La huida: de España a España

“Huellas en la nieve”, biografía del Fundador del Opus Dei de Peter Berglar

En Barcelona estuvieron seis semanas, que se convirtieron en una dura prueba para los nervios de todos. Había que conseguir tomar contacto con posibles guías para pasar el Pirineo. Eso, además de no ser fácil, costaba dinero. Del dinero dependía todo; sin dinero no habría admisión en un grupo de fugitivos... Los guías exigían que se pagara en billetes del Banco de España expedidos antes del 18 de julio de 1936. Con esta actitud daban a conocer qué victoria preveían: la junta de Defensa Nacional, formada en Burgos, había declarado por radio que una vez terminada la guerra no reconocería el dinero acuñado posteriormente en Madrid por el gobierno republicano.

La estancia en Barcelona también costaba dinero, por mucho que trataran de ahorrar pasando hambre. Buscaron diversos alojamientos. Don Josemaría, Juan Jiménez Vargas, Tomás Alvira y Manolo Sainz de los Terreros se alojaron al principio en un hotel, pero a los pocos días el Padre y Juan se trasladaron a la pensión de una señora, viuda de un Coronel. Tomás y Manolo encontraron otra pensión (44).

Superando graves riesgos, Juan Jiménez Vargas, que se estaba convirtiendo en motor y organizador de la empresa, logró traer a Barcelona a Pedro Casciaro, Paco Botella y Miguel Fisac, un estudiante que desde el principio de la guerra había permanecido escondido en el desván de una casa en La Mancha. Los tres jóvenes, desertores del ejército republicano, no sólo se encontraban continuamente en peligro de muerte, sino que, además, constituían un grave riesgo para todo el grupo, por ser los primeros que podrían llamar la atención. Habían encontrado alojamiento en una casa en la que reinaba una absoluta distinción... y un hambre absoluta; incluso el pobre perro pasaba tanta hambre que, en su desesperación, llegó a devorar un cinturón de cuero de Pedro, los calcetines que Paco había colgado a secar e incluso un pedazo de jabón, por lo que durante días estuvo soltando espuma...

José María Albareda vivía en casa de su madre. Estaban allí también dos sobrinos de cinco y siete años de edad, que pasaban horas haciendo cola para conseguir una ración de tabaco para un soldado, que se lo premiaba con un pedazo de pan. La suerte (aunque las había más crueles) de los dos chiquillos hambrientos, cuyos padres habían tenido que huir a Francia, le partía el alma a don Josemaría. «Juega con ellos -solía decir a Pedro-, entretenlos un rato.» En cierta ocasión, Pedro les preguntó si querían que les dibujara algo. Le pidieron, unánimes, «que les pintara un plato con un par de huevos fritos», lo que Pedro hizo, sin pensarlo más, y añadiendo por su cuenta unas salchichas. Cuando el Padre vio la escena, dijo a Pedro, sin que los niños lo oyeran: «¿Pero no te das cuenta, hijo mío, que es una crueldad mental dibujarle eso a estos niños hambrientos ?» (45).

Tras largos esfuerzos y bajo enormes dificultades, finalmente habían podido tomar contacto, a través de intermediarios, con los guías. Pero en la segunda mitad de octubre, un grupo bastante numeroso de fugitivos que se encontraba ya en territorio andorrano había sido descubierto por las tropas republicanas en un descampado visible desde territorio español y habían acribillado a balazos a todos los componentes de la expedición. La prensa informaba con júbilo sobre el hecho. De inmediato, los intermediarios desaparecieron, a la vez que se reforzaba enormemente la vigilancia en la frontera y en el camino hacia los Pirineos. De golpe todo el empeño de fuga parecía peligrar. Sin embargo, no se desalentaron y siguieron esperando que se presentase la ocasión oportuna.

