemaría enuncia en Consideraciones espirituales ha permanecido intacta, e incluso se ha robustecido, a lo largo de su vida. Al comienzo de su homilía La esperanza del cristiano[3], pronunciada en 1968, el Beato Josemaría vuelve a las palabras de 1934 y las completa con dos consideraciones significativas. La primera es autobiográfica: el autor afirma que aquellas palabras habían sido escritas «con un convencimiento que se acrecentaba de día en día» (EC 205 a). Después añade: «Ha pasado el tiempo, y aquella convicción mía se ha hecho aún más robusta, más honda» (ibid). La segunda consideración es apostólica y eclesial: «He visto, en muchas vidas, que la esperanza en Dios enciende maravillosas hogueras de amor, con un fuego que mantiene palpitante el corazón, sin desánimos, sin decaimientos, aunque a lo largo del camino se sufra, y a veces se sufra de veras» (ibid).

Por lo tanto, la afirmación «espéralo todo de Jesús: tú no tienes nada, no vales nada, no puedes nada. —Él obrará, si en Él te abandonas» no era sólo, para el Fundador del Opus Dei, un punto de partida, sino de llegada: se trataba de una convicción consolidada tanto en la propia vida como en la vida de la Iglesia: una convicción vivida, más que deducida; experimental, más que sapiencial; una convicción que indudablemente manaba de la misma vida de la gracia. El Fundador del Opus Dei no habla en ese texto de la esperanza cristiana, como refiriéndose a una cosa abstracta; habla, tal como refleja el título de la homilía de 1968, de la esperanza del cristiano[4], la que se vive día a día. Desde luego, se la puede llamar "teologal" porque Dios eternamente poseído es su "objeto formal quod" y Dios omnipotente y misericordioso su "objeto formal quo"; pero también porque, en cierto sentido, Dios mismo actúa directamente en el hombre que espera, incitándole a dar pasos, motivándole interiormente, haciéndole superar los obstáculos, el pecado, la nada, el vacío: la misma "convicción" que le llevó a proclamar durante toda su vida el valor de la esperanza cristiana era fruto de la gracia de Dios en él. Tal "convicción" es, por lo tanto, lugar teológico, ámbito válido para la reflexión cristiana[5].

La riqueza y la profunda resonancia humana de las expresiones del Beato Josemaría sobre la acción de Dios en la esperanza son notables. Se trata de una convicción, de una seguridad, de un «suave don de Dios», del «deseo por el que nos sostenemos» (Es Cristo que pasa, 3 c); de una realidad hecha de fuego, de calor, de amor, del apretar «esa mano fuerte que Dios nos tiende sin cesar» (EC 213 b), de una seguridad y una confianza que Dios pone en nosotros (cfr. EC 214 a), es decir, de una protección divina que «se toca con las manos» (EC 216 a), de la «seguridad de sentirme —de saberme— hijo de Dios» (EC 208 c), de la «seguridad de que Dios nos gobierna con su providente omnipotencia, que nos da los medios necesarios» (EC 218 a), de la alegría sobrenatural, de un auténtico «anticipo del amor interminable en nuestra definitiva Patria» (Amigos de Dios, 278 b), que espera nuestra llegada y en la que resuena la llamada definitiva: «ven a la casa de tu Padre»[6].

Está claro que, cuando habla de la esperanza, el punto de partida del Beato Josemaría Escrivá no es una reflexión abstracta realizada a priori, obtenida, por ejemplo, de un análisis exegéticamente riguroso de la Escritura. Se trata más bien de la experiencia vivida de la gracia de Dios en las circunstancias cotidianas: desde la gracia, con una lectura meditada y personalmente interiorizada de la Palabra de Dios, el significado y la inagotable riqueza de esa palabra viva y vivificante que lleva a la total confianza en Dios es descubierto y redescubierto, profundizado y continuamente confirmado.

1. La experiencia vivida de la gracia de Dios y la caducidad de las esperanzas secularizadas

Se trata, en primer lugar, de una experiencia de la gracia de Dios conscientemente vivida, es decir, de una verdadera acción de la gracia, de una iniciativa divina, suave y eficaz, recibida sin asomo alguno de pelagianismo. El cristiano debe, sobre todo, dirigir la mirada hacia el cielo, porque sólo allí «nos aguarda el Amor infinito» (EC 206 a):

«Un cristiano sincero, coherente con su fe, no actúa más que cara a Dios, con visión sobrenatural; trabaja en este mundo, al que ama apasionadamente, metido en los afanes de la tierra, con la mirada en el Cielo. Nos lo confirma San Pablo: quæ sursum sunt quærite; buscad las cosas de arriba, donde Cristo está sentado a la diestra de Dios; saboread las cosas del Cielo, no las de la tierra. Porque muertos estáis ya —a lo que es mundano, por el Bautismo—, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios (Col 3, 1-3)» (EC 206 c).

En repetidas ocasiones, el Fundador del Opus Dei explica que el objeto y el motivo de nuestra esperanza es Dios mismo:

«Frecuentemente nos habla el Señor del premio que nos ha ganado con su Muerte y su Resurrección. Yo voy a preparar un lugar para vosotros. Y cuando habré ido, y os haya preparado lugar, vendré otra vez y os llevaré conmigo, para que donde yo estoy estéis también vosotros (Jn 14, 2-3). El Cielo es la meta de nuestra senda terrena. Jesucristo nos ha precedido y allí, en compañía de la Virgen y de San José —a quien tanto venero—, de los Ángeles y de los Santos, aguarda nuestra llegada» (EC 220 b); «...decídete a abrir tu alma a Dios, pues exclusivamente en el Señor hallarás fundamento real para tu esperanza y para hacer el bien a los demás» (EC 211 a); «El Señor, que es omnipotente y misericordioso, nos ha concedido los medios idóneos para vencer» (EC 219 b); «La divinidad de nuestro camino —Jesús, camino, verdad y vida (cfr. Jn 14, 6)— es prenda segura de que acaba en la felicidad eterna, si de Él no nos apartamos» (EC 220 c).

También subraya clarividentemente el Beato Josemaría que la alternativa a esa vida cristiana empapada de esperanza y de gracia y orientada al Amor que nunca se agosta, es decir, una vida que quisiera prescindir de Dios (cfr. EC 206 b), no sería una vida neutra o meramente humana, sino una "vida animal", aun en el caso de que se consiguiera llevar una existencia «más o menos humanamente ilustrada» (ibid). Y describe con profundidad y sensibilidad la patética, desesperada situación de las personas que intentan, con grandes esfuerzos, vivir una vida de esperanza secularizada, sin Dios. Dice, por ejemplo:

«Pero si abundan los temerosos y los frívolos, en esta tierra nuestra muchos hombres rectos, impulsados por un noble ideal —aunque sin motivo sobrenatural, por filantropía—, afrontan toda clase de privaciones y se gastan generosamente en servir a los otros, en ayudarles en sus sufrimientos o en sus dificultades. Me siento siempre movido a respetar, e incluso a admirar la tenacidad de quien trabaja decididamente por un ideal limpio. Sin embargo, considero una obligación mía recordar que todo lo que iniciamos aquí, si es empresa exclusivamente nuestra, nace con el sello de la caducidad» (EC 208 a).

