La revolución aprobada

“Huellas en la nieve”, biografía del Fundador del Opus Dei de Peter Berglar

Ocho semanas después de la muerte de Monseñor Escrivá de Balaguer, el Cardenal Frings -que había sido Arzobispo de Colonia desde 1942 hasta 1969- escribía una carta al Papa Pablo VI en la cual definía al Fundador del Opus Dei como un pionero de la espiritualidad laical que había reconocido con clarividencia los peligros y las necesidades de los tiempos; en la carta presagiaba para la Obra una importancia capital en el futuro de la Iglesia.

No era necesario convencer al Papa de estas cosas: las conocía bien desde hacía años; estaba profundamente convencido de la extraordinaria importancia de Mons. Escrivá de Balaguer en la historia de la Iglesia. Cuando era sustituto en la Secretaría de Estado, Monseñor Montini -con Mons. Tardini- había ayudado a aquel joven sacerdote español, recién llegado a Roma, a franquear y recorrer los a menudo tortuosos caminos de la Curia. Los dos Prelados habían conseguido que Pío XII le concediera una audiencia privada el día de la Inmaculada Concepción, el 8 de diciembre de 1946 (la segunda que tuvo en una gran fiesta). Los dos le habían prestado ayuda y consejo a la hora de erigir la sede central de la Obra en Roma; los dos habían apoyado, también, su nombramiento como Prelado Doméstico de Su Santidad, que tuvo lugar el 22 de abril de 1947 (1).

Da mucho que pensar la rapidez con que se sucedieron los hechos, pues deja entrever algo de la increíble tenacidad que caracterizó al Fundador. Su primera estancia en Roma duró tan sólo cinco semanas y media, desde el 23 de junio hasta el 31 de agosto en 1946. Durante el otoño permaneció en España, y el 8 de noviembre de 1946 retornó a Roma, donde ya establecería su residencia definitiva. (veintinueve años viviría en Roma, la segunda mitad de su vida...). Si se tiene en cuenta que una institución tan experimentada como la Curia romana no suele brillar por su agilidad, hay que reconocer que un período de tiempo de cuatro semanas hasta la primera audiencia papal (16 de julio de 1946), tres meses hasta el «Decretum laudis» de la Obra (24 de febrero de 1947), cinco meses hasta el nombramiento de Monseñor Escrivá como Prelado Doméstico y tres años hasta la aprobación definitiva de la Obra en el verano de 1950, constituyen realmente «un tiempo récord».

La aprobación del Opus Dei se basaba, hasta la erección como Prelatura personal el 28 de noviembre de 1982, en una nueva fórmula jurídica general que tuvo que ser creada ex profeso, como lo prueba el hecho de que la Constitución apostólica «Provida Mater Ecclesia», (2) fechada el 2 de febrero de 1947, fiesta de la Purificación, es sólo tres semanas anterior al «Decretum laudis» de aprobación canónica de la Obra.

Monseñor Escrivá sabía compaginar los sueños más atrevidos sobre un futuro lejano con un gran sentido de la realidad. Sabía urgir, pero también esperar, según lo exigiera cada situación y cada problema en particular. Por eso comprendió enseguida que la Constitución Apostólica «Provida Mater» suponía una base suficiente para el anclaje canónico del Opus Dei en la Iglesia; además, teniendo en cuenta la novedad de los problemas espirituales y pastorales que se derivaban de la entrega total de los laicos, era lo más que se podía conseguir en aquel momento, ya que suponía un gran y atrevido paso hacia el futuro. Ahora bien, por otra parte se daba perfectamente cuenta de que su aplicación al Opus Dei -con el «Decretum laudis» y la aprobación definitiva del 16 de junio de 1950, fiesta del Sagrado Corazón- no correspondía al carisma fundacional y a la realidad viva de la Obra.

