IV. LAS CAMPANAS

Biografía del Fundador del Opus Dei de Peter Berglar

Un hermano de los pobres de Madrid

Tenía previsto permanecer en Madrid sólo dos años. Llegaría a vivir hasta dieciocho. Josemaría Escrivá de Balaguer vivió y trabajó en la capital de España desde abril de 1927 hasta octubre de 1937 -cuando inició la fuga de la llamada «zona republicana» a la «zona nacional» (1)- y desde marzo de 1939 hasta noviembre de 1946, cuando se trasladó definitivamente a Roma. Esta época de su vida se funde con el «nacimiento» y la «infancia» del Opus Dei. Monseñor Escrivá de Balaguer fue -ya lo dijimos, pero conviene repetirlo- el Opus Dei, y al principio lo fue él solo; y lo fue como sacerdote, como maestro, como «padre de familia», y todo en un sentido muy amplio.

Cualquier biografía tiene que romper, para describirla, lo que en realidad constituye una unidad: la unidad de una vida. El estudiante daba clases, el investigador rezaba, el joven sacerdote se movía en el ambiente académico y, a la vez, se sometía, como sacerdote que por algún tiempo había sido destinado por su Obispo a otra diócesis, a todos los exámenes previstos para clérigos extradiocesanos en la diócesis de Madrid-Alcalá, con el fin de poder celebrar la Santa Misa, administrar los Sacramentos, predicar y dar ejercicios espirituales (2). Todo esto constituía «material» -por decirlo así- de su sacerdocio. Y el profesor, cuando había terminado de dar sus clases, se ponía en camino (casi siempre a pie) para atender -en expresión de Victor Hugo- a los «miserables» en los lejanos y grandes suburbios de la ciudad: administrarles la Unción de los Enfermos y la Comunión y asistirles en cualquier necesidad, también a la hora de la muerte. Luego iba a la catequesis con los niños y jóvenes que preparaba para la Confesión y la Primera Comunión; más tarde acudía a uno de los varios hospitales en los que prestaba su labor como sacerdote y a veces también casi como enfermero. Una vez acabado todo esto, le quedaba el camino de vuelta a casa: un camino de muchos kilómetros, para volver a inclinarse sobre los libros, seguir trabajando en la tesis doctoral o preparar las clases del día siguiente. Podía cambiar a veces el orden de sus actividades, pero éstas no concluían nunca.

En el capítulo anterior hemos comentado que don Josemaría había conocido en Perdiguera la «planta baja» de la sociedad española, pero que todavía le esperaba «el sótano». Y así era: la pobreza material de aquellos pequeños campesinos y su estado de abandono en cuanto a formación humana eran grandes, pero todavía había esperanza; normalmente no padecían hambre y aún existían lazos familiares y de parentesco; la cercanía a la naturaleza (una naturaleza, todo hay que decirlo, a menudo extremadamente ruda, austera, casi enemiga) les protegía contra la miseria total. Desde el punto de vista cuantitativo era más fácil hacerse una idea del proletariado campesino; era más factible que los intentos de reforma surtieran allí efecto. Lo que hacía falta era patente y realizable, si había quien lo iniciara y si el Estado lo apoyaba. Eran pobres que vivían «a la luz del día», como en el foco de una sociedad que los conocía, de una opinión pública que les prestaba atención y de una administración que estaba dispuesta a ayudarles.

Totalmente distinta era la situación en los suburbios de Madrid -y también en los de la mayoría de las grandes ciudades del mundo-, pues allí todavía reinaba la noche. Los que nacían y vivían en aquellos suburbios se veían condenados a una vida «bajo tierra»; una vida cuyas convulsiones no originaban ninguna señal en los instrumentos de medición de la sociedad. Eran existencias que no despertaban la atención de las encuestas, de los sociólogos, ni de los registros civiles, ni casi de la policía; ni, por supuesto, de la organización parroquial de la Iglesia. Este submundo estaba muerto incluso para las estadísticas: la muerte más total que cabe en una sociedad civilizada.

De todas formas, tenemos que matizar. Del mismo modo que nunca ha existido una «nobleza» o una «burguesía» estáticas, claramente definidas (pues estas denominaciones han aglutinado siempre una amplia variedad sociológica, cuyos «numeradores» diferentes son más fáciles de describir que el «común denominador»), tampoco ha existido una «capa baja» permanente, un «proletariado», si bajo este concepto se entiende una masa compacta e inamovible. Siempre ha sido un conglomerado con un núcleo más o menos estable y con márgenes en continuo movimiento. Tomemos el ejemplo de Madrid: entre 1860, cuando comenzó la industrialización en España, y 1970 la población se había multiplicado por diez, pasando de 300.000 a tres millones de habitantes. En 1900 vivían allí algo más de medio millón de personas; en los años veinte (cuando Mons. Escrivá fue a vivir allí), unas 800.000, y en 1940, o sea poco después de terminada la Guerra Civil, casi 1,1 millones. La clase trabajadora que había surgido del «proletariado» inicial del siglo pasado vivía en barrios periféricos o en suburbios surgidos sin plan alguno; tenía un nivel de vida muy bajo que dependía de las alteraciones del mercado laboral y a menudo estaba expuesto al desastre del paro; en muchos casos este nivel de vida era el mínimo para subsistir y a veces ni siquiera eso. A pesar de todo, seguían llegando inmigrantes procedentes del campo; desde comienzos del siglo se mantenía este flujo migratorio, y alrededor de la ciudad iba creciendo una zona de chabolas a las que iban a parar los «despojos» de la sociedad, personas aún más pobres y míseras que la clase trabajadora ya asentada.

Aun cuando Madrid contaba en 1927-28 tan sólo con la cuarta parte de la población actual, de seguro que el abandono de sus grupos marginales era mayor que hoy. Allí Mons. Josemaría Escrivá conoció la miseria extrema del hombre en su totalidad, el oscurecimiento y la degradación de la imagen del hombre; y a este desierto fue, como «buen pastor», a la búsqueda no sólo de una «oveja perdida», sino de todo un rebaño descarriado. Esta tarea se la facilitó el hecho de ser nombrado capellán del Patronato de Enfermos de las «Damas Apostólicas del Sagrado Corazón». Se trataba de una institución de caridad llevada por esta congregación femenina, que había sido fundada pocos años antes por doña Luz Rodríguez Casanova; su fin era atender a los enfermos y a los pobres, sobre todo en los suburbios de Madrid; en 1927 había sido aprobada por la Santa Sede. El Patronato atendía a unos cuatro mil enfermos al año: se les visitaba en sus casas llevándoles alimentos, medicamentos y ropa, y cuidando también su atención pastoral. Era ésta tan sólo una entre las múltiples actividades sociales y caritativas que realizaba la institución, ya que en 1928 mantenía, además, sesenta y un colegios y comedores. Tenían también una residencia sacerdotal, precisamente la residencia en la que vivió don Josemaría Escrivá de Balaguer en los primeros meses de su estancia en Madrid.

Había sido nombrado capellán del Patronato de Enfermos, pero, llevado de su celo apostólico, puso empeño, además, en ayudar a las variadas y urgentes iniciativas de las «Damas Apostólicas» con su propia e incansable labor, aunque no formaba parte de sus deberes estrictos de Capellán. Era su manera de entender la caridad fraterna, tal como la debe vivir un sacerdote.

Nunca se ponderará bastante la importancia de esta labor sacerdotal en Madrid, íntimamente ligada al nacimiento y a los primeros años (llamémosles de nacimiento y niñez) del Opus Dei. La Obra no tuvo mejor suerte que su Señor, que Aquel que le dio vida, a quien pertenece y sirve: nació y creció en pobreza y entre peligros. El Fundador nunca ocultó (es más, en los últimos años de su vida le gustaba especialmente evocar aquel tiempo) que los más pobres y miserables, los abandonados, enfermos y moribundos que visitaba, o mejor que buscaba como quien busca un tesoro, habían ayudado a nacer al Opus Dei. Entre ellos, entre los mendigos, mendigaba él la limosna de la oración; y los que no tenían nada le daban todo lo que tenían: su oración y el ofrecimiento de su sacrificio por sus intenciones; y lo hacían no porque comprendieran, aprobaran o enjuiciaran cuáles eran aquellas intenciones, sino porque querían a aquel sacerdote joven y tenían confianza en él..., aunque quizá desde hacía años no habían visto ni habían permitido que se les acercara «un cura». En 1975, pocos meses antes de su muerte, Monseñor Escrivá de Balaguer recordaba aquellos tiempos: «Fui a buscar fortaleza en los barrios más pobres de Madrid. Horas y horas por todos los lados, todos los días, a pie de una parte a otra, entre pobres vergonzantes y pobres miserables, que no tenían nada de nada; entre niños con los mocos en la boca, sucios, pero niños, que quiere decir almas agradables a Dios (...) Y en los hospitales, y en las casas donde había enfermos, si se pueden llamar casas a aquellos tugurios... Eran gente desamparada y enferma; algunos, con una enfermedad que entonces era incurable, la tuberculosis. De modo que fui a buscar los medios para hacer la Obra de Dios en todos esos sitios (...) La fortaleza humana de la Obra han sido los enfermos de los hospitales de Madrid: los más miserables; los que vivían en sus casas, perdida hasta la última esperanza humana; los más ignorantes de aquellas barriadas extremas (...) Éstas son las ambiciones del Opus Dei, los medios humanos que pusimos: enfermos incurables, pobres abandonados, niños sin familia y sin cultura, hogares sin fuego y sin calor y sin amor» (3).

Hacía once años que Josemaría, siendo todavía un estudiante de bachillerato, había descubierto que aquellas huellas en la nieve eran las huellas de los pies de Jesucristo y había comenzado a barruntar que suponían una llamada personal; una llamada suave y callada al principio, una llamada a mantenerse alerta; para qué, eso todavía no lo sabía. Sucumbir a la tentación de imaginarse algo por cuenta propia -si se hubiese presentado- hubiera supuesto perder el compás de la pedagogía divina. Había superado los largos años de inseguridad sobre su propio camino; y los había superado gracias a su confianza humilde e inconmovible en que Dios le iba preparando, paso a paso y día a día, para la hora de la claridad en la que caería el velo de sus ojos y quedarían bañados en nítida luz los perfiles de su vocación. De importancia capital para la naturaleza, el desarrollo y el futuro del Opus Dei es el hecho de que Jesucristo, en la última parte del camino antes y en la primera parte del camino después del nacimiento de la Obra, se mostró al Fundador como el Crucificado.

Terminó su aprendizaje como sacerdote cuando empezó a descubrir, entre los que malvivían y morían en los tugurios de los barrios extremos y en las salas y pasillos de los hospitales de Madrid, a Jesucristo en la Cruz. Al arrodillarse junto a los enfermos y los moribundos se estaba arrodillando sobre el fundamento del Opus Dei, cuyos cimientos tienen ya, para todos los tiempos, forma de Cruz.