«Por desgracia, algunos, con una visión digna pero chata, con ideales exclusivamente caducos y fugaces, olvidan que los anhelos del cristiano se han de orientar hacia cumbres más elevadas: infinitas. Nos interesa el Amor mismo de Dios, gozarlo plenamente, con un gozo sin fin. Hemos comprobado, de tantas maneras, que lo de aquí abajo pasará para todos, cuando este mundo acabe: y ya antes, para cada uno, con la muerte... Por eso, con las alas de la esperanza, que anima a nuestros corazones a levantarse hasta Dios, hemos aprendido a rezar: in te Domine speravi, non confundar in æternum (Sal 30, 2); espero en Ti, Señor, para que me dirijas con tus manos ahora y en todo momento, por los siglos de los siglos» (EC 209 b).

Se entiende que el Beato Josemaría afirme no haber nunca «concedido demasiado peso a los "santones" que alardean de no ser creyentes: los quiero muy de veras, como a todos los hombres, mis hermanos; admiro su buena voluntad, que en determinados aspectos puede mostrarse heroica, pero los compadezco, porque tienen la enorme desgracia de que les falta la luz y el calor de Dios, y la inefable alegría de la esperanza teologal» (EC 206 b).

Por eso, «quizá no exista nada más trágico en la vida de los hombres que los engaños padecidos por la corrupción o por la falsificación de la esperanza, presentada con una perspectiva que no tiene como objeto el Amor que sacia sin saciar» (EC 208 b).

2. La experiencia de la vida de esperanza, ¿fuente de una reflexión teológica válida?

La lectura de estos textos, a pesar de su indudable fuerza y de su ceñida belleza expresiva, podría producir una doble perplejidad: el lector, en efecto, podría pensar, por una parte, que el autor está describiendo una experiencia de la gracia divina tan excepcional y de tal intensidad que, en la práctica, sólo llega a ser vivida por un reducido número de afortunados; por otra parte, podría pensar también que detrás de esos textos hay una concepción de la vida cristiana demasiado "desencarnada" e inaccesible, según la cual, aparentemente, el único protagonista de la vida cristiana es Dios mismo, que se ocupa de ahorrarnos el esfuerzo, la energía, el empeño inteligente y perseverante, la solidaridad constante, mientras nosotros simplemente nos dejamos llevar por la gracia, al modo quietista. Podría parecer, en definitiva, que el dinamismo propio de la virtud de la esperanza descrito por el Beato Josemaría refleja tanto un carácter de excepcionalidad como una fundamental inarticulación en la realidad humana, es decir, en lo cotidiano, en la tarea humana de construir un mundo mejor.

Para poder discernir la validez teológica de la reflexión sobre la esperanza del Beato Josemaría es preciso, por tanto, analizar esa reflexión en la doble perspectiva "ecuménica" (o universal) y antropológica. El resultado de este análisis muestra claramente que las reflexiones del Beato Josemaría Escrivá apelan directamente a la concreta situación histórica del hombre y sirven a todo fiel cristiano llamado a santificarse en medio del mundo —ocupándose de cosas humanas y ordenándolas según Dios—, sea cual sea la situación en que se encuentre y el ámbito en que se desarrolle su existencia.

3. LA CONCRECIÓN DE LA VIRTUD DE LA ESPERANZA EN LA LUCHA ASCÉTICA ORDINARIA DEL CRISTIANO

La cualidad "eclesial" y la humana se encuentran profundamente radicadas en la reflexión teológica del Beato Josemaría sobre la virtud de la esperanza. Se comprueba a través de los tres pasos siguientes, que constituyen la parte analítica principal de este estudio.

1. La vida cristiana, con el impulso de la virtud teologal de la esperanza, se configura como una realidad plenamente humana que puede aflorar en todas las situaciones humanas, por limitadas y coyunturales que éstas sean.

2. La fuerza de la esperanza teologal no elimina el empeño humano; es incompatible, por tanto, con la pasividad y con la evasión irresponsable.

3. El reverso de la concreta vitalidad de la virtud de la esperanza es la lucha ascética cristiana vivida a fondo.

1. La esperanza cristiana, una realidad auténticamente humana

Hablando de la relación entre las esperanzas terrenas y la esperanza cristiana, el Beato Josemaría Escrivá se dirige personalmente al lector en un párrafo rico y denso:

«A mí, y deseo que a vosotros os ocurra lo mismo, la seguridad de sentirme —de saberme— hijo de Dios me llena de verdadera esperanza que, por ser virtud sobrenatural, al infundirse en las criaturas se acomoda a nuestra naturaleza, y es también virtud muy humana. Estoy feliz con la certeza del Cielo que alcanzaremos, si permanecemos fieles hasta el final; con la dicha que nos llegará, quoniam bonus (Sal 105, 1), porque mi Dios es bueno y es infinita su misericordia. Esta convicción me incita a comprender que sólo lo que está marcado con la huella de Dios revela la señal indeleble de la eternidad, y su valor es imperecedero. Por esto, la esperanza no me separa de las cosas de esta tierra, sino que me acerca a esas realidades de un modo nuevo, cristiano, que trata de descubrir en todo la relación de la naturaleza, caída, con Dios Creador y con Dios Redentor» (EC 208, c).

El texto es sugestivo. Es evidente que el cristiano no considera su contexto humano —ese mosaico de los variados elementos que envuelven y conforman su existencia ordinaria en el mundo— del mismo modo que quienes, según la lapidaria frase paulina, no tienen esperanza (1 Tes 4, 13). El cristiano comparte con el no cristiano su naturaleza humana, pero no su humanismo, porque se acerca a las realidades de la tierra «de un modo nuevo, cristiano», es decir, con un esfuerzo positivo por «descubrir en todo la relación de la naturaleza con Dios Creador y con Dios Redentor». La acción de la esperanza cristiana —esperanza viva, unida a la caridad— procede directamente, dice el texto, de «la seguridad de sentirme —de saberme— hijo de Dios». El cristiano, por ser hijo de Dios, ve y considera la entera realidad que le rodea a la luz de la acción creadora del Padre, de la acción redentora del Hijo, de la acción santificadora del Espíritu Santo, es decir, del actuar divino, lleno de misericordia, de omnipotencia, de fidelidad. El cristiano, precisamente porque lo espera todo de Dios y lo espera sólo de Él, no deja de "esperar" en las cosas y de las cosas que Él ha creado; no deja de esperar en el hombre ni siquiera cuando éste aparece ante sus ojos como poco fiable —como pecador—, porque se da cuenta de que el sacrificio redentor del Hijo puede vencer en cualquier momento de la historia todas las sombras del pecado y transformar al hombre, hacerle fuerte, fiel, convertirlo en un hijo amoroso, por más que pródigo.