Como la espera se prolongaba, el Fundador fue a visitar a un viejo amigo, compañero de estudios en la Universidad de Zaragoza, que ocupaba un importante cargo como Magistrado al servicio de la Generalidad de Cataluña. El Padre, que, según se ve, sabía leer en los corazones, le confió que pensaba pasar a Francia con algunos jóvenes. El juez le ofreció su ayuda, pero don Josemaría rechazó la oferta para no comprometerle. Entonces, aquel hombre, que apreciaba mucho a su antiguo compañero de estudios, le hizo ver lo arriesgado de su plan y le propuso proporcionarle un trabajo como abogado en Barcelona, pero don Josemaría no quiso aceptar. A continuación el juez le invitó a la Audiencia para que presenciara el juicio de unos que habían intentado fugarse y que fueron condenados a muerte. Aunque esto le conmovió profundamente, permaneció fiel a su decisión. Al final, el juez, aunque sabía que con ello se ponía a sí mismo y a su familia en peligro, le dijo que, si les capturaban y no les fusilaban en el acto, dijera que era hermano suyo; quién sabe si de este modo abriría una remotísima posibilidad de salvarle... Aquel hombre no era creyente; estaba, por decirlo así, «de parte del enemigo»... pero tenía corazón y gran cariño por aquel sacerdote. Más tarde, el Fundador comentaría muchas veces que le recordaba y rezaba por él.

Era como si cada día que pasara no tuviera fin. Un verdadero tormento. El Padre celebraba todos los días la Misa en la pensión en la que vivía, aun cuando no todos pudieran asistir, porque no era prudente tener una reunión de tantas personas. A diversas horas acudían a la pensión para comulgar. La consigna más importante era no llamar la atención. Tenían que pasar por personas que habían sido evacuadas, como tantas otras que habían abandonado sus hogares por causa de la guerra, y que tenían una ocupación regular en la ciudad. Siempre y en todas partes se les podía descubrir, claro está, pero en la calle era donde más posibilidades tenían de pasar inadvertidos. Por eso pasaban prácticamente todo el día paseando, rezando el Rosario o sumidos en una oración sin palabras; horas y horas caminando, sin dinero en el bolsillo y siempre con hambre... El hecho de sentarse en un banco de cualquier calle para descansar un poco podía despertar sospechas y suponía un riesgo. Cada policía que veían, hacía que el corazón les latiera más fuerte; cada hoja del calendario que se arrancaba recordaba la urgencia de salir de allí, porque corría ya el mes de noviembre, se acercaba el invierno y pronto los Pirineos se harían intransitables para los fugitivos.

Por fin, el intermediario con quien el Padre había establecido contacto dio señales de vida. Todo sucedió con gran rapidez y pronto les llegaron indicaciones precisas sobre la fecha, el modo y el lugar donde se reuniría el grupo.

Quien haga en coche ahora el recorrido entre Barcelona y Andorra le costará hacerse idea de lo que era hacerlo en aquellos tiempos de la guerra. Hoy encontrará una buena carretera, a pesar de que en la segunda mitad atraviesa una zona montañosa, siguiendo el curso del río Segre.

Los fugitivos debían alcanzar el pequeño Principado por caminos muy diferentes. La primera etapa desde Barcelona la hicieron en autobús. Después, la única posibilidad era marchar a pie hacia el norte, caminando únicamente de noche, para no ser vistos, por agotadores senderos de montaña que sólo los guías conocían.

Podemos distinguir tres fases en la peligrosa expedición. Primero, el viaje desde Barcelona hasta el punto de reunión acordado, en el que se formaría el grupo, fase que cubrieron entre el 19 y 22 de noviembre. Después, una estancia de cinco días, del 22 al 27, esperando el momento oportuno. Finalmente, el paso del Pirineo, caminando cinco noches consecutivas, entre el 27 de noviembre y el 2 de diciembre, hasta conseguir llegar a la frontera con Andorra y pasarla sin ser descubiertos.