Es imposible ser cristiano y, a la vez, aborrecer la Cruz o huir de ella, es decir, de los sufrimientos de cualquier tipo y de su consecuencia, el dolor. Es un punto capital de la fe cristiana la convicción de que sólo a través de la Cruz podemos llegar a Dios, a la bienaventuranza, a la salvación. Este camino, al que se resiste nuestra naturaleza, es el camino de la felicidad, hacia el cual, sin saberlo, cualquier alma se siente atraída. Decía el Fundador del Opus Dei que, para algunos, el Amor a la Cruz ha podido ser motivo de escándalo, pero «es que no saben que cuando se camina por donde camina Cristo, cuando ya no hay resignación, sino que el alma se conforma con la Cruz -se hace a la forma de la Cruz-, cuando se ama la voluntad de Dios, cuando se quiere la Cruz; entonces ya la Cruz no pesa, ya la Cruz no es mía, sino que es de Él, y Él la lleva conmigo... Encontrar la Cruz es encontrar a Cristo» (4). Este mismo pensamiento lo resumía en 1935 con las siguientes palabras: «No hay señal más cierta de haber encontrado a Cristo que sentirse cargado con su bendita Cruz» (5). Aun cuando la Cruz produzca dolor, es la fuente de la alegría, porque Dios la eligió como «instrumentum salutis». Cuando el Fundador del Opus Dei recordaba las amarguras de los años treinta, en los que la muerte se llevó a los primeros miembros de la Obra, y otros que habían oído la llamada «se le escapaban como las anguilas», comentaba que entonces no había comprendido qué sentido podría tener aquel dolor; pero añadía: «Ahora lo veo con una luz nueva (...) Tú has hecho, Señor, que yo entendiera que tener la Cruz es encontrar la felicidad, la alegría. Y la razón -lo veo con más claridad que nunca- es ésta: tener la Cruz es identificarse con Cristo» (6).

La consecuencia es perfectamente lógica y nunca se cansó de repetirla: «¡La Cruz: allí está Cristo, y tú has de perderte en Él! No habrá más dolores, no habrá más fatigas. No has de decir: Señor, que no puedo más, que soy un desgraciado... ¡No!, ¡no es verdad! En la Cruz serás Cristo» (7). Y transmitiéndoles este convencimiento era precisamente como consolaba a aquellas «ruinas humanas» en Madrid. El amor sacerdotal, hecho a la medida de Cristo, elevaba a los pobres entre los pobres y a los desheredados a la dignidad inigualable de Cristo paciente (8).

Las palabras que susurraba al oído de aquellos moribundos, a los que pedía que ofrecieran sus sufrimientos por el crecimiento de la Obra de Dios, quedan recogidas en el punto 208 de «Camino»: «Bendito sea el dolor. -Amado sea el dolor. Santificado sea el dolor... ¡Glorificado sea el dolor!» No sé de ninguna frase que contradiga tanto al espíritu de nuestro siglo XX, y sobre todo de los últimos tres decenios, como esta «bienaventuranza del dolor». Es fácil denunciarla como «masoquista», como escandalosa o sencillamente como «anormal»; lo que podríamos llamar «una naturaleza sana» siempre ha estado aliada con el rechazo y el desprecio de la Cruz, que -como escribía San Pablo- era (y sigue siendo) «escándalo para los judíos, locura para los gentiles» (1 Cor 1,23). El misterio de la Cruz es idéntico al misterio del amor de Dios a los hombres; y este misterio, a su vez, incluye aquel otro de la libertad, sin la que no se podría corresponder al amor de Dios, es decir, sin la que no se podría alcanzar el fin de la creación. Ahora bien, suponer que pueda existir un «fin de la creación» que sea «irrealizable» carece de sentido. Por lo tanto, el único planteamiento posible, aunque resulte incomprensible, es que la Cruz es el camino del Amor de Dios, el camino que da la felicidad a los hombres libres; sólo este Amor puede integrar y superar la Cruz. En este punto no caben las «discusiones». Jesucristo no dijo: «Venid y discutid conmigo», sino: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame» (Mc 8,34). Y el Fundador del Opus Dei enumeró qué es lo que encuentra quien sigue esta llamada de Dios: «Yo te voy a decir cuáles son los tesoros del hombre en la tierra para que no los desperdicies: hambre, sed, calor, frío, dolor, deshonra, pobreza, soledad, traición, calumnia, cárcel...» (9). Muchas de estas cosas las experimentó personalmente; sin olvidar que, para el que ama, va desapareciendo la diferencia entre el sufrimiento propio y el sufrimiento ajeno. Monseñor Escrivá de Balaguer solía decir que saber sufrir es una prueba de que alguien sabe amar, que tiene corazón.

 

El nacimiento del Opus Dei

Además de los escritos, las cartas, los textos que el Fundador daba para su publicación en las revistas internas del Opus Dei y los documentos fílmicos de los últimos años de su vida, contamos con una fuente de la mayor importancia: el voluminoso escrito de postulación de la Causa de Beatificación, en el que se han tenido en cuenta los textos mencionados, así como las amplias declaraciones de numerosos testigos. Este escrito de postulación comienza con un breve resumen de la biografía de Monseñor Escrivá de Balaguer; la descripción se ciñe concisamente a los hechos que se conocen con absoluta seguridad. Precisamente por este motivo me apoyo en esas páginas para hablar de la «fundación del Opus Dei», sobre la que leemos allí: «El 2 de octubre de 1928, mientras el Siervo de Dios (10) se hallaba recogido en su habitación, participando en unos ejercicios espirituales en la Residencia de los PP. Paúles (11) de Madrid, en la calle García de Paredes, Dios se dignó iluminarle: vio el Opus Dei, tal como el Señor lo quería y como debería ser a lo largo de los siglos» (12).

Durante once años, desde aquel día de invierno en Logroño, había pedido ver. Cierto día su atención se había fijado en aquella escena del Evangelio de San Marcos que narra la curación del ciego Bartimeo. Como tenía por costumbre meditar la Sagrada Escritura participando como un testigo más en las situaciones narradas por los Evangelistas, revivió en su espíritu la escena conmovedora en la que el Señor preguntaba al ciego de nacimiento: « ¿Qué quieres que te haga?». Y Bartimeo responde: «Señor, que vea». «Yo no puedo dejar de recordar -dirá el Fundador de la Obra en una homilía del año 1947- que, al meditar este pasaje muchos años atrás, al comprobar que Jesús esperaba algo de mí -¡algo que yo no sabía qué era!-, hice mis jaculatorias. Señor, ¿qué quieres?, ¿qué me pides? Presentía que me buscaba para algo nuevo y el Rabboni, ut videam! -Maestro, que vea- me movió a suplicar a Cristo, en una continua oración: Señor, que eso que Tú quieres, se cumpla» (13). Esta jaculatoria, repetida innumerables veces y cada vez con mayor urgencia, la cercanía de Dios continuamente buscada, el espíritu ascético de penitencia y de reparación, la intensa labor pastoral y las obras de misericordia desembocaban en el Santo Sacrificio, ofrecido a diario con completa entrega, también de sí mismo; y la Santa Misa era a la vez la raíz de todo lo demás. Por eso, aquellos tres años y medio que transcurrieron entre la ordenación sacerdotal en 1925 y la «introducción», por decirlo así, a la vocación específica que la Providencia divina le había reservado desde la eternidad (la fundación del Opus Dei el 2 de octubre de 1928) tienen una importancia capital: en esta última fase de preparación, el sacerdote Josemaría Escrivá de Balaguer iba a ser preparado por Dios para comprender la misión histórica que se le iba a revelar y para poder cumplirla de la mano de Aquel que le hacía el encargo.

El 2 de octubre sería el día en el que, por Voluntad de Dios, terminaba el «aprendizaje», se comunicaba el encargo y comenzaba su cumplimiento. Del proceso que suele llamarse «fundación» o «nacimiento» del Opus Dei conocemos las fases que hemos citado y poco más. Ahora bien, ese «poco más» merece nuestra atención: porque en el silencio de la habitación que ocupaba durante los ejercicios en la Residencia de los PP. Paúles se oían «a lo lejos» las campanas de la iglesia de Nuestra Señora de los Ángeles (14). El que las campanas se oyeran «a lo lejos» y, a la vez, la iglesia estuviese cerca de la Residencia de los Paúles, puede parecer una contradicción. Sin embargo, hay que tener en cuenta que, aunque el camino se recorre en unos diez minutos (en línea recta alrededor de un kilómetro), a esa distancia las campanas realmente suenan «a lo lejos», siempre y cuando el terreno no esté edificado, como lo está hoy. En 1928 no lo estaba y por eso se oían perfectamente. En la actualidad, aunque uno esté en medio de la calle García de Paredes, ya no se oyen.

Siento la necesidad de hacer hincapié en aquellas campanas que, el día de los Ángeles Custodios, sonaban desde una iglesia dedicada a la Reina de los Ángeles. Mi punto de referencia son unas palabras del actual Prelado del Opus Dei, Alvaro del Portillo, que confirman el carácter místico de la fundación de la Obra (15)-por lo que realmente podemos hablar de «nacimiento», de «ver la luz del día»-, aun cuando ni él ni el Fundador hayan utilizado nunca el término «místico». Sin embargo, Monseñor Escrivá de Balaguer afirmó siempre, sin sombra de duda, que el Opus Dei no lo había inventado él, que no lo había fundado como consecuencia de una serie de elucubraciones, análisis, discusiones y experiencias, que no era en absoluto el resultado de intenciones buenas o piadosas; dejó entrever claramente que el «fundador» era Dios mismo y que la transmisión a aquel «joven sacerdote» de aquel encargo había sido un hecho sobrenatural, una gracia divina. Por eso, cuando muchos años después decía que nunca habían dejado de sonar en sus oídos aquellas campanas (16), no hablaba sólo en metáfora: expresaba exactamente el estado permanente de aquel que ha percibido realmente una vocación, una llamada.

Fueron la humildad y la prudencia las que llevaron a Josemaría Escrivá de Balaguer a guardar silencio total durante largos años sobre lo que había recibido el 2 de octubre de 1928. Era extremadamente parco cuando hablaba de las gracias místicas o carismáticas que el Señor le concedía, y que no se agotaron en aquel día de octubre. El que actuara así no sólo era algo completamente natural en él, sino también un síntoma seguro de ser fidedigno. Cualquier comunicación expresa de un encuentro con Dios que haya tenido carácter místico y extraordinario suscita dudas sobre su autenticidad. Muchos santos (Francisco de Asís y Domingo de Guzmán, Ignacio de Loyola y Felipe Neri, Catalina de Siena y Teresa de Jesús, el Cura de Ars y Don Bosco) recibieron gracias místicas: pero no sabemos de ninguno que hiciera de esas gracias tema de su conversación, por motivos de caridad o de curiosidad. Y es que, como se trata de muestras especiales de cariño por parte del Señor, de una relación de intimidad entre el alma y su Creador, el mismo pudor prohíbe, como en las relaciones amorosas humanas, cualquier tipo de espectáculo o publicidad.