En otros textos, el Beato Josemaría insiste en este ímpetu intensamente humano de la esperanza cristiana. El cristiano participa en la realidad histórica y cultural que le envuelve con un entusiasmo y una fuerza que parecen derivar directamente de la vitalidad divina intrínseca a la virtud de la esperanza. Escribe el Fundador del Opus Dei, por ejemplo:

«El mundo... —"¡Esto es lo nuestro!"... —Y lo afirmas, después de poner la mirada y la cabeza en el cielo, con la seguridad del labriego que camina soberano por su propia mies: "regnare Christum volumus!" —¡queremos que Él reine sobre esta tierra suya!» (Surco, n. 292).

«"Es tiempo de esperanza, y vivo de este tesoro. No es una frase, Padre —me dices—, es una realidad"... Entonces..., el mundo entero, todos los valores humanos que te atraen con una fuerza enorme —amistad, arte, ciencia, filosofía, teología, deporte, naturaleza, cultura, almas...—, todo eso deposítalo en la esperanza: en la esperanza de Cristo» (Surco, n. 293).

«No lo olvidéis nunca: después de la muerte, os recibirá el Amor. Y en el amor de Dios encontraréis, además, todos los amores limpios que habéis tenido en la tierra» (EC 221 b).

Y el optimismo, ese resorte decisivo para emprender cualquier proyecto humano, es presentado teológicamente, por el Fundador del Opus Dei, como manifestación genuina de una esperanza cristiana proyectada sobre las cosas humanas con el objeto de remover los obstáculos que se oponen al progreso terreno:

«Utilizando estos recursos [la recepción del sacramento de la Penitencia y el cumplimiento del deber cristiano], con buena voluntad, y rogando al Señor que nos otorgue una esperanza cada día más grande, poseeremos la alegría contagiosa de los que se saben hijos de Dios... Optimismo, por lo tanto. Movidos por la fuerza de la esperanza, lucharemos para borrar la mancha viscosa que extienden los sembradores del odio, y redescubriremos el mundo con una perspectiva gozosa, porque ha salido hermoso y limpio de las manos de Dios, y así de bello lo restituiremos a Él, si aprendemos a arrepentirnos» (EC 219 c).

«Movido por la esperanza», dice el Beato Josemaría Escrivá, el cristiano encara la vida y el mundo, lucha por superar el mal y descubre —redescubre— en lo creado la huella profunda y viva de la alegría y del amor del Padre por lo que ha salido de sus manos; y en esa complacencia divina encuentra apoyo y sostén para su empeño cristiano. Los textos del Beato Josemaría que apuntan en este sentido son muy numerosos[7].

Cabría, sin embargo, preguntarse cómo es posible que la acción vivificante de Dios, que se manifiesta en la esperanza cristiana y lleva al hombre a su realización personal y colectiva, se relacione de modo tan "natural" y espontáneo con la concreta realidad humana e infunda sobre ésta semejante fuerza. Y la respuesta habría de ser, lógicamente, que lo que produce en el quehacer humano y cristiano en todos los ámbitos de este mundo esa fuerza insospechada y perenne es la misma realidad que nos ha convertido en hijos de Dios, la encarnación del Hijo Eterno. Escribe, a este propósito, el Beato Josemaría:

«Tanto se ha acercado el Señor a las criaturas, que todos guardamos en el corazón hambres de altura, ansias de subir muy alto, de hacer el bien. Si remuevo en ti ahora esas aspiraciones, es porque quiero que te convenzas de la seguridad que Él ha puesto en tu alma: si le dejas obrar, servirás —donde estás— como instrumento útil, con una eficacia insospechada» (EC 214 a).

La paternal solicitud de Dios se hace tangible y plenamente humana para quien medita asiduamente sobre la extraordinaria sinfonía de lo humano y lo divino que se da en Jesucristo, Hijo de Dios hecho hombre: esa sinfonía se reproduce en la vida de cada bautizado, de cada hijo de Dios, que ha de ser una vida plenamente "crística", es decir, modelada según la hechura de la vida terrena —tan llena de cosas concretas y tan aparentemente ordinaria— de Jesucristo:

«Mezclaos con frecuencia entre los personajes del Nuevo Testamento. Saboread aquellas escenas conmovedoras en las que el Maestro actúa con gestos divinos y humanos, o relata con giros humanos y divinos la historia sublime del perdón, la de su Amor ininterrumpido por sus hijos. Esos trasuntos del Cielo se renuevan también ahora, en la perenne actualidad del Evangelio: se palpa, se nota, cabe afirmar que se toca con las manos la protección divina; un amparo que gana en vigor, cuando vamos adelante a pesar de los traspiés, cuando comenzamos y recomenzamos, que esto es la vida interior, vivida con la esperanza en Dios» (EC 216 a).

2. La fuerza de la esperanza teologal es incompatible con la pasividad y con la evasión irresponsable

Hemos aludido antes a la crítica del Beato Josemaría a las extrapolaciones exclusivamente humanas de la esperanza. En la homilía La esperanza del cristiano, el Fundador del Opus Dei describe incisivamente otro modo de considerar la esperanza que es igualmente incompatible con la doctrina cristiana, por su excesivamente despreocupada "confianza" en Dios. La esperanza, según esta visión, sería una coartada para justificar la irresponsabilidad, el egoísmo sutil, la fantasía que desea escapar del momento presente, la indolencia, la comodidad, la superficialidad, la evasión de la concreta realidad humana y cristiana.

«Con monótona cadencia sale de la boca de muchos el ritornello, ya tan manido, de que la esperanza es lo último que se pierde; como si la esperanza fuera un asidero para seguir deambulando sin complicaciones, sin inquietudes de conciencia; o como si fuera un expediente que permite aplazar sine die la oportuna rectificación de la conducta, la lucha para alcanzar metas nobles y, sobre todo, el fin supremo de unirnos con Dios.

»Yo diría que ése es el camino para confundir la esperanza con la comodidad. En el fondo, no hay ansias de conseguir un verdadero bien, ni espiritual, ni material legítimo; la pretensión más alta de algunos se reduce a esquivar lo que podría alterar la tranquilidad —aparente— de una existencia mediocre. Con un alma tímida, encogida, perezosa, la criatura se llena de sutiles egoísmos y se conforma con que los días, los años, transcurran sine spe nec metu, sin aspiraciones que exijan esfuerzos, sin las zozobras de la pelea: lo que importa es evitar el riesgo del desaire y de las lágrimas. ¡Qué lejos se está de obtener algo, si se ha malogrado el deseo de poseerlo, por temor a las exigencias que su conquista comporta!

»No falta tampoco la actitud superficial de quienes —incluso con visos de afectada cultura o de ciencia— componen con la esperanza poesía fácil. Incapaces de enfrentarse sinceramente con su intimidad y de decidirse por el bien, limitan la esperanza a una ilusión, a un ensueño utópico, al simple consuelo ante las congojas de una vida difícil. La esperanza —¡falsa esperanza!— se muda para éstos en una frívola veleidad, que a nada conduce» (EC 207).