Don Josemaría, José María Albareda, Juan Jiménez Vargas, Francisco Botella, Pedro Casciaro y Miguel Fisac partieron de Barcelona el 19 de noviembre (46). Estaba previsto que los otros dos, Tomás Alvira y Manuel Sainz de los Terreros, les siguieran algunos días más tarde y se reunieran con ellos por el camino. Para no llamar la atención, subieron al autobús de Seo de Urgel en dos grupos de tres personas; Albareda, que era quien mejor podía hacerlo, había conseguido los billetes; en un momento determinado casi se le paró el corazón cuando, en la larga cola, un señor mayor, correctamente vestido, le preguntó muy cortés e inocentemente, pero en voz alta: «Por favor, señor: ¿es éste el autobús que va a Andorra?» (47). Los seis que estaban en el autobús no viajaron juntos hasta el pueblecito de Peramola, primer punto de reunión, sino que, por motivos de seguridad, Pedro Casciaro, Francisco Botella y Miguel Fisac se bajaron antes para recorrer a pie el resto del camino. Pero no llegaron al tiempo convenido a Peramola, por lo que el Padre pasó momentos de gran preocupación, a la que se añadía la inseguridad respecto a los dos «rezagados», Tomás Alvira y Manolo Sainz de los Terreros.

La consigna era caminar de noche y mantenerse escondidos durante el día. Y nada de iniciativas personales; de la obediencia incondicional a las indicaciones de los guías dependía el éxito.

Estos guías eran, en su mayoría, jóvenes atrevidos, acostumbrados a penas y fatigas; conocían la zona como los rincones de su casa y ejercían una «profesión» tan arriesgada para sus vidas por una serie de motivos, entremezclados entre sí: a la aversión contra el régimen republicano se unía sin duda el aprovechamiento material de una situación de emergencia. Esto no era tan indigno como puede parecer. Se trataba de personas que habían llevado una vida dura, llena de privaciones, a menudo al borde del mínimo necesario para subsistir: ¿se podía esperar o exigir de personas así que pusieran su vida en juego sólo «por caridad»? El primero de los guías, que condujo a don Josemaría, Albareda y Jiménez Vargas desde la carretera donde había parado el autobús hasta Peramola, respondía al nombre de Tonillo, tenía unos cuarenta y cinco años y era algo así como el «factotum» del pueblo: cartero, sacristán, ayudante del alcalde, relojero... O sea, una persona imprescindible. Enseguida entabló conversación con el Fundador. Le impresionó que no escondiera su condición sacerdotal. Muchos años después recordaría su encuentro con él: «Era jovial, decidido, valiente. Se le veía muy listo. Le dije: "Si usted sale de ésta, hará carrera"» (48).

La primera noche, del 19 al 20 de noviembre, la pasaron en un pajar de Peramola. La segunda, en la masía de Vilaró; iba creciendo la inquietud, porque los tres estudiantes no aparecían. Por fin, en la mañana del 21, llegaron; el Fundador les estaba esperando para celebrar la Misa (49). Al anochecer del 21 de noviembre salieron de la masía. Hacía un frío intenso. La ropa y el calzado eran absolutamente inadecuados. Les condujeron a Pallerols, situado a media hora escasa de camino. Junto a la pequeña iglesia parroquial estaba la casa que había sido del cura. Estaba todo abandonado y desmantelado. Encontraron un viejo horno; tenía en el suelo, para proteger del frío, algo de paja que alguien había extendido. Como pudieron, los seis intentaron acomodarse en su «vivienda».