El día en que se cumplían los cuarenta años de la fundación de la Obra, el 2 de octubre de 1968, Mons. Escrivá de Balaguer se encontraba en Pozoalbero, una casa de retiros situada cerca de Jerez de la Frontera. A la pregunta de un miembro del Opus Dei sobre qué sucedió exactamente en aquel día y por qué se sabía tan poco sobre ello, el Fundador le contestó, entre otras cosas, que callaba para que a nadie (y especialmente a ninguno de sus hijos) se le viniera a la cabeza que él, un pobre pecador, era algo extraordinario; y, por otra parte, callaba (y esto es más importante todavía) porque realmente había habido cosas extraordinarias en el camino de la Obra. Y añadía: «Lo «nuestro" es la santificación de las cosas ordinarias» (17). Con otras palabras: aquellos hechos que en el lenguaje normal de la Iglesia se llaman «milagros» y que Mons. Escrivá de Balaguer no negaba, son gracias especiales de Dios que no tienen como fin el que se admire a quien las recibe; Dios las concede para confirmarle en su servicio. Nadie debía sentirse atraído hacia el Fundador del Opus Dei por tener fama de haber recibido gracias, inspiraciones o apariciones «milagrosas». Quien se acercara a él o al Opus Dei había de hacerlo para seguir a Cristo en la vida cotidiana, la vida de la profesión y de la familia, con toda normalidad y con la sincera disposición de identificarse con Él de acuerdo con el espíritu y con la espiritualidad que el Fundador recibió el 2 de octubre de 1928. Pues en ese día no sólo vio el campo donde habrían de recolectarse muchos frutos en el futuro, sino también el modo de roturar siempre ese campo.

La fiesta de los Santos Ángeles Custodios... Un joven sacerdote, que hace un curso de retiro y está rezando en su habitación... El repique de las campanas, que llega a sus oídos desde una iglesia dedicada a la Reina de los Angeles... La repentina aparición del Opus Dei ante sus ojos... Todo esto constituye una unidad; nada carece de sentido, nada es casual -ni el tiempo ni el lugar ni las circunstancias-; todo forma parte de la unidad del misterio de una inspiración divina. Mons. Josemaría Escrivá, medio ciego e ignorante, «barruntando» no más, pero por amor, había extendido ya un «cheque en blanco» a Dios, un cheque de entrega total, pero en ese momento supo qué era lo que había firmado y para qué servía ese cheque que acababa de ser canjeado.

El que este esclarecimiento, el «nacimiento» del Opus Dei, sucediera en la fiesta de los Ángeles Custodios tiene una gran importancia que es necesario explicar en una época en la que el edificio de la doctrina católica ha quedado oscurecido en muchos aspectos, como abandonado en otros, o incluso en peligro de ser derruido. La devoción a los Santos Ángeles Custodios es posiblemente una de las prácticas de piedad más descuidadas en nuestro tiempo. Y, sin embargo, muchos católicos se quedarían sorprendidos si leyeran en el Catecismo Romano de los Papas Pío V y Clemente XIII (18) (que, por cierto, no han perdido actualidad) todo aquello que, respecto a este tema, es doctrina cierta de la Iglesia. Allí se lee que «Dios creó de la nada, para que le sirviesen y asistiesen, la naturaleza espiritual de inumerables ángeles, a los que después enriqueció y hermoseó con el don admirable de su gracia y poderío» (19). También leemos que «con su protección nos libramos diariamente de muy grandes peligros, así espirituales como corporales, aunque no se manifiesten a nuestra vista» (20); se especifica que los ángeles «aventajan en dignidad a los reyes mismos», y se habla de «la caridad con que nos aman y que, movidos por ella, ruegan... por aquellos de quienes son sus guardas, puesto que ofrecen a Dios nuestras oraciones y nuestras lágrimas» (21). El Arcángel Rafael protegió y guió al joven Tobías (22); un Ángel liberó a Pedro de la cárcel en Jerusalén (23) y Cristo mismo habló en numerosas ocasiones sobre los ángeles; quizá la escena más conmovedora sea aquella en la que previene ante el escándalo de los pequeñuelos, «pues os digo que sus ángeles en el Cielo están viendo siempre el rostro de mi Padre, que está en los Cielos» (Mt XVIII, 10). El Opus Dei, por Voluntad de Dios, fue «entregado» en el alma de Josemaría Escrivá (o sea, «nació», «vio la luz del día») precisamente en la fiesta de los Ángeles Custodios (comenzando en este día su camino como fuerza vivificante del mundo), y podemos deducir tres cosas de este hecho:1ª. Que no sólo las «primicias de la Obra» -su Fundador-, sino toda la Obra, habría de estar, desde su nacimiento y en el futuro, bajo la protección de los Ángeles, como cualquier persona humana. «Aumentemos nuestra amistad -dice Monseñor Escrivá de Balaguer- con los Santos Ángeles Custodios. Todos necesitamos mucha compañía: compañía del Cielo y de la tierra. ¡Sed devotos de los Santos Ángeles! » (24). Como comentaremos más ampliamente, el Opus Dei ha puesto bajo la protección de los Santos Arcángeles Miguel, Gabriel y Rafael los apostolados que sus miembros realizan con todo tipo de personas de toda condición social, casados, solteros, jóvenes, adultos.2ª. Que el nacimiento de la Obra en el día de los Ángeles, mientras sonaban las campanas de la iglesia de Nuestra Señora de los Ángeles, manifiesta admirablemente el profundo espíritu mariano del Opus Dei, que enseña a vivir muy cerca de la Virgen.3ª. Que la fiesta de los Santos Ángeles es una fiesta de la humildad, porque ellos cumplen en todo la Voluntad de Dios con amorosa humildad y sólo una humildad filial puede llevar a los hombres a confiarse a su custodia. Se puede decir que el Opus Dei vino al mundo el 2 de octubre de 1928 con el sello de la humildad colectiva. En su primera carta a los miembros de la Obra escribía el Fundador: «Esa ha sido y será siempre la aspiración de la Obra: vivir sin gloria humana; y no olvidéis que, en un primer momento, me hubiera gustado incluso que la Obra no tuviera ni nombre, para que su historia la conociera sólo Dios» (25); y dos años más tarde: «Debéis trabajar... con una humildad personal tan honda, que os lleve necesariamente a vivir la humildad colectiva, a no querer recibir cada uno la estimación y el aprecio que merece la Obra de Dios y la vida santa de sus hermanos» (26).

El 2 de octubre de 1977, cuando la Obra comenzaba el quincuagésimo cuagésimo año de su vida, el primer sucesor del Fundador, Alvaro del Portillo, contó a algunos miembros del Opus Dei, en Roma, que el «nacimiento» en 1928 había estado precedido en el alma del Padre -así le llamaron desde los comienzos sus hijos en la Obra- (27) de muchos barruntos del querer de Dios, de abundantes luces e inspiraciones divinas que él iba anotando celosamente. En la mañana del 2 de octubre, después de la Misa, se retiró a su habitación para ordenar, leer y meditar en la oración todas las fichas que había ido escribiendo: «Y ese día no vio las anotaciones que tenía delante de los ojos, sino que Dios Nuestro Señor quiso que viese la Obra tal como había de ser al cabo de los siglos» (28). Aquel velo, que cada vez se había ido haciendo más delgado y transparente, se rasgó y mostró lo que guardaba el repique de aquellas campanas.

¿Qué es lo que vio el Fundador en su oración? Lo ignoro. La visión mística que Dios concede puede abarcar espacios y tiempos sin depender del mapa o del calendario. Dios regala «golpes de vista», con los que se puede contemplar, concentrado en la visión de un solo segundo, el curso de los siglos. El «ojo» del alma puede quedar capacitado de forma milagrosa para ver lo abstracto: conceptos, cualidades y destinos, así como el soplo del Espíritu; y puede ver todo esto en imágenes que no son fotográficas, que no recogen, sino que re-producen subjetivamente, pero con fidelidad y veracidad, lo que está objetivamente producido desde la eternidad. Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer, el 2 de octubre de 1928, no vio la Sección de mujeres del Opus Dei, ni la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, y supongo que tampoco vio los rostros de los futuros miembros o los edificios de los futuros Centros en todo el mundo, pero vio -compréndalo quien pueda- la santidad de los cristianos corrientes, la santificación del trabajo, los caminos, los medios y los frutos del apostolado de hombre a hombre en toda la tierra y en todo tiempo; vio lo esencial de la vocación a esta Obra divina, vio su universalidad y un «campo de trigo humano» inabarcable, formado por los que serían llamados a formar parte de ella; y vio, sobre todo, que el Opus Dei era el incansable caminar de Cristo por el mundo...

«Desde ese momento -diría el Fundador años más tardeno tuve ya tranquilidad alguna, y empecé a trabajar, de mala gana, porque me resistía a meterme a fundar nada» (29). Esta afirmación nos deja perplejos. El 2 de octubre, cuando Dios le hizo ver lo que quería -la santidad de los cristianos corrientes en su vida cotidiana-, ¿no unió a ello un encargo concreto, el encargo de realizar esa su voluntad por medio de aquel camino que luego se llamaría Opus Dei? Solemos pensar con modelos demasiado simples y con categorías meramente humanas. Pero cuando Dios quiere realizar algo, no lo hace por medio de la publicación de un decreto en el «Boletín Oficial del Estado» o de una orden del día en el parte militar; Dios es Amor y valora cada alma; cuenta con su independencia, y le pide su entrega filial. A los santos se les reconoce porque empeñan su libertad (su voluntad, su inteligencia y su iniciativa) en obedecer y servir a Dios, prescindiendo, con humildad casi infantil, de cualquier intento de ponerse en primer plano (no se les ocurriría hacer tal cosa). Y llegan a tal extremo, que parecen querer y hacer locuras y cosas incongruentes. San Francisco de Asís, por ejemplo, al percibir la voz de Dios que le llamaba a renovar la Iglesia, empieza por reconstruir una capilla derruida...

La disponibilidad y la humildad del joven Josemaría eran tales que, sin dudar de la verdad de lo que había visto, sin dudar de su llamada a realizar la Obra de Dios tal como Él se la había mostrado, puso todo su empeño en realizarla, a ser posible, pasando inadvertido, casi ocultándose. Un empeño que nos parece, desde el punto de vista lógico, completamente irreal, pero que, precisamente por eso, certifica la veracidad de su vocación. Empezó pidiendo información para comprobar si ya existían en alguna parte, sobre todo en Europa central y en Italia, asociaciones o iniciativas cuyo fin fuera el mismo que Dios le pedía a él. En ese caso hubiera querido pedir la admisión, «ser el último y servir» (30). Sabemos que su empeño por ocultarse y quedar fuera de las candilejas de la historia no se cumplió. No se podía cumplir porque contradecía a su misión. Como su vida se fue identificando plenamente con esta misión y como esta misión tenía que ir siendo conocida, también el que la realizaba tenía que ir atrayendo las miradas del interés público.