De hecho, esa visión pasiva y desencarnada de la esperanza pretende que Dios se encargue de resolver todos los problemas y preocupaciones que afligen al hombre, de modo que éste pueda eludir cómodamente el empeño responsable, humano y cristiano, en el mundo. Por eso afirma el Beato Josemaría Escrivá:

«Déjate de construir castillos con la fantasía, decídete a abrir tu alma a Dios, pues exclusivamente en el Señor hallarás fundamento real para tu esperanza y para hacer el bien a los demás» (EC 211 a)... «Esos propósitos tan poco delineados me parecen ilusiones falaces, que intentan acallar las llamadas divinas que percibe el corazón; fuegos fatuos, que no queman ni dan calor, y que desaparecen con la misma fugacidad con que han surgido (EC 211 b)[8]. «Militia est vita hominis super terram, et sicut dies mercenarii, dies eius (Job 7, 1), la vida del hombre sobre la tierra es milicia, y sus días transcurren con el peso del trabajo. Nadie escapa a este imperativo; tampoco los comodones que se resisten a enterarse: desertan de las filas de Cristo, y se afanan en otras contiendas para satisfacer su poltronería, su vanidad, sus ambiciones mezquinas; andan esclavos de sus caprichos» (EC 217 b).

Es evidente en las palabras del Beato Josemaría que la acción de la gracia a través de la virtud de la esperanza de ningún modo es incompatible con el esfuerzo inteligente, solidario, realista, adecuado a una concreta situación histórica, del cristiano. La paradoja y la riqueza principal de la reflexión viva y vital del Beato Josemaría sobre la virtud de la esperanza está precisamente en la correspondencia exacta entre la acción divina propia de la virtud de la esperanza y la lucha esforzada del cristiano. Cuando no hay lucha, se puede decir que no hay santidad, no porque la santidad sea un producto de la lucha ascética, sino porque la lucha ascética cristiana no es otra cosa que la concreta y generosa acogida de la gracia de Dios.

3. La lucha ascética cristiana, manifestación de la virtud de la esperanza

Hay diferentes formas de "quietismo" que coinciden en considerar que el efecto propio de la gracia de Dios es simplificar la acción humana, ahorrar al hombre el uso inteligente y perseverante de sus fuerzas, rellenar las lagunas y deficiencias de su debilidad o incompetencia. Sólo un planteamiento de este tipo, se dice, es coherente con la gratuidad de la gracia divina y conduce a la plena confianza en Dios. En relación con la gracia, que nos lleva adelante y nos inspira, toda actividad humana "positiva" sería, en el mejor de los casos, irrelevante, cuando no un obstáculo a la gracia. Mucho se podría hablar sobre las controversias históricas en torno a esta visión, que en este momento está ya un tanto superada. Lo que es evidente para el Beato Josemaría Escrivá es que la gracia de Dios no ahorra el empleo de las energías humanas, sino más bien al revés, induce a la auténtica lucha ascética, «complicando la vida», como tantas veces recordó[9]. En otras palabras, la confianza humana en Dios y en su gracia se refleja precisamente en una perseverante lucha ascética.

El riquísimo entrelazamiento entre la gracia divina y la respuesta humana generosa (humilde pero comprometida e inteligente) está en la misma médula de los escritos del Fundador del Opus Dei. Atendiendo principalmente a la homilía La esperanza del cristiano, se puede decir que sus enseñanzas al respecto se orientan en dos direcciones complementarias: (1) la acción de Dios por medio de la gracia, tal como ya se ha dicho, induce o inspira experimentalmente al hombre a la lucha perseverante por superar los obstáculos que se oponen a una vida cristiana; (2) la libre, personal y confiada respuesta del hombre a esta gracia se manifiesta como lucha ascética concreta y habitual. No se trata, claro está, de una lucha ascética preparativa, es decir, previa a la acción de la gracia o independiente de su lógica, porque la naturaleza de la lucha ascética cristiana está determinada, en su contenido y en su forma, por la lógica de la gracia. Por esta razón, la ascética cristiana es radicalmente distinta de la meramente humana (piénsese, por ejemplo, en la ascesis estoica), porque en ella el cristiano manifiesta conscientemente su confiada esperanza en Dios. Los textos del Beato Josemaría reproducidos a continuación presentan atinadamente este aspecto.

«Acostumbraos a ver a Dios detrás de todo, a saber que Él nos aguarda siempre, que nos contempla y reclama justamente que le sigamos con lealtad, sin abandonar el lugar que en este mundo nos corresponde. Hemos de caminar con vigilancia afectuosa, con una preocupación sincera de luchar, para no perder su divina compañía» (EC 218 b)... «..."Contra spem, in spem!" —vive de esperanza segura, contra toda esperanza. Apóyate en esta roca firme que te salvará y empujará. Es una virtud teologal, ¡estupenda!, que te animará a adelantar, sin temor a pasarte de la raya, y te impedirá detenerte. —¡No me mires así!: ¡sí!, cultivar la esperanza significa robustecer la voluntad» (Surco, n. 780).

Dios está pendiente del hombre, lo espera, es exigente con él; y el hombre camina vigilante para no perder su compañía. "Cultivar la esperanza", esa esperanza divina que impulsa a avanzar sin temor e impide detenerse, significa, por parte del hombre, «robustecer la voluntad».

Tres son las principales manifestaciones prácticas de esta reciprocidad entre la virtud de la esperanza y la lucha cristiana:

1. Sin una decidida lucha ascética, la acción de Dios en el hombre es ineficaz. Los siguientes cinco textos, pertenecientes a la homilía La esperanza del cristiano, exponen esta convicción. Se afirma en ellos, en el fondo, que con nuestra respuesta personal el Señor "obra en nosotros y por medio de nosotros", infundiendo seguridad en nuestra alma, de modo que las dificultades objetivas que nos obligan a luchar no son obstáculo, sino condición para el desarrollo de la vida cristiana, porque nos ofrecen la posibilidad de seguir de cerca a Cristo; por el contrario, cuando no hay una lucha concreta se pierde el sentido y el frescor de la esperanza.

«Por el Bautismo, somos portadores de la palabra de Cristo, que serena, que enciende y aquieta las conciencias heridas. Y para que el Señor actúe en nosotros y por nosotros, hemos de decirle que estamos dispuestos a luchar cada jornada, aunque nos veamos flojos e inútiles, aunque percibamos el peso inmenso de las miserias personales y de la pobre personal debilidad. Hemos de repetirle que confiamos en Él, en su asistencia: si es preciso, como Abraham, contra toda esperanza (Rom 4, 18)» (EC 210 b).

«Tanto se ha acercado el Señor a las criaturas, que todos guardamos en el corazón hambres de altura, ansias de subir muy alto, de hacer el bien. Si remuevo en ti ahora esas aspiraciones, es porque quiero que te convenzas de la seguridad que Él ha puesto en tu alma: si le dejas obrar, servirás —donde estás— como instrumento útil, con una eficacia insospechada. Para que no te apartes por cobardía de esa confianza que Dios deposita en ti, evita la presunción de menospreciar ingenuamente las dificultades que aparecerán en tu camino de cristiano» (EC 214 a).