«Entre las sombras que proyectaba dentro del horno una mugrienta candela -escribe Casciaro- pude vislumbrar el rostro abatido del Padre: nunca lo había visto así. Conversaba con Juan como discutiendo en voz baja. De pronto oí decir a Juan una frase que me desconcertó aún más: "¡Usted va adelante vivo o muerto!"». El joven Casciaro no podía creer lo que oía. Ninguno de ellos había hablado nunca en ese tono con el Padre, a quien ahora estremecían sollozos convulsivos. Y, sin embargo, esa forma de hablar no había sido una falta de respeto, sino una muestra del cariño que Juan Jiménez Vargas le tenía: estaba convencido de que en ese momento lo único que podía ayudar al Padre era una palabra enérgica. Pues parecía claro que se encontraba en una grave crisis respecto a su decisión. Las dudas le asaltaban: ¿estaba actuando bien al abandonar a algunos de sus hijos? Por eso quería regresar a Madrid, de inmediato, ahora mismo (50).Mientras que los demás, agotados, pronto cayeron en un profundo sueño, el Fundador pasó las largas horas hasta el amanecer en vela, rezando. Desde lo más profundo de su corazón pedía a Dios y a su Madre una señal, una señal de que estaban de acuerdo, de que decían que sí a esta su decisión, que comprendía también la responsabilidad por la suerte de sus acompañantes y por el Opus Dei, aún tan frágil. Al hacerse de día se levantó para hacer oración, como acostumbraba cada mañana; bajó a la iglesia por una escalera interior. Estaba totalmente vacía, porque todo -el altar, las imágenes...- había sido destruido y quemado. Al cabo de una media hora regresó, absolutamente cambiado. La angustia de la noche pasada había cesado. Ahora irradiaba paz, alegría y serenidad. En la mano traía una rosa de madera: una rosa de la Virgen. Quizá procedía del altar o de una imagen de la Virgen del Rosario que había estado en la iglesia y que habían quemado. Aquella rosa había quedado intacta y el Padre la había descubierto allí, entre los restos de los escombros y cenizas que quedaban. Era el 22 de noviembre de 1937. Conservó la rosa con gran cuidado. En la actualidad se encuentra en la Sede central de la Obra, en Roma, y su imagen adorna muchos altares del Opus Dei en todo el mundo. Era y es una prenda del amor de Dios... y también de la respuesta a ese Amor (51).

Cinco días permanecieron los fugitivos en los extensos bosques de la baronía de Rialp. Estaban casi encerrados en una inmensa prisión natural; había transcurrido una semana y seguían en los alrededores de Peramola, es decir, en la primera etapa. Hacía falta esperar a que el grupo de fugitivos fuese suficientemente numeroso, pues aquello también era un negocio. Acechaba el peligro, porque aunque los campesinos, en general, apoyaban los planes de fuga, en ocasiones también había traidores.

No se podía decir que los que guiaban a los fugitivos fueran personas especialmente idealistas. En caso de ser descubiertos, seguirían el lema del «sálvese quien pueda»: se darían a la fuga y abandonarían a los demás a su suerte; no veían ningún motivo razonable para dejarse asesinar junto con los demás. No tomaban en consideración ni el cansancio, ni la enfermedad, ni un accidente. Quien no podía seguir estaba perdido. Por otra parte, como siempre en situaciones extremas, entre estas figuras atrevidas -a veces tipos bizarros y románticos que parecían haber salido de una ópera como «Carmen»-, había también verdaderos héroes, personas sin miedo y capaces de grandes sacrificios, con nervios de acero y a veces muy jóvenes. Josemaría y los suyos tuvieron suerte, porque los tres guías que se sucedieron eran gente de esta índole.