Esto no significa que la divisa «ocultarse y desaparecer», que Josemaría Escrivá había elegido para su vida sacerdotal, y especialmente para su vocación de hacer el Opus Dei (divisa que al principio intentó practicar al pie de la letra), perdiera vigencia o se resquebrajara. Las palabras exactas de este lema son: «Ocultarse y desaparecer es lo mío, que sólo Jesús se luzca» (31). El Fundador del Opus Dei fue entendiendo poco a poco el sentido profundo de estas palabras suyas y sólo hacia el final de su vida lo comprendió de modo completo. Esa frase, tantas veces repetida, implica la entrega total de la propia personalidad, del propio yo, a Dios, a Cristo. Supone la entrega de todos los planes y proyectos, deseos e inclinaciones. Y el que se entrega va viendo lo que significa esto en sus últimas consecuencias de una manera paulatina. Dios se lo va comunicando de una forma que podríamos denominar «a plazos», con arreglo a una pedagogía del Amor divino, porque quien ha sido llamado -simple creatura-, no es capaz de comprender o incluso de realizar de una vez todo lo que su vocación trae consigo. «Si hubiera sabido todo lo que habría de venir -solía decir el Fundador en años posteriores-, me habría muerto» (32).

«Ocultarse y desaparecer» (33): un lema de humildad. Y un lema que encierra muchos aspectos, como comprobaría el Fundador del Opus Dei durante su vida: de una parte, la faceta normal y corriente de prescindir de todos los deseos personales (que con tanta sutileza se pueden introducir en el corazón, presentándose como servicios «desinteresados» o «necesarios») para dedicarse exclusivamente a hacer el Opus Dei, a cuyo espíritu pertenece también la abnegación. Contiene, por otra parte, un aspecto ascético: no ponerse en primer plano, ni siquiera en los casos en los que podría parecer muy útil o incluso necesario. «Desde 1946, en que la sede central de la Obra se trasladó a Roma -me contaba en Pamplona don Amadeo de Fuenmayor, que conoció a Monseñor Escrivá de Balaguer en 1939 (34)-, el Padre permaneció allí durante largas temporadas, sobre todo entre los años 1950 y 1954, trabajando en silencio y retirado; en los años sesenta, el número de visitantes de todo el mundo que acudían a Roma a visitar al Padre creció de modo extraordinario.» Cuando, en 1944, recibieron la ordenación sacerdotal en Madrid los tres primeros sacerdotes del Opus Dei no estuvo presente en la ceremonia. Al Padre le debían su vocación a la Obra y, posteriormente, al sacerdocio. Por eso no quiso asistir: no quería ser el centro; quería mostrar que no era él, sino Dios, el que había promovido el Opus Dei. Y así se comportó siempre en casos similares; a comienzos de los años cincuenta, cuando se inició la labor de la «Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz» -fundada por Monseñor Escrivá de Balaguer como una Asociación inseparable, propia del Opus Dei-, tuvo lugar una Convivencia en la Casa de retiros de Molinoviejo, junto a Segovia, a la que asistieron las primeras vocaciones de sacerdotes diocesanos. «El Padre no quiso estar presente, a pesar de nuestra insistencia -recuerda don Amadeo de Fuenmayor-. Nos envió unas notas, que leímos y comentamos con particular emoción... De intento no participó en la Convivencia, para forzarnos a superar nuestra timidez. Así se hacía realidad un criterio formativo que empleaba con sus hijos de modo habitual... A los patitos se les echa al agua y por fuerza tienen que nadar... Teniendo en cuenta que era muy sociable y que tenía tanto interés como facilidad para comunicarse con los hombres y que, además, hubiera tenido innumerables ocasiones para ponerla en práctica, hay que decir que realmente permanecía muy en segundo plano. Este era su programa personal y también una parte de la educación de sus hijos» (35).

También los muchos viajes de catequesis que el Fundador del Opus Dei emprendió por Europa y, en mayor escala, por América a lo largo de los años 1970, 1974 y 1975 (viajes en los que se reunió con decenas de miles de personas) fueron actos de humildad, que hay que ver en relación con la situación de la Iglesia durante ese período. «Tenía que dar testimonio -con estas palabras lo comenta el profesor español que citamos-, ésta era su profesión. La misma humildad que le había hecho callar cuando otros hablaban, por ejemplo en épocas de persecución de la Obra, ahora le hacía hablar, cuando tantos permanecían mudos, por ejemplo ante la aflicción interna y externa de la Iglesia» (36). Cuanto menos se podía librar de las cámaras, de los micrófonos y de los altavoces, cuanto más honores y distinciones recibía, cuanto más interés periodístico despertaba, cuanto más iba estando en el centro del «interés público», tanto más iba realizando su lema; y lo realizaba precisamente a través de todo aquello, porque se iba refugiando con tal profundidad en la sombra de la Cruz de Cristo que él mismo casi se hacía invisible. Y Cristo le premió hablando por su boca, bendiciendo por sus manos y trabajando en su labor. Así lo confirman todos, tanto los que estaban muy cerca de él como los que le trataron breve y circunstancialmente. También se aprecia en las películas tomadas durante los viajes de los últimos años de su vida.

Invisible a los ojos de los hombres

 En la tarde del 2 de octubre de 1928 el Opus Dei contaba con una sola persona: un sacerdote de veintiséis años al que se le había dado una luz que ya nunca palidecería y un impulso para «materializarla» que ya nunca perdería su vigor. Se puede decir, pues, que, en sentido estricto, Monseñor Escrivá de Balaguer fue Fundador del Opus Dei sólo desde el momento en que los primeros perseveraron junto a él. Es decir, que aún tenía que transmitir a otros lo que él había recibido. Ahora bien, ¿en qué consistía...? Es imposible expresarlo con más fuerza, claridad y concisión que el escrito de la postulación para la Causa de Beatificación, en el cual se dice: «Le pidió Dios que dedicara su vida entera a promover, en servicio de la Iglesia Santa, esta tarea sobrenatural -a la que más adelante llamaría Opus Dei-, cuyo fin consiste en que personas de toda condición social -comenzando por los intelectuales, para llegar después a todos-, con una específica llamada de Dios y conscientes de la grandeza de la vocación cristiana, se esfuercen por buscar la santidad y ejerciten el apostolado entre sus compañeros y amigos, cada uno en su propio ambiente, profesión y trabajo en el mundo, sin cambiar de estado» (37).

Esta definición, tan concisa, de lo que es el Opus Dei incluye un núcleo que el sucesor del Fundador, Alvaro del Portillo, resumía con las siguientes palabras en el primer aniversario de la muerte del Fundador: «La convicción básica, la raíz de todo el mensaje espiritual de Mons. Escrivá de Balaguer era la urgente necesidad de buscar la santidad personal en medio del mundo» (38). Desde el principio, y hasta nuestros días, el no poder (o no querer) comprender las últimas once palabras de esta cita ha sido el obstáculo principal, no sólo para apreciar debidamente y enjuiciar justamente el Opus Dei, sino para un renacer espiritual de muchas personas. Esa incomprensión se manifiesta en muchos casos -especialmente por parte de esos cristianos aburguesados que consideran que la santidad no es más que una palabra de un vocabulario eclesiástico «pasado de moda»- en la cándida respuesta: «Pero ¡si eso no es nada nuevo, si es algo totalmente normal y corriente!» Indudablemente, el exigir que los bautizados sean santos no es nada nuevo; es tan viejo y tan nuevo como la exigencia del Señor: «Sed vosotros perfectos, como vuestro Padre Celestial es perfecto» (Mt 5,48); o como la afirmación de San Pablo en su Epístola a los tesalonicenses: «Ésta es la voluntad de Dios: vuestra santificación» (1 Tes 4,3). Pero cuando los cristianos corrientes, o sea, no los religiosos (que han recibido la llamada específica a apartarse del mundo), ni aquellos sacerdotes y laicos que, ex officio, tienen que servir a la Iglesia, sino los cristianos que podríamos llamar (permítaseme una imagen militar) la «clase de tropa de Cristo»; cuando éstos se toman en serio la vocación a la santidad (es decir, a la identificación con Cristo en medio de su vida cotidiana, convirtiendo precisamente esa vida cotidiana en un servicio continuo al Señor), entonces esa «verdad tan sabida» tiene una fuerza capaz de renovar el mundo y la humanidad entera. El pulso de la presencia de Dios en su vida se comunicará también a otros precisamente a través del trabajo que los une, un trabajo que es, a la vez, medio y expresión de la santidad personal: «Pienso -decía Mons. Escrivá de Balaguer en 1968 a dos periodistas italianos- que la santidad llama a la santidad (...) Mi única receta es ésta: ser santos, querer ser santos, con santidad personal» (39). Pero la concreción de esta santidad personal (y con ello se cierra el círculo) se da, para los laicos normales y corrientes, en el trabajo profesional y a través de ese trabajo. Un trabajo «santificado» de esta manera «santifica», es decir, lleva a una presencia creciente de Cristo en el mundo, también porque es contagioso: es camino y medio para acercar a Dios a los que serán sus cooperadores; dicho con una sola palabra: es apostólico.

«Renovad el mundo -escribía el Fundador de la Obra en 1932- en el espíritu de Jesucristo, colocad a Cristo en lo alto y en la entraña de todas las cosas. Venimos a santificar cualquier fatiga humana honesta: el trabajo ordinario, precisamente en el mundo, de manera laical y secular, en servicio de la Iglesia Santa, del Romano Pontífice y de todas las almas» (40). Y ocho años más tarde, en 1940, advierte a los miembros del Opus Dei: «Quiere el Señor que solos, con el apostolado personal de cada uno, o unidos a otras gentes -quiza alejadas de Dios, o aún no católicas, ni cristianas-, planeéis y llevéis a cabo en el mundo toda clase de serenas y hermosas iniciativas, tan variadas como la faz de la tierra y como el sentir y el querer de los hombres que la habitan, que contribuyan al bien espiritual y material de la sociedad y puedan convertirse para todos en ocasión de encuentro con Cristo, en ocasión de santidad... Por eso os he repetido tantas veces que la vocación profesional de cada uno de nosotros es parte importante de la vocación divina; por eso también el apostolado que la Obra realiza en el mundo será siempre actual, moderno, necesario; porque mientras haya hombres sobre la tierra, habrá hombres y mujeres que trabajen, que tengan una determinada profesión u oficio -intelectual o manual-, que estarán llamados a santificar, y a servirse de su labor para santificarse y para llevar a los demás a tratar con sencillez a Dios » (41).