«Lejos de desalentarnos, las contrariedades han de ser un acicate[10] para crecer como cristianos: en esa pelea nos santificamos, y nuestra labor apostólica adquiere mayor eficacia. Al meditar esos momentos en los que Jesucristo —en el Huerto de los Olivos y, más tarde, en el abandono y el ludibrio de la Cruz— acepta y ama la Voluntad del Padre, mientras siente el peso gigante de la Pasión, hemos de persuadirnos de que para imitar a Cristo, para ser buenos discípulos suyos, es preciso que abracemos su consejo: si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz, y me siga (Mt 16, 24). Por esto, me gusta pedir a Jesús, para mí: Señor, ¡ningún día sin cruz! Así, con la gracia divina, se reforzará nuestro carácter, y serviremos de apoyo a nuestro Dios, por encima de nuestras miserias personales.

»Compréndelo: si, al clavar un clavo en la pared, no encontrases resistencia, ¿qué podrías colgar allí? Si no nos robustecemos, con el auxilio divino, por medio del sacrificio, no alcanzaremos la condición de instrumentos del Señor. En cambio, si nos decidimos a aprovechar con alegría las contrariedades, por amor de Dios, no nos costará ante lo difícil y lo desagradable, ante lo duro y lo incómodo, exclamar con los Apóstoles Santiago y Juan: ¡podemos! (Mc 10, 39)» (EC 216 c-d).

«Cuando no se lucha consigo mismo, cuando no se rechazan terminantemente los enemigos que están dentro de la ciudadela interior —el orgullo, la envidia, la concupiscencia de la carne y de los ojos, la autosuficiencia, la alocada avidez de libertinaje—, cuando no existe esa pelea interior, los más nobles ideales se agostan como la flor del heno, que al salir el sol ardiente, se seca la hierba, cae la flor, y se acaba su vistosa hermosura (Sant 1, 10-11). Después, en el menor resquicio brotarán el desaliento y la tristeza, como una planta dañina e invasora» (EC 211 a)... «Si no luchas, no me digas que intentas identificarte más con Cristo, conocerle, amarle. Cuando emprendemos el camino real de seguir a Cristo, de portarnos como hijos de Dios, no se nos oculta lo que nos aguarda: la Santa Cruz, que hemos de contemplar como el punto central donde se apoya nuestra esperanza de unirnos al Señor» (EC 212 a).

2. En el ejercicio concreto de la lucha ascética se pone confiadamente la mirada en Dios. El cristiano se esfuerza en una lucha práctica y perseverante, en una lucha gozosa, positiva, enamorada, que se manifiesta en el concreto ejercicio de las virtudes humanas, en el cumplimiento del deber, en la caridad con quienes le rodean. Sin embargo, no deja de tener presente que hace eso "por Dios, con el pensamiento en su gloria, con la mirada alta, anhelando la Patria definitiva". Se comprueba en los siguientes pasajes de La esperanza del cristiano:

«Por eso, me convenceré de que tus intenciones para alcanzar la meta son sinceras, si te veo marchar con determinación. Obra el bien, revisando tus actitudes ordinarias ante la ocupación de cada instante; practica la justicia, precisamente en los ámbitos que frecuentas, aunque te dobles por la fatiga; fomenta la felicidad de los que te rodean, sirviendo a los otros con alegría en el lugar de tu trabajo, con esfuerzo para acabarlo con la mayor perfección posible, con tu comprensión, con tu sonrisa, con tu actitud cristiana. Y todo, por Dios, con el pensamiento en su gloria, con la mirada alta, anhelando la Patria definitiva, que sólo ese fin merece la pena» (EC 211 c).

«Si la situación de lucha es connatural a la criatura humana, procuremos cumplir nuestras obligaciones con tenacidad, rezando y trabajando con buena voluntad, con rectitud de intención, con la mirada puesta en lo que Dios quiere» (EC 217 c).

«Esta lucha del hijo de Dios no va unida a tristes renuncias, a oscuras resignaciones, a privaciones de alegría: es la reacción del enamorado, que mientras trabaja y mientras descansa, mientras goza y mientras padece, pone su pensamiento en la persona amada, y por ella se enfrenta gustosamente con los diferentes problemas. En nuestro caso, además, como Dios —insisto— no pierde batallas, nosotros, con Él, nos llamaremos vencedores» (EC 219 a).

Hay en la lucha ascética, por tanto, una confianza filial basada en las promesas del mismo Dios, una confianza no abstracta u ocasional, sino ejercitada «con la mirada alta» en los momentos de mayor cansancio. Y es esta confianza lo que da fuerza, lo que da la auténtica fortaleza divina.

«Te he rogado que, en medio de las ocupaciones, procures alzar tus ojos al Cielo perseverantemente, porque la esperanza nos impulsa a agarrarnos a esa mano fuerte que Dios nos tiende sin cesar, con el fin de que no perdamos el punto de mira sobrenatural; también cuando las pasiones se levantan y nos acometen para aherrojarnos en el reducto mezquino de nuestro yo, o cuando —con vanidad pueril— nos sentimos el centro del universo. Yo vivo persuadido de que, sin mirar hacia arriba, sin Jesús, jamás lograré nada; y sé que mi fortaleza, para vencerme y para vencer, nace de repetir aquel grito: todo lo puedo en Aquel que me conforta (Fil 4, 13)» (EC 213 b).

«...La certeza de nuestra nulidad personal —no se requiere una gran humildad para reconocer esta realidad: somos una auténtica multitud de ceros— se trocará en una fortaleza irresistible, porque a la izquierda de nuestro yo estará Cristo, y ¡qué cifra inconmensurable resulta!: el Señor es mi fortaleza y mi refugio, ¿a quién temeré? (Sal 26, 1)» (EC 218 a)[11].

En el texto siguiente, el Beato Josemaría glosa la conocida sentencia de Baltasar Gracián: «Hanse de procurar los medios humanos como si no hubiese divinos, y los divinos como si no hubiese humanos»[12]. En su comentario, el Fundador del Opus Dei insiste en la necesidad de emplear a fondo las fuerzas humanas contra la debilidad presente en todo hombre, emprendiendo «esas ascensiones, esas tareas divinas y humanas de cada día que siempre desembocan en el Amor de Dios».

«No hemos de extrañarnos. Arrastramos en nosotros mismos —consecuencia de la naturaleza caída— un principio de oposición, de resistencia a la gracia: son las heridas del pecado de origen, enconadas por nuestros pecados personales. Por tanto, hemos de emprender esas ascensiones, esas tareas divinas y humanas —las de cada día—, que siempre desembocan en el Amor de Dios, con humildad, con corazón contrito, fiados en la asistencia divina, y dedicando nuestros mejores esfuerzos como si todo dependiera de uno mismo» (EC 214 b).