La «Provida Mater», como es bien sabido, constituye el marco jurídico para crear y regular de manera general la situación canónica de los «Institutos Seculares». El Documento consta de una introducción jurídico-histórica en trece puntos y de las «disposiciones generales para los Institutos Seculares» en diez artículos. La ordenación jurídica de cada uno de los Institutos debe adaptarse a este marco canónico. Quien, sin prevención, lee hoy en día este documento se da cuenta de que, junto a la buena voluntad de «ir con los tiempos» y de apoyar y fortalecer la búsqueda de la perfección cristiana de los laicos en medio del mundo, coexiste la actitud fundamental de ver en ello una variante moderna del ideal clásico de las órdenes religiosas. Da la impresión de que se ha tratado de «trasponer» el estado religioso a las realidades seculares de los laicos, como si la Iglesia quisiera ofrecer un sucedáneo a aquellos hijos suyos que están en el mundo y desean llegar a «más». De acuerdo con la concepción tradicional de las órdenes religiosas, se destaca el valor de los «consejos evangélicos», o sea, de los votos de pobreza, castidad y obediencia (3); además, los Institutos Seculares quedan enmarcados en la Congregación para los, Religiosos (4). A pesar de todo, la «Provida Mater» permitió que, en un plazo de tres semanas a partir de su promulgación, la Obra pasara a ser una institución de derecho pontificio y que, animada por la bendición del Papa y de la jerarquía, pudiera extenderse por todo el mundo. Ya en 1948 el Fundador había enviado a algunos de sus hijos a América del Norte y del Sur para que tomaran contacto con los Obispos y prepararan los comienzos de la labor apostólica. En 1949 el Opus Dei pudo dar el primer paso allende el Atlántico, en México y los Estados Unidos; en la primavera de 1950 fueron los primeros a Chile y Argentina.

En Europa, la Obra estaba extendida ya en cinco países, además de España: en Portugal, Italia e Inglaterra, desde 1946; en Francia e Irlanda, desde 1947. Y todo se iba desarrollando siempre tal y como lo hemos descrito en el capítulo anterior al tratar del apostolado dentro de España: tres o cuatro jóvenes, sacerdote uno de ellos, llegaban al país en cuestión con un mínimo de equipaje, un poco más de dinero que el estrictamente necesario para el viaje, unos cuantos nombres y direcciones y un caudal inagotable de buen humor y de cariño a la Iglesia, al Padre y a todos los hombres. Enseguida, empezaban a ejercer su profesión o a estudiar, si eran estudiantes. En muchas ocasiones resultaba muy difícil ganarse el sustento. Por regla general, uno o dos años después, cuando ya la labor empezaba a consolidarse, llegaban las mujeres de la Obra.

Consecuencia de la fuerza persuasiva de Monseñor Escrivá de Balaguer (una persuasión que manaba de la oración y de la lucha ascética, pero también de su simpatía y de su conocimiento de la Curia romana) fue que enseguida se reconociera e hiciera posible en la práctica la unidad de la vocación al Opus Dei como principio válido para hombres y mujeres, solteros y casados, y sacerdotes seculares. Muy poco después del «Decretum laudis» del 24 de febrero de 1947 y dieciocho años y medio después de la fundación, fue posible admitir en el Opus Dei, de acuerdo con las normas dictadas por la Santa Sede, a los casados. Es comprensible, pues, que en los años inmediatamente posteriores al 2 de octubre de 1928 y al 14 de febrero de 1930 el Fundador se concentrara, sobre todo, en formar un núcleo importante de miembros célibes, es decir, de Numerarios. Sin embargo, desde mediados de los años treinta sus esfuerzos apostólicos se dirigieron también a la formación religiosa y en el espíritu de la Obra de aquellos que en su día podrían pertenecer al Opus Dei como miembros casados, los cuales, con el tiempo (de esto estaba plenamente convencido), serían mayoría dentro de la Obra.