Josemaría Escrivá de Balaguer se refirió constantemente, a lo largo de su vida, a esa unidad inseparable: santidad-trabajo-apostolado; unidad que expresa para cada bautizado su situación básica en el mundo, una situación que Jesucristo mismo ha instaurado. Tener una conciencia clara de esta unidad es condición sine qua non para los cristianos que quieren vivir en el mundo sin ser mundanos y sin mentalidad de ghetto separado. Monseñor Escrivá lo expresaba con energía: «Pensar que esa toma de conciencia significa dejar la vida normal, es una idea legítima sólo para quienes reciben de Dios la vocación religiosa, con su contemptus mundi, con el desprecio o la desestima de las cosas del mundo; pero querer hacer de este abandono del mundo la esencia o la culminación del Cristianismo es claramente una enormidad» (42).Cuando el Fundador del Opus Dei decía estas palabras, la Obra tenía ya cuarenta años, estaba presente en varias docenas de países, había superado graves peligros -incluso la posibilidad de ser destruida o deformada- y se hallaba en momentos de irrefrenable expansión. Las dos cosas, tanto las apreciaciones falsas y la persecución como la multiplicación de focos apostólicos en todo el mundo, son consecuencia inmediata del mensaje central de Monseñor Escrivá de Balaguer: el lugar para la santidad y la santificación es, para la inmensa mayoría de los cristianos, el mundo (entendiendo por «mundo» la complejidad de la vida humana sobre la tierra). Los bautizados están integrados en él; desde, dentro, ellos mismos, cuando intentan «hacerse semejantes a Cristo» -«cristificarse»-, «cristifican» también el mundo: en esto consiste la vocación laical, universal. Por el contrario, una vocación particular, especial, lleva a retirarse de la tarea que compete a todo bautizado -la santificación de la materia mundi- y del duro trabajo en medio de la calle y los afanes cotidianos. La vocación religiosa es una vocación especial, reservada siempre a unos pocos, que requiere una gracia particular y tiene un sentido específico. Lo diré de un modo metafórico: se esfuerza por recubrir el cuerpo de la humanidad con una fina red de vasos sanguíneos por los que puede circular la gracia divina, aun cuando el cuerpo sufra bajo hipotermia o bajo trastornos del riego sanguíneo. El estado religioso es -y seguirá siendo- un bastión de la Iglesia, un reducto que garantiza que nunca dejará de haber entrega total a Cristo, ni siquiera cuando en lo que se suele llamar el «pueblo fiel» se extienda la frialdad de los corazones y se adoren diversos becerros de oro bajo cualquiera de sus múltiples denominaciones. No cabe duda de que estos reductos deben permanecer intactos (esto es importante, y sería ceguera el debilitarlos o demolerlos como se hizo en la época del protestantismo), porque han sido, a menudo, origen de renovaciones efectivas e incluso salvadoras para toda la Iglesia.

El nacimiento del Opus Dei supuso un gran paso para traspasar ese umbral de la nueva etapa que iniciaba la Iglesia: la cristianización del mundo desde dentro. Pero si Monseñor Escrivá de Balaguer se hubiera limitado a poner sus pensamientos por escrito, por ejemplo en un libro titulado «Secularidad y santidad», seguramente hubiera alcanzado amplio renombre como escritor teológico y ascético; en escritos de otros autores se hubiera expresado asentimiento o desacuerdo, o se hubieran modificado sus ideas; quizá se hubiera iniciado «una interesante controversia» o una «notable discusión» de fin y efectos imprecisos... Ahora bien, la novedad no consistía realmente en transformar la frase «aunque tan sólo eres un laico en el mundo puedes santificarte» en esta otra: «Porque eres un laico en medio del mundo puedes y debes santificar el mundo y santificarte tú mismo en él»; la verdadera novedad -casi una provocación- consistía en reunir a su alrededor «hombres del mundo», enseñándoles -¡con su propia vida!- cómo se realiza esto en la práctica.

Hay que aclarar todavía un punto: la existencia del Opus Dei, el hecho de que viera la luz del mundo el 2 de octubre de 1928, es algo que, al principio, permaneció oculto (43); fue nada más que un estímulo interior en el alma de un sacerdote, una semilla espiritual de la que tan sólo se percató quien la había recibido (al principio, ni siquiera él mismo encontraba un nombre para ese fenómeno), un crecimiento en él, una preparación de la siembra y de la búsqueda de los primeros... Y todo esto se desarrolló sin llamar la atención, en la vida cotidiana y profesional de don Josemaría. Todo sucedía en el seno del anoni mato, muy por debajo del nivel que suele ser necesario para suscitar el interés público. Hacia fuera, al principio, no cambió absolutamente nada. Monseñor Josemaría Escrivá no actuó como suelen hacerlo los «fundadores» de iniciativas humanas de cualquier tipo. Éstos suelen hacer declaraciones y presentar programas, explicando los motivos, los fines, los medios y las actividades previstas; luego hacen propaganda, publican anuncios y se preocupan de su presencia pública... El nacimiento y el desarrollo del Opus Dei no tuvo lugar de esa manera. Su Fundador no emitió un «escrito programático» en el que expusiera, por ejemplo, la situación del cristianismo en general, el de la Iglesia Romana en particular y las medidas que se deberían tomar para promover una entrega total de los laicos, sobre todo teniendo en cuenta la situación especial en España y considerando también los consejos evangélicos.Tampoco fundó enseguida una «Asociación» que practicara estos «principios», ni redactó unos estatutos que le permitieran empezar a captar miembros. Aunque siempre ha habido y habrá fundadores y fundaciones de este tipo (porque es algo perfectamente legítimo), el Fundador del Opus Dei no actuó así. La Obra nació y empezó a crecer como todo lo que tiene vida propia, como todo lo que no se ha edificado artificialmente ni se ha construido con arreglo a un plan; es decir, como una planta que crece en silencio, con calma, a partir de una simiente diminuta...«El Señor -así se expresaba Mons. Escrivá de Balaguer años más tarde- quiso poner esta semilla maravillosa de su obra en el corazón de aquel pobre sacerdote para que comenzara en la oscuridad, sin ruido, pero decididamente, tozudamente» (44).Además de atender el Patronato de Enfermos de las Damas Apostólicas, don Josemaría ejercía actividades docentes en la «Academia Cicuéndez», donde, durante los años 1927-31 (y quizá también en 1931-32), dio cursos de Derecho Romano y de Derecho Canónico. Este tipo de institución, desconocido en Alemania, es comparable a las escuelas de Derecho inglesas, surgidas ya en el siglo XV. La Academia, que servía para completar y profundizar los estudios universitarios, había sido fundada por el sacerdote, abogado y teólogo José Cicuéndez, quien la dirigió hasta 1930. El profesorado lo formaban doctores y licenciados en Derecho o en Filosofía y Letras, laicos en su mayor parte. Normalmente, las clases tenían lugar por la tarde; la mayoría de los asistentes eran estudiantes de Derecho que querían hacer los exámenes en la Universidad como alumnos libres, aunque también acudían alumnos de otras carreras. Por término medio, participaban unos diez o quince estudiantes en cada curso. Llama la atención el que muchos alumnos de esta Academia llegaran a ocupar posiciones notables en la vida profesional. Salvador Bernal, en sus «Apuntes biográficos», narra la sorpresa de los universitarios al enterarse de que aquel sacerdote que les daba clase y les impresionaba por su aspecto cuidado, su cultura y sus dotes intelectuales era a la vez un sacerdote que se ocupaba incansablemente de los pobres; les pareció tan extraño que decidieron asegurarse, por lo que algunos le siguieron, para cerciorarse de que era verdad (45). El que realmente aquello constituyese una sorpresa y les causara «sensación» deja entrever que, por aquel entonces, la vida cristiana y el concepto que se tenía de ella debía estar bastante anquilosada.

Lo que a los demás les parecía extraordinario, para el Fundador del Opus Dei era lo normal en un sacerdote, y era, además, absolutamente necesario para el desarrollo del Opus Dei, tal como Dios se lo había mostrado. Cuando, años después, hablaba de los «fundamentos» que había empezado a poner, se refería a su servicio sacerdotal entre los pobres y enfermos de Madrid, un servicio que también seguió prestando después del 2 de octubre y, si cabe, con una intensidad aún mayor. Este servicio, prestado por amor, es el que dio el alimento necesario al Opus Dei en esa primera época. El alimento consistía en las oraciones de los que sufrían, en el ofrecimiento de sus dolores y penas por una «obra de Dios» que no conocían; y el ofrecimiento no era otra cosa que la respuesta a la entrega de un sacerdote que se lo pedía. Gracias a un informe de las «Damas Apostólicas» que hace referencia al año 1927, sabemos que visitaron a unos cinco mil enfermos; que más de tres mil de ellos recibieron los Sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía, y unos quinientos el de la Unción de los Enfermos; que se bautizaron más de cien y se casaron unas ochocientas parejas (46). Cuando don Josemaría llegaba al Patronato, encontraba encima de su mesa un montón de notas que le indicaban a qué parte de las barriadas extremas tenía que ir para visitar a los enfermos o para atenderles en sus últimas horas. Se conservan cientos de estas fichas, en algunas de las cuales se pueden leer todavía los números que don Josemaría escribía para poder preparar el itinerario (47). Eran caminos nada cómodos y visitas nada agradables. En los años veinte y treinta, en España, y sobre todo en las ciudades industrializadas, iba creciendo la pérdida de la fe, el desprecio por la Iglesia y el odio a los sacerdotes (en otros capítulos nos referiremos a las causas de estos fenómenos). Era frecuente que a los sacerdotes y religiosos -fácilmente reconocibles por la vestimenta- se les insultara y se les amenazara. En algunos casos incluso se llegaba a escupirles o apedrearles y las blasfemias estaban a la orden del día: y todo esto fue cobrando mayor virulencia hasta la Guerra Civil. Hacía falta mucha valentía para realizar una labor caritativa y pastoral en las barriadas obreras y en las zonas pobres de Madrid (48). Fueran sacerdotes, religiosos o laicos, iban no porque alguien les llamara, sino casi siempre contra la voluntad del enfermo, moribundo o persona hundida moral o socialmente. Venían por iniciativa propia o porque algún alma misericordiosa había intercedido: quizá una abuela piadosa o la mujer a la que le quedaba un resto de fe o que sencillamente tenía miedo ante la muerte. Pero se les recibía tal como se les consideraba: como enemigos.