3. La lucha ascética, con su característico "comenzar y recomenzar", tan familiar a la virtud de la esperanza, se traduce en humildad, en conversión y en penitencia. Son muchos los textos del Fundador del Opus Dei que exponen esta realidad. Por ejemplo:

«Advierte la Escritura Santa que hasta el justo cae siete veces (Pro 24, 16). Siempre que he leído estas palabras, se ha estremecido mi alma con una fuerte sacudida de amor y de dolor... Una sacudida de amor, os decía. Miro mi vida y, con sinceridad, veo que no soy nada, que no valgo nada, que no tengo nada, que no puedo nada; más: ¡que soy la nada!, pero Él es el todo y, al mismo tiempo, es mío, y yo soy suyo, porque no me rechaza, porque se ha entregado por mí. ¿Habéis contemplado amor más grande? Y una sacudida de dolor, pues repaso mi conducta, y me asombro ante el cúmulo de mis negligencias. Me basta examinar las pocas horas que llevo de pie en este día, para descubrir tanta falta de amor, de correspondencia fiel. Me apena de veras este comportamiento mío, pero no me quita la paz. Me postro ante Dios, y le expongo con claridad mi situación. Enseguida recibo la seguridad de su asistencia, y escucho en el fondo de mi corazón que Él me repite despacio: meus es tu! (Is 43, 1); sabía —y sé— cómo eres, ¡adelante!» (EC 215 a-c).

La lectura de ese texto del libro de los Proverbios mueve al Beato Josemaría a comunicar su experiencia personal: como criatura, tiene clara conciencia de que él es nada delante de Dios y, paralelamente, de que el Señor es bueno y fiel, de que «es mío, y yo soy suyo»; como pecador, se duele por su falta de correspondencia, pero ese dolor no le quita la paz ni le conduce a la desesperación, porque, a pesar de todo, Dios se muestra siempre fiel y dice suavemente al corazón del cristiano: meus es tu[13].

La vida interior, en consecuencia, difícilmente presentará el perfil rectilíneo de un crecimiento suave y constante, serenamente verificable y cuantificable: más bien se resolverá en un «ir adelante a pesar de los traspiés, comenzando y recomenzando» con tenacidad, porque precisamente los momentos en que parece que las victorias no llegan y se retrocede en la vida espiritual presentan una singular oportunidad de ejercitar la virtud de la esperanza, a través de la cual «se palpa, se nota, cabe afirmar que se toca con las manos la protección divina». Encontramos esta idea en numerosos textos del Beato Josemaría:

«Esos trasuntos del Cielo [la vida de Jesús en la tierra] se renuevan también ahora, en la perenne actualidad del Evangelio: se palpa, se nota, cabe afirmar que se toca con las manos la protección divina; un amparo que gana en vigor, cuando vamos adelante a pesar de los traspiés, cuando comenzamos y recomenzamos, que esto es la vida interior, vivida con la esperanza en Dios» (EC 216 a).

«Debo preveniros ante una asechanza, que no desdeña en emplear Satanás —¡ése no se toma vacaciones!—, para arrancarnos la paz. Quizá en algún instante se insinúa la duda, la tentación de pensar que se retrocede lamentablemente, o de que apenas se avanza; hasta cobra fuerza el convencimiento de que, no obstante el empeño por mejorar, se empeora. Os aseguro que, de ordinario, ese juicio pesimista refleja sólo una falsa ilusión, un engaño que conviene rechazar. Suele suceder, en esos casos, que el alma se torna más atenta, la conciencia más fina, el amor más exigente; o bien, ocurre que la acción de la gracia ilumina con más intensidad, y saltan a los ojos tantos detalles que en una penumbra pasarían inadvertidos. Sea lo que fuere, hemos de examinar atentamente esas inquietudes, porque el Señor, con su luz, nos pide más humildad o más generosidad. Acordaos de que la Providencia de Dios nos conduce sin pausas, y no escatima su auxilio —con milagros portentosos y con milagros menudos— para sacar adelante a sus hijos» (EC 217 a)[14]. «En las batallas del alma, la estrategia muchas veces es cuestión de tiempo, de aplicar el remedio conveniente, con paciencia, con tozudez. Aumentad los actos de esperanza. Os recuerdo que sufriréis derrotas, o que pasaréis por altibajos —Dios permita que sean imperceptibles— en vuestra vida interior, porque nadie anda libre de esos percances. Pero el Señor, que es omnipotente y misericordioso, nos ha concedido los medios idóneos para vencer. Basta que los empleemos, como os comentaba antes, con la resolución de comenzar y recomenzar en cada momento, si fuera preciso» (EC 219 b)[15].

Por último, un aspecto central de la lucha cristiana descrita en estas enseñanzas es la conversión, la penitencia, y consecuentemente la recepción asidua del sacramento de la Reconciliación, fuente de alegría y fruto del don de la esperanza, don que el Señor nos concede cada vez con mayor abundancia.

«Acudid semanalmente —y siempre que lo necesitéis, sin dar cabida a los escrúpulos— al santo Sacramento de la Penitencia, al sacramento del divino perdón. Revestidos de la gracia, cruzaremos a través de los montes (cfr. Sal 103, 10), y subiremos la cuesta del cumplimiento del deber cristiano, sin detenernos. Utilizando estos recursos, con buena voluntad, y rogando al Señor que nos otorgue una esperanza cada día más grande, poseeremos la alegría contagiosa de los que se saben hijos de Dios... Optimismo, por lo tanto. Movidos por la fuerza de la esperanza, lucharemos para borrar la mancha viscosa que extienden los sembradores del odio, y redescubriremos el mundo con una perspectiva gozosa, porque ha salido hermoso y limpio de las manos de Dios, y así de bello lo restituiremos a Él, si aprendemos a arrepentirnos» (EC 219 c).

4. CONCLUSIÓN: LA VALIDEZ TEOLÓGICA DE LA REFLEXIÓN DEL BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ SOBRE LA VIRTUD DE LA ESPERANZA

¿Se puede, entonces, dar validez teológica, al menos hipotética, a la viva y hermosa reflexión que ha hecho el Beato Josemaría sobre la esperanza en la homilía La esperanza del cristiano y en otros escritos suyos? Después de todo lo visto hasta ahora, la respuesta tiene que ser afirmativa, porque es evidente que la del Beato Josemaría Escrivá es una reflexión de fe a partir de una experiencia cristiana plenamente integrada en la realidad humana: es decir, se trata de una reflexión eclesial y no excepcional. Pero estudiemos ahora con más detenimiento estos dos aspectos: el humano y el eclesial.