Si se tiene en cuenta que la sociedad humana se basa en la familia, que es su unidad menor y a la vez más fuerte y permanente (pues su existencia no depende del capricho humano, sino de la ley natural, de la Voluntad de Dios y -para los cristianos- de la Revelación), la apertura del Opus Dei a los casados tiene una enorme importancia. Puede decirse que, con ello, la Obra se anclaba en la humanidad también desde un punto de vista «biológico». La Obra está muy unida a las «familias de sangre» y, en parte, está formada por ellas. La vida cristiana adquiere así, en mi opinión, una singular plenitud, pues la «materialización» de la imitación de Cristo, que constituye el núcleo del mensaje de Monseñor Escrivá de Balaguer, desde 1947 no tiene que prescindir .ya de un «modelo» que, en esencia, es una materialización... y debe serlo, según Voluntad de Dios, que instituyó este modelo: el matrimonio y la familia. Verdad es que también las personas que viven en celibato (los futuros Numerarios del Opus Dei, los sacerdotes y también los religiosos) nacen y crecen en una familia, pero la admisión en el Opus Dei de los casados y de aquellos que tienen vocación y voluntad de casarse ha tenido enormes y benéficas consecuencias; el número de miembros aumentó gracias a una verdadera «ola de vocaciones» de Supernumerarios, y cuando el Concilio Vaticano II promulgó y redescubrió, como parte de la Voluntad de Dios, la actividad apostólica de los laicos y la entrega total de los casados a Jesucristo, ya había en todo el mundo miles de familias que seguían este espíritu dentro del Opus Dei.

«¿Y su hijo -preguntaba un padre a otro hace poco tiempo- también es del Opus Dei?»

Tras la contestación afirmativa, enseguida vino una segunda pregunta:-

Y dentro de la Obra, ¿qué es?-Numerario...-¡Ah! Numerario...

O sea, miembro a título pleno...

No fue fácil aclarar el malentendido. Quizá contribuyeran algo los términos técnicos de «Numerario» y «Supernumerario», que podrían dar pie a la confusión de que habría miembros «ordinarios» y «extraordinarios», cuando, en realidad, todos los miembros de la Obra son iguales y tienen la misma vocación, aunque cada uno la viva según sus propias condiciones de vida. (A eso obedecen tales denominaciones, cuyo uso no tiene especial importancia.)

Aunque ya nos hemos referido al carácter plenamente secular de los Numerarios y a la necesidad de su existencia dentro de la Prelatura personal del Opus Dei, quizá haya quien se empeñe en discriminarlos de alguna manera, pues ciudadanos normales que viven el celibato en medio del mundo por amor a Cristo y a su Iglesia no son algo corriente en la historia de la Iglesia. Tal vez algunos piensen que este camino no está en consonancia con el espíritu de los tiempos en el siglo XX. Sin embargo, en la Iglesia siempre ha habido personas que han prescindido del matrimonio por amor a Cristo, aunque fuera en una forma totalmente distinta a la de los Numerarios (si exceptuamos las primeras generaciones de cristianos). Sobre este punto se puede pensar como se quiera, pero, «de algún modo», se comprende, porque, además, tiene «historia». Lo que tal vez sea más difícil de comprender es la rotunda afirmación de Monseñor Escrivá (y más tarde del Concilio) de que el matrimonio y la familia pueden ser materia y lugar de santidad; y no sólo que pueden, sino que deben serlo, pues los casados están llamados y capacitados -de igual manera que los que se obligan a vivir el celibato- a practicar en esencia, y en el mismo grado, todas las virtudes cristianas: la caridad, la esperanza y la fe, la humildad y la castidad, la justicia y la pobreza, la fortaleza, la obediencia, la sinceridad, la paciencia... Todas, todas las virtudes cristianas. A los que entienden esto se les abre un panorama de felicidad: «¡Qué ojos llenos de luz -escribía el Fundador en 1959- he visto más de una vez cuando, creyendo -ellos y 'ellas- incompatibles en su vida la entrega y un amor noble y limpio, me oían decir que el matrimonio es un camino divino en la tierra!» (5). El matrimonio no es tan sólo una institución biológica, social y jurídica para asegurar la pervivencia de la humanidad, sino también un medio querido por Dios para que crezca y se extienda el Pueblo de Dios de la Nueva Alianza; cada niño que nace está llamado a ser miembro del Cuerpo Místico de Cristo. «El Señor -repetía Monseñor Escrivá- suele coronar a las familias cristianas con corona de hijos, os he dicho muchas veces.