Don Josemaría consiguió superar la desconfianza casi siempre. Los corazones endurecidos se le abrían: muy pocos eran los que se resistían ante su actitud, extremadamente cariñosa y natural, sin un solo deje de afectación. «Cuando teníamos un enfermo que se nos iba a morir lejos de la gracia -comenta una de las primeras "Damas Apostólicas"- se lo confiábamos a don Josemaría, en la seguridad de que estaría atendido. No recuerdo un solo caso en el que fracasáramos en nuestro intento» (49).Como el Fundador del Opus Dei se entregaba plenamente a Dios, era capaz de gastarse absolutamente por los hombres; como no quería reunir o edificar nada propio, podía repartir todo lo que recibía; y así lo hizo durante toda su vida. Como era humilde en extremo, mendigó constantemente, pues mendigar es parte de la humildad, como regalar es parte de la alegría; dos cosas que son típicas de los niños y, por eso, agradables a los ojos de Dios. Y recibió muchas limosnas, sobre todo «la limosna de la oración», que es la que más le interesaba. Don Casimiro Morcillo, entonces un joven sacerdote que luego haría una brillante carrera eclesiástica (fue Obispo de Bilbao y Arzobispo de Zaragoza y luego de Madrid), cuenta que un buen día de 1929, muy de mañana, hacia las seis, cuando iba por la calle, le paró un clérigo de aspecto joven a quien había visto ya varias veces: «¿Va usted a decir Misa? ¿Quiere rezar por una intención mía?», le preguntó. Es comprensible que se quedara muy sorprendido, ya que aquel sacerdote no le dijo de qué se trataba esa intención. Pero don Casimiro prometió hacerlo y, efectivamente, lo cumplió. Después, con el correr del tiempo, don Josemaría y él llegaron a ser buenos amigos (50). No fue éste un caso aislado, pues el Funadador del Opus Dei solía dirigirse a personas que no conocía, pero en cuya expresión veía que llevaban una vida limpia y que se esforzaban sinceramente por vivir su cristianismo. En este punto gozaba de una especial intuición que iría creciendo con los años: era capaz de ver en las almas en toda su profundidad, y casi nunca se equivocaba. Quizá alguno se quedara sorprendido cuando le pedía que rezara por una intención muy importante que daría mucha gloria a Dios. Pero algo había en él que hacía que los demás, efectivamente, rezaran. «Niño, cuando lo seas de verdad --dice el punto 863 de «Camino"-, serás omnipotente.» Los que le daban la limosna de su oración parece que se daban cuenta de que, en su vida, este punto era una realidad. 

Dios quiere que haya mujeres en el Opus Dei

«Yo no quería fundar ni la Sección de varones ni la Sección femenina del Opus Dei. En la Sección femenina no había pensado nunca. Os aseguro con una seguridad física -así, física-, que sois hijas de Dios» (51). «La fundación del Opus Dei salió sin mí; la Sección de mujeres, contra mi opinión personal» (52). Con estas y parecidas palabras, Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer ratificó, en el transcurso de los años, que la Obra no es una fundación humana ni una «iniciativa de la Iglesia», sino un instrumento en y para la Iglesia, un instrumento que procede directamente de Dios.

El Fundador, en aquel día de octubre de 1928, «vio» la Obra; la vio, claro está, de acuerdo con lo que entonces podía comprender. Es, en el fondo, lo que sucede al ver un objeto: se reconoce lo que es, aunque sea imposible abarcar todos sus aspectos con una sola mirada. Quedaba totalmente claro que, para ir comprendiendo paulatinamente todas las dimensiones de lo que Dios le había hecho ver, seguía necesitado de la inspiración y de las luces sobrenaturales. En todos los casos en los que, con respecto al nacimiento del Opus Dei, pensó «por su cuenta», se equivocó y anduvo a tientas. Dios se lo iba demostrando: «Nunca habrá mujeres -ni de broma- en el Opus Dei» (53), escribía a comienzos de febrero de 1930. Pero el 14 de febrero, Dios le hacía una «corrección divina», haciéndole saber que quería que hubiese mujeres en la Obra de Dios. Sucedió, según cuenta el mismo Fundador, durante la Santa Misa que ese día celebró en el pequeño oratorio de la Marquesa de Onteiro (54), en la madrileña calle de Alcalá Galiano, 1-3. Después de la Comunión, estaba ante los ojos de su alma la presencia de mujeres en el Opus Dei, tal como había estado la Obra dieciséis meses antes. Eso era lo que quería decir cuando hablaba de «seguridad física»; no se trata, pues, de que don Josemaría, por consideraciones personales, «ampliara el Opus Dei añadiendo la Sección de mujeres», sino que Dios, con quien se había unido sacramentalmente en la Comunión, se lo había mandado, se lo había puesto ante los ojos del alma... «Por voluntad de Dios -así escribía en 1965-, el Opus Dei consta de dos Secciones diferentes, completamente separadas, como dos obras distintas, una de hombres y otra de mujeres; sin interferencia alguna, ni de gobierno, ni de régimen económico, ni de apostolado, ni de hecho» (55).

Como éste es un punto que ha dado ocasión a preguntas y a veces también a incomprensiones o críticas, el Fundador lo explicó hace ya muchos años: «En la Obra las dos Secciones son como dos borriquillos, que tiran de un mismo carro, en la misma dirección» (56). No se trata, por tanto, de dos fuerzas contrarias, sino de dos fuerzas que se suman, precisamente por ser paralelas; dos fuerzas que se unen en el corazón del Padre (que es Padre de las dos Secciones) y en el Amor de Dios (57).

En una época como la nuestra, en la que reinan conceptos en parte equivocados sobre la naturaleza, la misión y la colaboración de los sexos, es necesario estudiar las convicciones fundamentales y claras de Mons. Escrivá de Balaguer a este respecto. Porque, además, en caso contrario, puede muy bien ser que, al acercarse a la Obra e intentar comprenderla, se choque con barreras que en realidad no lo son.

El Fundador del Opus Dei creció en el seno de una familia normal y cristiana. «Normalidad», en este caso, no quiere decir «término medio», porque lo que se entiende por «término medio» (en una vida cristiana «encarnada» y vivida en la realidad cotidiana, en la profesión, en la familia, en el «mundo») suele quedarse por debajo de aquella norma que instituyó Jesucristo; una norma que, en el curso de los siglos, parecía ir decreciendo o siendo rebajada (y en muchos casos realmente lo fue), hasta convertirse en un término medio minimalista que bastaría para el «cristiano corriente».

Muchos pensaban además que, por mucho que lo intentara, si ese cristiano corriente se quedaba en el mundo, no lograría superar ese término medio. La realización plena del mandato de santificación de Cristo quedaría reservada para algunos estados especiales dentro de la Iglesia, es decir, para los religiosos y los clérigos. Esta evolución amenazaba con conducir a la cristiandad a un callejón sin salida, sobre todo bajo los ataques del espíritu del «Siglo de las Luces» y del proceso de secularización de los últimos tiempos. Si hubiera seguido esa evolución, la Iglesia se hubiera conformado tal vez con aceptar la tesis de que sólo un pequeño grupo, el de los «elegidos», estaría llamado a y capacitado para la entrega total a Cristo, mientras que la gran mayoría de sus miembros, por su «vinculación al mundo», sólo podría vivir un cristianismo minimalista, es decir, de mínimos o de término medio. Algo semejante a un cuerpo en el que la sangre circula sólo por unas pocas arterias, mientras que el resto del sistema circulatorio permanece estrangulado, casi sin riego sanguíneo, mientras el cuerpo languidece y muere.

Una Iglesia que hubiese llegado a ese extremo no estaría en condiciones de actuar apostólicamente en medio de un mundo cada vez más secularizado, no podría extenderse ni penetrar en todos los ambientes y ni siquiera podría defenderse contra los ataques de los enemigos. Para contribuir a evitar que la Iglesia se deje arrinconar en ese callejón sin salida o para que vuelva a salir de él, si llegara a ese extremo, Dios fundó el Opus Dei en y a través de Monseñor Escrivá de Balaguer; y con el Opus Dei mostró a los cristianos los medios concretos que hay que utilizar para lograr que comience a cerrarse una antinomia que cada vez se ha ido acentuando más: la antinomia entre la norma de Cristo y el término medio de su cumplimiento y realización en la vida cotidiana. El «cristiano medio» no es un cristiano «a medias»; es, por Voluntad de Dios, aquel cristiano que allí donde esté, y en la situación o estado en que se encuentre, quiere identificarse con la norma que Cristo nos ha dado, con esa norma que es Cristo mismo; así pues, el «cristiano medio» no es otro que aquel que lucha por alcanzar este fin: sólo así llega a ser un «cristiano normal», un «cristiano corriente».

El joven Josemaría había visto en casa de sus padres la normalidad cristiana, o sea, la realización fiel de lo que Cristo exige del hombre y de la mujer como esposos y como padres. Este cumplimiento fiel de la Voluntad divina se basa en el reconocimiento de la distribución de tareas entre hombre y mujer, dada ya en el comienzo del género humano. Hombre y mujer son iguales en cuanto a su naturaleza humana, en cuanto al hecho de que han sido creados, queridos y redimidos por Dios; en todo lo demás, son, obviamente, distintos. Ambos colaboran de manera plena y con igual valor a la conservación y al desarrollo de la humanidad, a la edificación del mundo y a la realización de la historia de la salvación. Pero no colaboran de manera idéntica, sino con formas que, aun estando muy relacionadas entre sí, son, de acuerdo con los planes divinos, muy diferentes para cada sexo. Josemaría había visto en el ejemplo de sus padres cómo los casados han de seguir a Jesucristo en la vida cotidiana y en el ambiente social y profesional, cómo deben esforzarse por alcanzar la santidad y cómo han de tener conciencia de que el matrimonio es una vocación divina a la santidad y a la santificación de los hijos y del mundo. Es imposible impregnar la sociedad con el espíritu y con la realidad de la santificación por el trabajo y de la santificación del trabajo sin contar con esposos que, los dos juntos y cada uno por separado, vayan por este camino y muestren el camino a seguir a los que vengan más tarde.

En cierta ocasión, alguien me preguntó por qué el Fundador del Opus Dei no reconoció de inmediato que la renovación de la «normalidad cristiana», la cristianización de la vida cotidiana, no sería factible sin contar con las mujeres y con los matrimonios. Mi contestación fue la siguiente: a mi juicio, una de las razones es que Mons. Escrivá de Balaguer, con toda su grandeza, fue un hombre de su tiempo. Si su capacidad de comprensión se elevó por encima de la mentalidad de su época fue por la gracia .de Dios, como él mismo reconoció en innumerables ocasiones. Otra razón es que la plenitud de lo que iba a ser el Opus Dei sólo podía realizarse poco a poco. Dios le fue encomendando que diese, en. cada momento, un paso determinado: el paso exacto y en el tiempo preciso, tal y como era necesario para el desarrollo de la Obra. Tomemos el ejemplo de las mujeres en el Opus Dei. ¿Por qué el Fundador estuvo convencido, durante más de un año, de que no había lugar para ellas en la Obra? El 2 de octubre de 1928, Dios le había hecho ver lo que el Opus Dei significa para la santificación del mundo desde dentro; Dios le había presentado el Opus Dei como la unidad de los que andarían ese camino formando una familia espiritual reunida alrededor del Padre, es decir, de él mismo. Y, finalmente, le había mostrado el primer núcleo de esta gran familia que estaba naciendo: un numeroso grupo de hombres, laicos en su gran mayoría, que vivían conforme a su condición de ciudadanos de pleno derecho en la vida civil. Ese grupo fue el de los pioneros: los primeros en recibir la llamada divina de abrir este camino de santificación en todas las actividades humanas. Serían hombres a los que su amor a Cristo y a los demás les llevaría a prescindir generosamente del matrimonio, con una disponibilidad plena para realizar este ideal de santidad. Hoy como ayer, estas personas son absolutamente necesarias para sacar adelante el Opus Dei. Pero entonces la Obra era una planta pequeñita en la que casi no asomaban los primeros tallos verdes... No es de extrañar que en esos primeros momentos viera esos primeros «pioneros» entre aquellos jóvenes estudiantes o profesionales que estuviesen dispuestos a una entrega total y gozasen de una disponibilidad absoluta, que incluía el celibato.