1. Una experiencia plenamente humana

La teología siempre ha sostenido que la esperanza es virtud sólo en la medida en que es teologal[16], es decir, sólo en cuanto tiene por objeto el Amor «que sacia sin saciar», sólo en cuanto encuentra su motivación y su fundamento en la misericordia omnipotente y fidelísima de Dios. En el pensamiento de nuestro siglo, por desgracia, ha ejercido una poderosa influencia el prejuicio de que los cristianos, cuando predican esta virtud y la dirigen a su objeto primordial (Dios, el cielo, la vida eterna), evidencian el inconfesado deseo de huir de la realidad, de eludir los múltiples y cambiantes desafíos humanos que presenta el mundo. En consecuencia, ha sido inevitable que, una vez consumado el derrumbe de las filosofías nihilistas, destructoras de la esperanza, las modernas visiones de una esperanza secularizada —directa o indirectamente inspiradas en el pensamiento marxista[17]- hayan cosechado un cierto éxito. El hecho de que éste tampoco haya sido duradero justifica la conclusión de que cualquier reflexión sobre la esperanza que no sea capaz de tocar el corazón del hombre en sus más nobles aspiraciones, que no mueva eficazmente al perseverante esfuerzo en orden a la construcción de un mundo mejor, más justo, más a la medida del hombre, no es creíble. Al mismo tiempo, el agotamiento utópico que caracteriza a este final del milenio nos enseña que sin la acción silenciosa de esa agua viva que salta hasta la vida eterna (Jn 4, 14), sin ese amor de Dios difundido en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que se nos ha dado (Rom 5, 5), la esperanza tiende a desaparecer o a tornarse meramente espiritual y desencarnada. De manera concisa pero existencial y rigurosa, el Beato Josemaría Escrivá ha enseñado que, por el contrario, esa acción de Dios denominada esperanza, alimentando «maravillosas hogueras de amor, con un fuego que mantiene palpitante el corazón» (EC 205 a), se manifiesta plenamente en las concretas situaciones humanas de cada momento histórico como una disposición estable a la lucha para superar los obstáculos, tanto interiores como exteriores, tanto personales como colectivos. En la práctica sería imposible, sin esta esperanza, perseverar en tal esfuerzo.

2. Una experiencia plenamente eclesial y universal

La reflexión del Beato Josemaría sobre la esperanza se desarrolla en dos momentos estrechamente unidos entre sí: por una parte, es una reflexión que, a la luz de la palabra de Dios, profundiza en la experiencia de la gracia, generosamente acogida en la propia vida; por otra parte, que en realidad es inseparable de la anterior, la reflexión del Beato Josemaría se proyecta sobre la Iglesia y la humanidad[18], sobre esa misma experiencia existencial en la vida de muchos hombres y mujeres a los que, con frecuencia, ha removido su propia predicación y su propio ejemplo[19]. La primera reflexión le ofrece la posibilidad de entender y calibrar la segunda; pero, al mismo tiempo, la segunda reflexión, es decir, la nacida de la experiencia de personas que se encuentran en las más variadas situaciones humanas, confirma y ratifica la primera, esto es, la que se origina en la propia experiencia de la gracia.

El Beato Josemaría se da cuenta de que la esperanza florece con fuerza, en su propia vida y en la de hombres y mujeres de toda condición —enfrentados, por tanto, con todos los desafíos pequeños y grandes que la vida terrena presenta—, cuando los sobreabundantes dones de Dios son acogidos con generosidad y perseverancia. Es esta gozosa realidad lo que le impulsa a dirigirse con tanta fuerza y constancia a todos los hombres: «Espéralo todo de Jesús: tú no tienes nada, no vales nada, no puedes nada. —Él obrará, si en Él te abandonas»[20]. Es también esta experiencia, personal y eclesial a la vez y vivida a fondo, lo que le mueve a gritar a los cuatro vientos su fe y su esperanza inconmovibles en el Dios de Jesucristo.

La virtud teologal de la esperanza ha de considerarse esencial en el conjunto de la reflexión teológica y espiritual del Beato Josemaría. Basta pensar en su infatigable predicación, a lo largo de toda su vida, sobre la llamada universal a la santidad[21]. Cuando se afirma, como ha hecho el último Concilio Ecuménico[22], que la llamada a la santidad es efectivamente universal, lo que en el fondo se está proclamando es que ninguna realidad humana o creada puede obstaculizar o condicionar seriamente el despliegue de la bondad omnipotente de Dios, empeñada en llevar a sus hijos a la plenitud de la santidad en Cristo. En consecuencia, el cristiano puede y debe esperar de Dios la gracia, la abundancia de sus dones, no —por así decir— a pesar de sus propias limitaciones interiores y de los obstáculos exteriores, sino en y por medio de todas las vicisitudes y circunstancias de su concreta existencia.

Paul O'Callaghan

Universidad Pontificia de la Santa Cruz

[1] JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Consideraciones espirituales, Cuenca 1934, p. 67. Esta colección fue posteriormente ampliada, y en 1939 se publicó con otro título: Camino. El punto citado de Consideraciones espirituales corresponde al n. 731 de Camino.

[2] Cfr., en relación con estas reflexiones metodológicas fundamentales, A. DEL PORTILLO, Significado teológico-espiritual de "Camino", en J. Morales (ed.), "Escritos sobre Camino", Madrid 1989, pp. 45-56.

[3] JOSEMARÍA ESCRIVÁ, La esperanza del cristiano (8-VI-1968), en "Amigos de Dios", Madrid 1996, nn. 205-221. Las citas de esta homilía, fundamental en la reflexión del Beato Josemaría sobre la esperanza, se indican en adelante con la sigla EC seguida del número y párrafo de la mencionada edición en Amigos de Dios.

[4] «Cuando hables de las virtudes teologales, de la fe, de la esperanza, del amor, piensa que, antes que para teorizar, son virtudes para vivir» (Forja, n. 479).

[5] El teólogo G. GRESHAKE afirma que los santos «no viven de una doctrina, sino que es su vida la que produce una doctrina» (L'uomo e la salvezza di Dio, en AA.VV., "Problemi e prospettive di teologia dogmatica", Brescia 1983, p. 310). Cfr. también las jugosas reflexiones de H. URS VON BALTHASAR, Teologia e santità: "Verbum Caro", vol. 1, Brescia 1985, pp. 200-229.