En los bosques de Rialp se alojaron en una cabaña que casi no sobresalía del nivel del suelo; el Fundador la denominó enseguida «La Cabaña de San Rafael», el Arcángel protector de los viajeros (52). El día 22 llegaron los dos rezagados: Tomás Alvira y Manolo Sainz de los Terreros. En aquella cabaña, en medio de una situación realmente anormal, trataron de vivir con normalidad. Por la mañana, el Padre dirigía la meditación y luego decía la Santa Misa, que celebraba sobre el altar que construyeron con grandes piedras y troncos de pino silvestre. El día estaba exactamente distribuido con arreglo a un plan de vida. Cada uno tenía su encargo; Juan Jiménez Vargas y Francisco Botella, por ejemplo, se ocupaban de la comida. El menú consistía en setas, trigo y ardilla asada. Nadie permanecía inactivo: los estudiantes de arquitectura dibujaban, Albareda estudiaba ruso con una gramática y todos daban conferencias sobre temas profesionales. Hacían juntos un rato de oración y la lectura del Evangelio. No todos pertenecían a la Obra, pero no importaba, porque estas «normas» del Plan de vida eran válidas para una vida de piedad en medio del trabajo cotidiano y de gran utilidad para cualquier buen cristiano. La situación excepcional en la que se encontraban confirmó que la espiritualidad y la forma de vida del joven Opus Dei era realista y apta para superar cualquier crisis; no era una «chifladura» de unos cuantos extravagantes, sino algo sumamente eficaz para aquellos cristianos que quieren ser de verdad lo que su nombre indica.

El Padre y sus acompañantes no eran los únicos refugiados en el bosque. Había un gran número de personas esperando, en diversos escondites. A una hora de camino, en otra cabaña, vivían algunos sacerdotes de pueblos cercanos que habían escapado allí al comenzar la Guerra. Don Josemaría les hizo una fraternal visita; fue la «tertulia sacerdotal» más extraña que imaginarse pueda. Les dio ánimos e intentó que pasaran unas horas alegres en medio de aquella difícil situación, que ya duraba largo tiempo.

Al mediodía del 27 de noviembre comenzó el ascenso a los montes, la etapa decisiva de la fuga. Se reunieron varios grupos de fugitivos. Eran unas veinticinco personas, todos ellos campesinos catalanes, con excepción de un estudiante (53). Por la noche llegaron a una cueva donde pudieron dormir algunas horas; después continuaron hasta la siguiente parada: Ribalera, al pie del Aubens (1.583 metros), a donde llegaron al amanecer. Era el domingo 28 de noviembre, y el Padre celebró Misa. El altar, una piedra sobre la que colocaron un pañuelo blanco. El cáliz, un vaso pequeño de vidrio. Hasta Andorra no le sería posible volver a celebrar Misa... Y sólo Dios sabía si llegaría a hacerlo. Se les unió otro grupo de diez personas, fugitivos también. Durante el día permanecieron escondidos en aquel lugar, y por la tarde, con luz todavía, se pusieron en marcha.

Antes de hacerse de noche llegó Antonio, el guía de la última parte que aún les quedaba por recorrer «del camino de la muerte»... ¡Una persona increíble! Era muy joven todavía (no llegaría a los veinte), fuerte como un toro, raudo e indómito como las escabrosas rocas por entre las que tenían que trepar. Se ganó enseguida las simpatías de todos y, además, les infundió una gran seguridad. «Aquí mando yo -dijo-; los demás, a obedecer, pase lo que pase.» Empezó a dar instrucciones con rapidez: marchar en fila india y en silencio, pasar todas las indicaciones en voz baja al siguiente...

Hacía frío y la subida era muy empinada.Tomás Alvira tuvo un desfallecimiento y se tuvo que sentar. Antonio dio orden de abandonarlo... Al darse cuenta de la resistencia pasiva de los demás, les explicó que, antes de que se hiciera de noche, tenían que alcanzar la cima, y trató de hacerles comprender que quien ya ahora no podía seguir, con más motivo sería incapaz de superar los obstáculos de los próximos días. Pero don Josemaría habló a solas con Antonio, y el duro guía se ablandó. Tomás se alzó trabajosamente y pudo seguir, bien que mal, la ascensión.