Este primer núcleo de la familia del Opus Dei, a la que luego se añadirían otros (en capítulos posteriores nos referiremos a la estructura interna de la Obra en su totalidad, con sus diferenciaciones orgánicas), fue y seguirá siendo, según expresión de su Fundador, «el fundamento, la fuerza que sostiene toda nuestra familia, la fuerza que impulsa a vivir cristianamente a muchas otras personas: a esos jóvenes que procuramos acercar al Opus Dei, a nuestros parientes lejanos o cercanos, a los colegas, a los compañeros de oficio o profesión, a los amigos de cada uno» (58). El hecho de que el Fundador pensara, hasta que Dios le «corrigió», que ese fundamento se refería exclusivamente a los varones, se debe a que la concepción de cualquier entrega total en celibato, al margen de una consagración religiosa (es decir, una entrega laical, cien por cien secular), era ya, respecto a los varones, algo nuevo, revolucionario; pero respecto a las mujeres parecía un imposible.

Hay que tener en cuenta que en aquellos años muy pocas mujeres ejercían una profesión y cursaban una carrera; por lo general, permanecían ausentes de la vida pública. La mentalidad común era que las mujeres que no se casaban tenían dos posibilidades: o ingresar en una orden u otra comunidad religiosa o conformarse con ser «la tía soltera» dentro de una familia. Eso hacía que la vocación de las mujeres a la virginidad en formas laicales y seculares pareciese, en aquel entonces, una osadía casi incomprensible: desde luego mucho más incomprensible que la misma vocación para los varones.Hace falta esforzarse un poco para imaginarse la situación de don Josemaría después del 14 de febrero de 1930: era la única persona del Opus Dei; él solo tenía que encontrar modos y maneras de conocer personas, de procurarse o aprovecharse contactos, para llegar a aquellos que podrían entender su mensaje. Y, además, tenía que aprender, partiendo desde cero, a transmitir, con palabra y con el ejemplo, el contenido de ese mensaje de manera clara e inequívoca, hablando a los hombres de forma que empezaran a pensar y que quizá se sintieran atraídos y dispuestos a seguir ese camino... «Se escapaban las almas como se escapan las anguilas en el agua -recordaba más tarde-. Además, había la incomprensión más brutal: porque lo que hoy (en los años sesenta) ya es doctrina corriente en el mundo, entonces no lo era. Y si alguno afirma lo contrario, desconoce la verdad» (59). Sección de varones-Sección de mujeres: en la primavera de 1930 esto no era más que un encargo, una luz, un proyecto divino; en él se incluía también la idea de la unidad de la Obra, un concepto que entonces sólo conocía y entendía él: algo tan sencillo que mucha gente tiene dificultades para comprenderlo. La unidad consiste en que todos los miembros de la Obra responden por igual a una vocación, a la vocación de «atarse» a Cristo en el mundo y de conducir a los demás hacia Dios; de hacer del mundo, desde dentro, una oblación que Cristo presente ante su Padre Dios. Es parte de la vocación que cada uno luche por realizarla en unión con el Presidente General (como se denominaba hasta noviembre de 1982), que para los miembros se llama y es «el Padre»; en su persona toma cuerpo la unidad y la autenticidad del Opus Dei. Puesto que los sacerdotes de la Obra, como es natural, ejercitan su ministerio tanto con varones como con mujeres son un elemento esencial y constituyente de la unidad del Opus Dei. La vocación -la llamada de Dios en el alma y la respuesta aceptándola- es siempre algo personal; e igualmente personal es la lucha por ser fiel a la vocación, una lucha que sólo puede ser personal, nunca «colectiva», porque atañe a la vida espiritual de cada alma. Un matrimonio, por muy armónico que sea y muy lleno de amor que esté, no puede ser operado conjuntamente si uno de ellos padece apendicitis; no puede confesarse colectivamente o recibir la Comunión en una boca; y él y ella tienen que morir cada uno por su cuenta, aun en el caso de que caiga a tierra el avión en el que viajan juntos: son una comunidad, no un conglomerado. Nada podría herir o quizá incluso destruir su unidad tanto como el desprecio por su dualidad.

De este modo se entiende la afirmación del Fundador del Opus Dei: «¡No me rompáis la unidad de la Obra! ¡Amadla, defendedla, fomentadla! No en vano ha querido el Señor que coincidan estas dos manifestaciones de su bondad en una misma fecha (60). Porque así mis hijos y mis hijas, viviendo siempre a cinco mil kilómetros de distancia, se sienten formando parte de un solo hogar (...). Pedid al Señor que os enseñe a amar la unidad de la Obra como Él la quiso desde el primer momento» (61).Esos «cinco mil kilómetros» que separan a los apostolados de los varones de los de las mujeres sólo pueden sorprender a aquellos que confunden la igualdad entre los sexos con la promiscuidad. Algunos señalan que, en la sociedad industrial de nuestros días, el hombre y la mujer lo hacen todo juntos: en el trabajo, en el deporte, en la política y en la Iglesia. Y se preguntan: ¿Por qué se les separa en el Opus Dei? La respuesta es sencilla: precisamente por eso, ya que el Opus Dei es una familia espiritual con fines exclusivamente espirituales; ésa es la base de su unidad. Su camino en el mundo y a través de los tiempos es camino de salvación y de felicidad, pero no es ni fácil ni cómodo. La columna vertebral en ambos casos está formada por aquellas personas que reciben la llamada a la Obra con vocación al celibato, a prescindir del matrimonio «por el Reino de los Cielos» (Mt 19,12). En medio de un ambiente sexualizado, las personas que, como los miembros célibes de la Obra, no están protegidas, ni en grado mínimo, por los muros de un convento o por un hábito religioso, necesitan mucha gracia, fortaleza y fidelidad para mantenerse firmes en su vocación. Es una exigencia de la prudencia y del cariño facilitárselo cuanto sea posible, porque cualquier familia intenta ayudar a cada urio zde sus miembros en vez de crearles nuevas cargas a causa de unas relaciones internas equivocadas o imprudentes.

Mons. Escrivá de Balaguer acercó a la Obra hijas espirituales con el mismo espíritu de oración y de sacrificio con el que trató a sus hijos, y las fue formando y protegiendo con el mismo cariño paterno indiviso. Puso ante su mirada todos los aspectos y sectores del trabajo de la mujer en el mundo. Era una panorámica de los campos en los que podrían servir a Cristo y a los hombres, la «materia sanctitatis et sanctificationis»: la materia específica de santidad y de santificación. La separación entre las dos Secciones del Opus Dei no impide que se complementen y ayuden de la mejor manera posible a la hora de realizar su encargo apostólico en el mundo. Por otra parte, a las mujeres compete -junto a muchas otras tareas- el cuidado material de todos los centros, la creación y conservación del ambiente externo propio de una familia, es decir, la tarea de convertir cada Centro del Opus Dei en un hogar acogedor para los que viven en él. Por otra parte, cuando las mujeres de la Obra empiezan su labor en un nuevo país, encuentran el terreno ya roturado: «Hijas mías -decía el Fundador en 1964-, tenéis una suerte muy grande con la unidad de la Obra, porque cuando vosotras vais a un país, vuestros hermanos ya han levantado la Cruz del suelo; ya la han llevado sobre sus espaldas una buena temporada, y ya la han alzado sobre la tierra» (62).

En el libro «Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer», el Fundador del Opus Dei se expresaba hace unos años con claridad y fuerza acerca de la situación de la mujer en el mundo moderno y en la sociedad futura. No se dejó seducir por las caricaturas al uso sobre la mujer: no alabó a esa ingenua «mujer metidita en su casa», ni utilizaba slogans como la «autorrealización», «emancipación», «coeducación» u otros similares. Sus opiniones partían de una base más profunda. En una entrevista que concedió en 1968 a una de las revistas para la mujer más conocidas en España (63) le plantearon una pregunta que partía del hecho de que la mujer cada vez se va separando más del ámbito familiar, dada su presencia creciente en la vida social. La periodista quería saber cuáles serían, en opinión de Mons. Escrivá de Balaguer, los rasgos generales que la mujer habría de tener en cuenta para cumplir la misión que le estaba asignada. Contestó diciendo, en primer lugar, que habría que matizar más esa supuesta alternativa entre los dos ámbitos. Prevenía contra «la contraposición sistemática» que, «cambiando sólo el acento, llevaría fácilmente, desde el punto de vista social, a una equivocación mayor que la que se trata de corregir». El cuidado y el cariño al marido y a los hijos, la creación de un ambiente cristiano de familia, lleno de calor, siempre será tarea primordial de la mujer y ocupará un papel importantísimo en su vida, pero «eso no se opone a la participación en otros aspectos de la vida social y aun de la política, por ejemplo. También en esos sectores puede dar la mujer una valiosa contribución, como persona, siempre con las peculiaridades de su condición femenina»; una contribución que la sociedad necesita tanto como cada familia. La vida y el obrar de la mujer «serán realmente constructivos y fecundos, llenos de sentido, lo mismo si pasa el día dedicada a su marido y a sus hijos que si, habiendo renunciado al matrimonio por alguna razón noble, se ha entregado de lleno a otras tareas. Cada una en su propio camino, siendo fiel a la vocación humana y divina, puede realizar y realiza de hecho la plenitud de la personalidad femenina» (64). 

La obediencia, sello de autenticidad

Hace cincuenta años existían en Alemania, y también en otros países europeos, los últimos impulsos de un movimiento juvenil que intentaba desarrollar un estilo de vida propio, genuino y sincero que se apartara de la podredumbre de la civilización industrial de masas y que, a la vez, se separara consecuentemente del mundo de las «personas mayores». No era un movimiento de adultos que hiciera propaganda entre los jóvenes para ganarlos, tratando de captarse sus simpatías, porque en aquellos tiempos no existía ese culto a la juventud por parte de los mayores que se da ahora. En todas partes se aconsejaba más bien «un porte grave», una seriedad y dignidad visibles.