Recibidlos siempre con alegría y agradecimiento, porque son regalo y bendición de Dios y una prueba de su confianza» (6).

La carta «Dei Amore», que Mons. Escrivá de Balaguer dirigió hace ya casi un cuarto de siglo a los miembros del Opus Dei, está dedicada principalmente al tema de los «Supernumerarios»; y como en todos estos años no ha perdido nada de su actualidad, tampoco en lo que se refiere el enjuiciamiento de la situación de la humanidad, quiero referirme a ella con más detalle.

Al comienzo de la carta, el Fundador habla de las tres grandes manchas que ensucian el mundo: en primer lugar, «esa mancha roja», el ateísmo marxista, «que se extiende rápida por la tierra, que lo arrasa todo, que quiere destruir hasta el más pequeño sentido sobrenatural» (7). Luego, una segunda mancha: esa ola de sensualidad desatada -de imbecilidad, se podría decir- que hace que los hombres se comporten como animales. Y finalmente, una mancha de otro color: las tendencias crecientes a negar el contenido y la importancia objetiva de Dios y de la Iglesia, reduciéndolos a un rincón de la vida privada, donde caerían bajo la protección de una «conciencia» subjetivista; es decir, la desaparición de la fe y de sus expresiones de la vida pública. Estas tres manchas son peligros permanentes, patentes y agresivos. Y el Fundador del Opus Dei se preguntaba: el progreso técnico casi increíble de muchos países, la elevación de las condiciones materiales de vida, ¿no habrían tenido que llevar a una renovación religiosa, al agradecimiento a Dios, a alabar su gracia, que permite y regala tales frutos al hombre? «Sin embargo, no es así: tampoco ellos, a pesar de su progreso, son más humanos. No pueden serlo, porque, si falta la dimensión divina, la vida del hombre -por mucha perfección material que alcance- es vida animal» (8). Sólo cuando el hombre se abre al ámbito religioso, se aparta del animal. En cierto modo -dice- la religión es «como la más grande rebelión del hombre, que no quiere ser una bestia» (9).

El año 1959 era el umbral de una época en la que iban a ponerse en duda, una vez más, las verdades dogmáticas de la fe, no sólo en su contenido, sino en su naturaleza. Algunos verían en esas verdades tan sólo productos del espíritu humano subjetivo, determinados sociohistóricamente (una explicación que incluso han dado algunos dentro de la Iglesia). En ese año el Fundador del Opus Dei afirmaba claramente: «En el orden religioso, hijas e hijos míos, no hay progreso, no hay posibilidad de adelanto. La cumbre de ese progreso se ha dado ya: es Cristo, alfa y omega, principio y fin. Por eso, en la vida espiritual no hay nada que inventar; sólo cabe luchar por identificarse con Cristo, ser otros Cristos -ipse Christus-, enamorarse y vivir de Cristo, que es el mismo ayer que hoy y será el mismo siempre... ¿Comprendéis que yo os repita, una y otra vez, que no tengo otra receta que daros más que ésta: santidad personal? No hay otra cosa, hijos míos, no hay otra cosa» (10).