Antes de que se hiciera de día -el 29 de noviembre-, el grupo pudo alcanzar una solitaria masía. Un establo caliente les brindó alojamiento. Agotados por las horas de marcha, se tumbaron sobre la paja. No todos consiguieron dormir; les dolían todos los huesos, pero la fantasía y los nervios estaban activísimos. En la masía vivían algunas mujeres que, al mediodía, les prepararon la comida. Los fugitivos trataron de arreglar como mejor pudieron la ropa y sobre todo los zapatos. Al llegar la noche se reanudó la marcha. En esta etapa tenían que coronar dos montes -Santa Fe y Ares- de 1.200 y 1.500 metros de altitud, respectivamente. Entre uno y otro se extendía un valle que estaba sólo a unos 700 metros. Era una etapa muy dura, como la anterior, en que habían pasado el Aubens.Lo más peligroso fue el paso del valle, porque, además de ser el lugar de más fácil vigilancia, las personas de las masías podían alertar a los de un pueblo cercano. La subida del monte Ares fue agotadora para todos, porque la pendiente era muy empinada, quizá más empinada aún que la de la noche anterior; a veces se soltaban piedras y ponían en peligro a los que venían detrás. Al Padre comenzaron a fallarle las fuerzas; su respiración se hizo irregular, y varias veces cayó al suelo: «Le ayudaban Paco y Miguel -dice Juan Jiménez Vargas-, que a ratos lo llevaban casi sin poner los pies en el suelo» (54). Además, Antonio empezó a ponerse nervioso... y con motivo, pues el éxito de la expedición dependía de que se cumpliese el minucioso plan que preveía exactamente las horas de marcha y de descanso. Pero tuvo cierta comprensión. Así, llegaron, todavía de noche, a un corral de ganado que parecía estar aislado en medio del campo. Era el martes 30 de noviembre.

Apenas oscureció, comenzó la nueva etapa: la cuarta marcha nocturna desde que salieron de los montes de Rialp. En ésta no fue preciso subir ningún monte, pero encontraron otras dificultades: la humedad y el frío, pues gran parte del tiempo tuvieron que caminar chapoteando en los ríos. La primera parte de la etapa transcurrió con relativo desahogo: primero, un largo descenso, y luego, una caminata por el llano. La segunda parte seguía el río Arabell: «Lo atravesábamos y volvíamos a atravesarlo; a ratos caminábamos dentro del agua, cerca de la ribera» (55). Una docena de veces tuvieron que cruzar sus heladas aguas. Los pantalones y los zapatos, empapados, pesaban cada vez más.

Al amanecer del 1 de diciembre divisaron, lejanas, las luces de Seo de Urgel. Quedaban menos de diez kilómetros hasta la frontera, los más peligrosos. Pasaron el día -un día muy fríoocultos en un lugar de piedras y matorrales. Casi no les quedaban vituallas y consumieron lo poco que tenían. Durante el día se espesaron las nubes y empezó a nevar, pero por suerte pasó pronto.

Al anochecer comenzaron a caminar de nuevo. Era la decimotercera noche desde que salieron de Barcelona, la última etapa del camino. Aparecieron nuevas figuras sombrías: catorce o quince personas, con carabinas y enormes mochilas a la espalda, de las que se desprendía un intenso olor a perfume: contrabandistas. Dos o tres horas después, un valle; y la expedición se detuvo cerca del río. Antonio y los contrabandistas les hicieron guardar silencio y les dejaron solos. Los fugitivos tuvieron que permanecer en un lugar húmedo y frío que calaba hasta los huesos. Fue un parón de dos horas. Mons. Escrivá de Balaguer parecía encontrarse ya al final de sus fuerzas, pero los otros no estaban mucho mejor. Tenía los miembros entumecidos y los dientes le castañeaban. Juan intentó ayudar al Padre con un masaje en las piernas y en los brazos. En aquel momento nadie debía desplomarse, porque entonces todo hubiera sido en vano y la catástrofe, inevitable.