[6] Estos son algunos de los textos mas representativos: «...La esperanza en Dios enciende maravillosas hogueras de amor, con un fuego que mantiene palpitante el corazón, sin desánimos, sin decaimientos, aunque a lo largo del camino se sufra, y a veces se sufra de veras» (EC 205 a); «Aquí, en la presencia de Dios, que nos preside desde el Sagrario —¡cómo fortalece esta proximidad real de Jesús!—, vamos a meditar hoy acerca de ese suave don de Dios, la esperanza, que colma nuestras almas de alegría, spe gaudentes (Rom 12, 12), gozosos, porque —si somos fieles— nos aguarda el Amor infinito» (EC 206 a); «Don de Dios que colma el alma de alegría»...: no se trata, por tanto, de una alegría cualquiera, sino de «la luz y el calor de Dios, y la inefable alegría de la esperanza teologal» (EC 206 b). Cfr. también Camino, n. 659: «La alegría que debes tener no es esa que podríamos llamar fisiológica, de animal sano, sino otra sobrenatural, que procede de abandonar todo y abandonarte en los brazos amorosos de nuestro Padre-Dios»; «...La seguridad de sentirme —de saberme— hijo de Dios me llena de verdadera esperanza que, por ser virtud sobrenatural, al infundirse en las criaturas se acomoda a nuestra naturaleza, y es también virtud muy humana...» (EC 208 c); «Te he rogado que, en medio de las ocupaciones, procures alzar tus ojos al Cielo perseverantemente, porque la esperanza nos impulsa a agarrarnos a esa mano fuerte que Dios nos tiende sin cesar, con el fin de que no perdamos el punto de mira sobrenatural...» (EC 213 b); «Advierte la Escritura Santa que hasta el justo cae siete veces (Pro 24, 16). Siempre que he leído estas palabras, se ha estremecido mi alma con una fuerte sacudida de amor y de dolor... Una sacudida de amor, os decía. Miro mi vida y, con sinceridad, veo que no soy nada, que no valgo nada, que no tengo nada, que no puedo nada; más: ¡que soy la nada!, pero Él es el todo y, al mismo tiempo, es mío, y yo soy suyo, porque no me rechaza, porque se ha entregado por mí... Y una sacudida de dolor... Me apena de veras este comportamiento mío, pero no me quita la paz. Me postro ante Dios, y le expongo con claridad mi situación. Enseguida recibo la seguridad de su asistencia, y escucho en el fondo de mi corazón que Él me repite despacio: meus es tu!" (Is 43, 1); sabía —y sé— cómo eres, ¡adelante!» (EC 215, a-c); «...De nada sirven todas las maravillas de la tierra, todas las ambiciones colmadas, si en nuestro pecho no arde la llama de amor vivo, la luz de la santa esperanza que es un anticipo del amor interminable en nuestra definitiva Patria» (Amigos de Dios, 278 b).

[7] «Ha querido el Señor que sus hijos, los que hemos recibido el don de la fe, manifestemos la original visión optimista de la creación, el "amor al mundo" que late en el cristianismo. —Por tanto, no debe faltar nunca ilusión en tu trabajo profesional, ni en tu empeño por construir la ciudad temporal» (Forja, n. 703). Cfr., especialmente, la homilía Amar al mundo apasionadamente (8-X-1967), en la que el Beato Josemaría explica la expresión «materialismo cristiano».

[8] Sobre la imagen de los «fuegos fatuos», cfr. también Camino, n. 412; Forja, n. 57.

[9] Cfr., por ejemplo, Amigos de Dios, nn. 21 a, 207 a, 223 b; Es Cristo que pasa, n. 19 b; Camino, n. 6; Forja, nn. 900, 902.

[10] Cfr. Surco, nn. 134, 626.

[11] Cfr Camino, n. 473.

[12] B. GRACIÁN, Oráculo manual y arte de prudencia, n. 251.

[13] «Repasad con calma aquella divina advertencia, que llena el alma de inquietud y, al mismo tiempo, le trae sabores de panal y de miel: redemi te, et vocavi te nomine tuo: meus es tu (Is 43, 1); te he redimido y te he llamado por tu nombre: ¡eres mío! No robemos a Dios lo que es suyo. Un Dios que nos ha amado hasta el punto de morir por nosotros, que nos ha escogido desde toda la eternidad, antes de la creación del mundo, para que seamos santos en su presencia: y que continuamente nos brinda ocasiones de purificación y de entrega» (Amigos de Dios, n. 312 b). Cfr. Forja, nn. 12, 123.

[14] «En el camino de la santificación personal, se puede a veces tener la impresión de que, en lugar de avanzar, se retrocede; de que, en vez de mejorar, se empeora... Mientras haya lucha interior, ese pensamiento pesimista es sólo una falsa ilusión, un engaño, que conviene rechazar. —Persevera tranquilo: si peleas con tenacidad, progresas en tu camino y te santificas» (Forja, n. 223); cfr. ibid., n. 222; «Renovad cada mañana, con un serviam! decidido —¡te serviré, Señor!—, el propósito de no ceder, de no caer en la pereza o en la desidia, de afrontar los quehaceres con más esperanza, con más optimismo, bien persuadidos de que si en alguna escaramuza salimos vencidos podremos superar ese bache con un acto de amor sincero» (EC 217 d).

[15] «Insisto, ten ánimos, porque Cristo, que nos perdonó en la Cruz, sigue ofreciendo su perdón en el Sacramento de la Penitencia, y siempre tenemos por abogado ante el Padre a Jesucristo, el Justo... (1 Jn 2, 1-2)... ¡Adelante, pase lo que pase! Bien cogido del brazo del Señor, considera que Dios no pierde batallas. Si te alejas de Él por cualquier motivo, reacciona con la humildad de comenzar y recomenzar; de hacer de hijo pródigo todas las jornadas, incluso repetidamente en las veinticuatro horas del día; de ajustar tu corazón contrito en la Confesión, verdadero milagro del Amor de Dios. En este Sacramento maravilloso, el Señor limpia tu alma y te inunda de alegría y de fuerza para no desmayar en tu pelea, y para retornar sin cansancio a Dios, aun cuando todo te parezca oscuro. Además, la Madre de Dios, que es también Madre nuestra, te protege con su solicitud maternal, y te afianza en tus pisadas» (EC 214 d-e).

[16] Cfr., por ejemplo, SANTO TOMÁS DE AQUINO, S.Th. II-II, q. 17, a. 1-3.

[17] Pienso especialmente en la influencia que ha tenido la reflexión de E. BLOCH, recogida principalmente en su obra Das Prinzip Hoffnung, Frankfurt am Main 1954, 1955 y 1959. Cfr. P. O'CALLAGHAN, Hope and Freedom in Gabriel Marcel and Ernst Bloch: "Irish Theological Quarterly" 55 (1989) 215-239.

[18] «...He concebido siempre mi labor de sacerdote y de pastor de almas como una tarea encaminada a situar a cada uno frente a las exigencias completas de su vida, ayudándole a descubrir lo que Dios, en concreto, le pide...» (Es Cristo que pasa, n. 99 b).

[19] En el breve prólogo a Camino escribió: «Lee despacio estos consejos. Medita pausadamente estas consideraciones. Son cosas que te digo al oído, en confidencia de amigo, de hermano, de padre. Y estas confidencias las escucha Dios. «No te contaré nada nuevo. Voy a remover en tus recuerdos, para que se alce algún pensamiento que te hiera: y así mejores tu vida y te metas por caminos de oración y de Amor. Y acabes por ser alma de criterio».

[20] JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Consideraciones espirituales, Cuenca 1934, p. 67.

[21] «Ésta ha sido mi predicación constante desde 1928: urge cristianizar la sociedad; llevar a todos los estratos de esta humanidad nuestra el sentido sobrenatural, de modo que unos y otros nos empeñemos en elevar al orden de la gracia el quehacer diario, la profesión u oficio. De esta forma, todas las ocupaciones humanas se iluminan con una esperanza nueva, que trasciende el tiempo y la caducidad de lo mundano» (EC 210 a).

[22] Cfr. CONCILIO VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, nn. 39-42.

Paul O'Callaghan