Tras estas consideraciones fundamentales, el Fundador del Opus Dei pasa a comentar las posibilidades y tareas específicas que corresponde a los Supernumerarios, recordando para ello dos figuras del Evangelio: Nicodemo y José de Arimatea; un sabio conocedor de la Ley, «personaje de relieve» y varias veces miembro del Sanedrín, el uno; rico y distinguido, miembro del gremio con mayor autoridad en Jerusalén, el otro. «Actuaban discreta y calladamente, firmes en la vida pública a los imperativos de su conciencia, y valientes y audaces, a cara descubierta, en la hora difícil. Siempre he pensado -y os lo he dicho- que estos dos varones comprenderían muy bien, si viviesen hoy, la vocación de los Supernumerarios del Opus Dei. Lo mismo que entre los primeros seguidores de Cristo, en nuestros Supernumerarios está presente toda la sociedad actual, y lo estará la de siempre: intelectuales y hombres de negocios; profesionales y artesanos; empresarios y obreros; gentes de la diplomacia, del comercio, del campo, de las finanzas y de las letras; periodistas, hombres del teatro, del cine y del circo, deportistas. Jóvenes y ancianos. Sanos y enfermos. Una organización desorganizada, como la vida misma, maravillosa; especialización verdadera y auténtica del apostolado, porque todas las vocaciones humanas -limpias, dignas- se hacen apostólicas, divinas» (11).

¿Qué significa esto? Significa, por ejemplo, no contentarse con cumplir las ocho horas de la jornada laboral de mala gana, poniendo el mínimo esfuerzo posible, el necesario para guardar las apariencias. Significa no concebir el trabajo más o menos como «una molesta interrupción del tiempo libre»; y no tener como único horizonte vital, en cuanto se termina la jornada, una barra de cafetería o una poltrona cómoda, para ver tranquilamente y en zapatillas la televisión. Quiere decir que el cristiano no puede encerrarse entre cuatro paredes: allí, en su profesión, con sus colegas, tiene que hacer apostolado; y su trabajo bien hecho, su simpatía humana, su disponibilidad para con todos, su lealtad intachable tienen que ser un testimonio fiel de que vive lo que enseña con sus palabras. Tendrá -en consecuencia- que formarse continuamente y participará en las asociaciones profesionales y en las actividades sociales, culturales, políticas y (¿por qué no?) recreativas de su entorno social. En definitiva: estará allí donde los hombres se encuentran naturalmente: en la vida normal y corriente de este mundo. Y todo esto, con el espíritu de sencillez propio del Opus Dei: sin aspavientos, sin esperar aplausos ni reconocimientos públicos del mérito de su labor (12).

Está claro que, cuando escribía estas cosas, pensaba en primer lugar en los sistemas estatales y sociales que permiten o prevén la libre participación ciudadana; en ellos los cristianos que trabajen de este modo, en silencio, y se asocien a otros de forma legítima, podrán influir sobre la legislación de su país, «sobre todo en aquellos puntos que son clave en la vida de los pueblos: las leyes sobre el matrimonio, sobre la moralidad pública, sobre la propiedad, etc.»(13). Se puede ver que el Fundador del Opus Dei es un «conservador» o (digámoslo con una metáfora) una «roca primigenia cristiana» o -si se quiere- «una roca primigeniamente cristiana», con una profundidad y una convicción tales que, a la vez, le convierten en el mayor «revolucionario católico» de los últimos doscientos años. Quizá suene paradójico, pero, para entenderlo, basta con definir y usar correctamente estos conceptos. Quien afirma que la Revelación, base de la Redención y de la Salvación, se cerró hace siglos; que su contenido, por la acción del Espíritu Santo, está formulado de una vez para siempre, con una validez de expresión y de conceptos tal que puede ser transmitida y aceptada por cualquier generación en cualquier lugar y tiempo; quien rechaza de plano el error fundamental de nuestros días -que va minando lentamente la firmeza y la fidelidad a la fede creer que el depósito de la fe es tan sólo una colección de definiciones de carácter histórico y cultural (de lo que se sigue que estaría continuamente en evolución, siendo susceptible de cambios), es un conservador, porque reconoce que existe algo que no se puede alterar, que hay que conservar. También el Estado queda incluido, pues, como institución de derecho divino, no puede ser «neutro», sino que debe orientarse por la ley moral, por la tradición del pueblo, por el bien individual y el bien común de sus ciudadanos, que abarca, por ejemplo, la defensa del no-nacido, la tutela moral y médica de la juventud, la protección del matrimonio, el cuidado de una cierta moralidad pública y tantas cosas más. Ahora bien, el que no se esfuerza por «conservar» estos bienes no se convierte automáticamente en un «progresista» o un «moderno», sino en un retrógrado y un anticuado, porque defiende viejas teorías del siglo XVIII y cae en herejías antiquísimas que se han demostrado como falsas, tanto en la teoría como en la práctica. Por eso, darse cuenta de que esto es así y proponer, vivir y practicar un comportamiento de signo contrario, impregnando la sociedad con un seguimiento de Cristo básico y total, es lo que, en verdad, resulta revolucionario.