Por fin regresaron los guías, después de haber explorado el terreno. Cruzaron el río por una pasarela hecha con troncos; luego, un camino. Había llegado el momento de correr, sin preocuparse del miedo, pero iban cuesta arriba y la pendiente era muy fuerte.Pronto pararon en medio del bosque y el guía indicó, de nuevo, que se ocultasen bien entre los matorrales y el arbolado. Se imponía otra pausa de espera. El silencio era total. Se veía cerca la luz de una casa y el resplandor de una hoguera. Por los ruidos que llegaban podían suponer que no estaba lejos alguna patrulla de soldados.

Después de una espera de media hora les dieron la orden de avanzar. Comenzaron a moverse. Treinta hombre encorvados, caminando en hilera en medio de un silencio absoluto. De repente, unos perros comenzaron a ladrar furiosamente. Todos se asustaron, pero los guías no hicieron caso, seguros ya de que el terreno estaba libre. Cruzaron un arroyo y atacaron una subida muy fuerte. Al poco tiempo, los guías les avisaron que se encontraban ya en Andorra. Era el jueves 2 de diciembre de 1937, poco antes del amanecer, todavía noche cerrada. Gritos de alegría, júbilo, risas, vivas y abrazos. El pequeño grupo rodeó a don Josemaría y él, de repente, comenzó a rezar la Salve. Una oración de acción de gracias subía al cielo, un cielo aún nocturno, pero que ya anunciaba el alba.

Los guías indicaron claramente la dirección que habían de seguir. El camino estaba bien señalizado. Algunos fugitivos se pusieron en marcha, pero el grupo de don josemaría prefirió esperar a que fuese de día.

Cuando comenzó a clarear, siguieron caminando hasta Sant Juliá de Loria, a donde llegaron algo pasadas las nueve de la mañana. Tomaron un café caliente y entraron en la iglesia: el primer templo no profanado que veían desde hacía año y medio.

Poco después reanudaron la marcha, a pie, hasta Andora la Vella, capital del Principado. Encontraron alojamiento en un hotel de Les Escaldes. El 3 de diciembre, por fin, don josemaría Escrivá pudo celebrar la Santa Misa en una iglesia, en un verdadero altar y revestido con ornamentos sagrados, después de dieciséis meses de hacerlo en la clandestinidad. Durante la noche había caído una nevada tan fuerte e intensa que era impensable reanudar el camino. Los ocho se tuvieron que quedar una semana en Andorra.

Por fin dejó de nevar, pero las carreteras estaban intransitables y para ir a Francia había que pasar un puerto a 2.400 ó 2.500 metros de altitud. Sin embargo, era urgente partir. A don Josemaría le apremiaba llegar enseguida a la otra zona de España; además, la cuenta del hotel -aunque fuese modesto- aumentaba, y no tenían dinero.El día 9 de diciembre hicieron los preparativos y el 10 salieron, después de haber celebrado muy temprano la Misa en Andorra la Vella. La expedición la formaban unas 25 personas, que viajaron en un camión con cadenas hasta donde fue posible llegar. Después continuaron a pie; tras una dura caminata que duró hasta las dos de la tarde, llegaron a la frontera francesa.

Un hermano de José María Albareda, al que habían avisado por teléfono, les envió dos taxis. Una vez obtenido el visado de tránsito, partieron hacia Saint Gaudens, donde hicieron noche. En la mañana del día 11 pudieron hacer una romería de acción de gracias en Lourdes, donde el Padre celebró la Santa Misa. Por la noche llegaron a Hendaya, en la frontera hispano-francesa. Gracias al aval del Obispo de Pamploma, pasaron la frontera de Irún sin complicaciones, y llegaron a San Sebastián.A los pocos días, el Padre marchó a Pamplona, invitado por el Obispo, su viejo amigo Marcelino Olaechea. En el palacio episcopal estuvo unos días de retiro para dar gracias por los dones recibidos en las semanas y meses pasados y para disponerse a la labor que le esperaba en los próximos meses en la «zona nacional», que tampoco serían nada fáciles.