En aquella carta de 1959 Monseñor Escrivá de Balaguer se dirigía también a ese reducido número de miembros del Opus Dei que trabajaban en la vida pública; aprovechaba, además, la ocasión para esbozar los derechos y los deberes de todos los cristianos (y también, claro está, los de los miembros del Opus Dei) en ese campo (14). Es evidente que los católicos tienen derecho a trabajar profesionalmente en la política y en la vida estatal. Si se les negara este derecho, sería lógico que se les denegara cualquier tipo de participación ciudadana. Por otra parte, el católico que se sintiera llamado a una actividad política y no siguiera esa llamada sería culpable de un pecado de omisión.

Tienen valor intemporal unas palabras que Monseñor Escrivá quizá escribiera pensando en primer lugar en aquellos hijos suyos que actuaban en política: «Vosotros, al cumplir vuestra misión, hacedlo con rectitud de intención -sin perder el punto de mira sobrenatural-, pero no mezcléis lo divino con lo humano. Haced las cosas como las deben hacer los hombres, sin perder de vista que los órdenes de la creación tienen sus principios y sus leyes propias, que no se pueden violentar con actitudes de angelismo. El peor elogio que puedo hacer de un hijo mío es decir que es como un ángel: nosotros no somos ángeles, somos hombres»(15). «Cumplid -así termina la carta "Dei Amore"- vuestra misión con audacia, sin miedo a comprometeros, a dar la cara, porque los hombres fácilmente tienen miedo a ejercitar la libertad. Prefieren que les den fórmulas hechas para todo: es una paradoja, pero los hombres muchas veces exigen la norma -renunciando a la libertad- por temor a arriesgarse» (16).

Cuando, en 1950, el Fundador obtuvo finalmente de la Santa Sede el permiso para admitir en la Obra a los sacerdotes diocesanos y para poder nombrar a no católicos e incluso no cristianos Cooperadores de la Obra, se «completó» la familia espiritual del Opus Dei.

Lo que para una «familia natural» son los amigos y conocidos, son los Cooperadores para la «familia sobrenatural» del Opus Dei: personas que se sienten atraídas por un ambiente cristiano de simpatía y amistad y se comprometen a prestar a la Obra una colaboración personal, obteniendo así el derecho a recibir unos medios específicos de formación espiritual (retiros y cursos de retiro, convivencias de estudios, etc.). Ya en mayo de 1935 el Fundador había previsto su existencia en aquella Instrucción a la que dio forma definitiva en 1950: los Cooperadores -se dice en ella- «constituyen -sin ser miembros de nuestra Familia- una asociación propia e inseparable de la Obra» (17).

«Colaboración personal» quiere decir tanto la oración de una persona atada a una silla de ruedas como la ayuda material o la promoción de grandes iniciativas culturales. No hay limites, por tanto, en las posibilidades de cooperar. Lo normal, sin embargo, es que entre ellas se cuente una aportación económica, sobre cuya cuantía decide cada uno. Pero lo fundamental es siempre la cercanía a la espiritualidad de la Obra y la disposición de perfeccionar la propia formación religiosa; y, si se trata de Cooperadores católicos, difundir en el propio ambiente el espíritu de una vida cristiana laical y secular con fidelidad plena a la Iglesia y al Papa. La naturaleza de este fenómeno lleva consigo que, de entre los Cooperadores, surjan vocaciones para la Obra; por eso, del número y de las actividades de los Cooperadores se puede deducir en gran parte el vigor y el empuje juvenil de la labor apostólica del Opus Dei.