La juventud de Mons. Escrivá de Balaguer era un don de Dios necesario ante la magnitud de la empresa que tenía ante los ojos. Siempre, hasta sus últimos días, mantuvo esa juventud por dentro, entendida como no-anquilosamiento, como flexibilidad interior, como capacidad del alma para amar, y vio en esta actitud casi un criterio para la vocación al Opus Dei. Por otra parte, había recibido de Dios el encargo de poner en marcha dentro de la Iglesia un movimiento espiritual de grandes dimensiones; para ello necesitaba irradiar dignidad y autoridad. Estas cualidades -que sin duda tenía ya en su juventud- llevaban aparejadas ciertas formas exteriores de comportamiento. Por este motivo, y por ningún otro, solía pedir en su oración «ochenta años de gravedad». Por este motivo llevó también, durante bastante tiempo, un amplio solideo negro que le cubría casi toda la cabeza y del que, más tarde, solía decir, en broma, que era «como un cilicio». Y también por la misma razón procuraba que su andar fuera especialmente digno y pausado. Teniendo en cuenta que tenía un temperamento muy vivo, hay que suponer que esto le costaría un esfuerzo considerable. El actual Prelado del Opus Dei recuerda que, en 1935, se sorprendió «cuando un día le vio ir más deprisa, con paso ligero» (65), por el largo pasillo de la primera Residencia universitaria de la Obra en Madrid. Estaba en casa y no necesitaba moderar su vitalidad natural. Casi treinta años más tarde, durante su viaje a América en 1974, el Fundador volvió a hablar de los motivos por los que actuó así en aquellos tiempos: «Tenía veintiséis años, y pedía al Señor (...) aquella gravedad sacerdotal que era ordinaria en los sacerdotes de aquella época. Además tuve miedo de mí mismo, y pedí al Señor otra cosa: ocultarme y desaparecer (...) Yo necesitaba vejez, años; y el Señor me empujaba a comprender: mira, la vejez debes buscarla por otro lado. Super senes intellexi quia mandata tua quaesivi! (Ps 118, 100). Busca, cumple los mandamientos míos, sé fiel a mis inspiraciones, y la vejez, la gravedad que te interesa, te la daré Yo. Porque si por viejos vamos a ser doctos y sabios y prudentes, todos los carcamales serían los siete sabios de Grecia. De otro lado, ¿por un solideo iba yo a parecer más respetable y persona de más edad? Era una tontería» (66).

Uno puede sonreírse con el relato de estas pequeñeces, pero no dejan de tener su importancia: el que desea ganar almas para Cristo procura apartar de su camino cualquier obstáculo, por pequeño que sea, que impida avanzar a esas almas en sus primeros pasos; lo contrario sería una falta de caridad y de prudencia. Si las costumbres, en una época determinada, exigen que el sacerdote, también fuera de las funciones litúrgicas, marche acompasadamente, ¿por qué no va a marchar acompasadamente? Lo que en último término se exige siempre es una sincera humildad que, por amor, sabe prescindir gustosamente de ver en el propio yo la norma y en las propias inclinaciones la medida de las cosas. Y don Josemaría se dejó guiar, en lo grande y en lo pequeño, por esta humildad. «Nuestra vida de entrega -escribía en 1930-, callada y oculta, debe ser una constante manifestación de humildad... La soberbia y la vanidad pueden presentar como atrayente la vocación de farol de fiesta popular... Aspirad más bien a quemaros en un rincón, como esas lámparas que acompañan al Sagrario en la penumbra de un oratorio...; y, sin hacer alarde, acompañad a los hombres -vuestros amigos, vuestros colegas, vuestros parientes, ¡vuestros hermanos (en la Obra)!- con vuestro ejemplo, con vuestra doctrina, con vuestro trabajo y con vuestra serenidad y con vuestra alegría» (67). Y esto no sólo lo predicó, sino que lo vivió.

Don Pedro Casciaro, que se dedica en la actualidad a su ministerio sacerdotal en México, recuerda cómo, en 1935 –siendo un joven estudiante de arquitectura-, conoció a don Josemaría en el primer Centro del Opus Dei, una Residencia de estudiantes en Madrid: «Recuerdo haber visto al Padre... preparar en la cocina el desayuno para los residentes, lavar los platos, sacar brillo a las manzanas con un paño y muchos otros servicios humildes, pero los residentes no suponían quiénes hacían esos trabajos» (68). Y otro, que también era estudiante por aquel entonces, añade que el Fundador del Opus Dei limpiaba los suelos -eran doce habitaciones-, hacía las camas (veintitantas) o se preocupaba de preparar la comida, sin que los estudiantes, que en su mayoría no pertenecían al Opus Dei, lo advirtiesen (69).

La humildad tiene una hermana gemela: la obediencia. Y se puede probar muy fácilmente si ambas actitudes son genuinas cuando se materializan y concretan. Si uno, absorto en sus pensamientos, exclama: «Oh, ¡cuán pequeño se siente el hombre cuando contempla el cielo estrellado!», no está haciendo un acto de humildad, sino de cursilería; y si dice lapidariamente: «¡Sólo a mi Dios y Señor sigo!», o (en una versión más popular): «Yo sigo sólo a mi conciencia», no está sometiéndose a la obediencia, sino huyendo de ella.

En una carta del año 1954, Monseñor Escrivá decía que «nos sentimos libres y comprendidos a la hora de obedecer, con la espiritualidad de la Obra: porque nos mandan, teniendo en cuenta que somos gente con inteligencia, con mayoría de edad, con responsabilidad personal, que han de poner en la obediencia activamente su entendimiento y su voluntad, y que aceptan la responsabilidad consiguiente en cada acto de obediencia» (70). «La obediencia en la Obra -así había escrito nueve años antes- favorece el desarrollo de todos vuestros valores individuales y hace que, sin perder vuestra personalidad, viváis, crezcáis y adquiráis una mayor madurez, siendo la misma persona a los dos años que a los ochenta y dos» (71).

Un síntoma absolutamente seguro de que una persona lleva una vida santa es su humildad y su obediencia precisamente en los puntos en los que, vistas las cosas de modo humano, no serían estrictamente necesarias, o en aquellos otros que cuestan especialmente. Todos los santos de la Iglesia tienen en común que, en lo disciplinar y en lo doctrinal, vivieron sujetos a sus pastores, a veces en medio de duras luchas interiores y amargos sufrimientos. A menudo aventajaban en mucho a sus superiores o a sus directores espirituales (en gracia, en, conocimientos, en virtudes), pero precisamente por eso su obediencia y su humildad fueron especialmente gratas a Dios. Conocemos a este respecto detalles preciosos de la vida de Santa Isabel de Hungría, de Santa Teresa de Jesús, de San Juan de la Cruz y de muchos otros.

De seguro que don Josemaría Escrivá se sabía instrumento de Dios, pues, en muchas ocasiones, el Señor le concedió su luz directamente. Ahora bien, en ningún momento de su vida, desde que alcanzó uso de razón, dejó de tener un director espiritual; y en sus decisiones procuró contar siempre con la autoridad de la Jerarquía de la Iglesia (72).

En Logroño primero, cuando todavía era estudiante de bachillerato, y después en Zaragoza y en Madrid, josemaría se confió a la dirección espiritual de un sacerdote. Esto significaba no sólo que se confesaba con regularidad, sino que, en una charla confidencial, no le ocultaba al confesor nada de lo que le movía: le hablaba de las gracias místicas y de las inspiraciones divinas y las sometía a su juicio; no tenía rincones ocultos en su corazón. Un religioso fue el primero que supo del «nacimiento de la Obra», reconociendo y confirmando que era de Dios. Cuando Josemaría comunicó a su confesor que en la Santa Misa del 14 de febrero de 1930 el Señor le había encargado la fundación de la Sección de mujeres del Opus Dei, éste le contestó: «Esto es tan de Dios como lo demás» (73).

Fue precisamente en 1930 cuando su confesor, refiriéndose a su actividad sacerdotal, le preguntó: «¿Cómo va esa obra de Dios?»... ¡Obra de Dios! Esa era la denominación más breve y más exacta: el nombre. Un nombre no buscado, ni pensado: ofrecido, como un don. El buen confesor ni siquiera se pudo dar cuenta de que, con su pregunta, había introducido en la historia de la Iglesia y del cristianismo, como de pasada, un nombre que ya no volvería a desaparecer; dos palabras que eran como el grave sonido de una campana que se escucharía en todo el mundo y a la que se podría aplicar la inscripción de aquella campana que canta Schiller: «Vivos voco - mortuos plango - fulgura frango» - «Llamo a los vivos - lloro a los muertos - rompo los rayos» (74). 

La primera carta

A la edad de casi dos años, la «criatura» recibó su nombre: entonces es cuando realmente entra en la historia. El vástago surgido el 2 de octubre de 1928  espuntaba ya, muy pequeñito todavía, pero visible: se podía señ; lar con el dedo y decir: «¡Es el Opus Dei!». Puesto que Dios había mostrado al Fundador la grandiosa cosecha de futuro, no le inquietaba que todavía no se vieran más que algunos brotes en el campo. Aunque el Opus Dei cuantitativamente casi no existía todavía, su Fundador lo impulsaba del mismo modo y con los mismos medios con los que lo haría después, cuando ya pertenecían a la Obra decenas de miles de personas en todo el mundo; medios que seguirían siendo válidos también después de su muerte, y siempre.

Uno de esos medios, que utilizó desde el principio, fue la exposición, de palabra y por escrito, de lo que es el Opus Dei, y la aclaración de cómo se ha de realizar, de cómo se ha de vivir personalmente y en concreto. Muchas de sus innumerables exposiciones orales en homilías, conversaciones, tertulias familiares más o menos numerosas, viajes de catequesis, etc., han sido puestas también por escrito y, en parte, se han publicado. Muchas otras todavía están esperando el momento de su publicación. Además tenemos sus cartas, llenas de cariño parterno, que, por una vez, me atrevería a llamar «cartas doctrinales»; cartas que fue escribiendo para sus hijos en el Opus Dei con objeto de irles adoctrinando en ese camino de «santificación de la vida corriente» que habrían de recorrer, y, al mismo tiempo, de exhortarles, animarles, consolarles, fortalecerles y llenarles de optimismo y alegría. La primera de esas cartas (seguro que no es una casualidad) lleva la fecha del 24 de marzo de 1930, fiesta del Arcángel San Gabriel, y la última está fechada el 14 de febrero de 1974, «cumpleaños» de la Sección de mujeres. La primera es, si queremos ver las cosas humanamente, una santa y magnífica quijotada, pues se dirigía a personas que todavía no existían; la última estaba escrita para más de sesenta mil miembros de la Obra.

Con el objeto de archivar estas cartas, que tienen una gran importancia no sólo espiritual, sino también para la historia de la Iglesia, la mayor parte de ellas se han traducido al latín, idioma de la Iglesia. Como es normal en estos casos, se suelen designar y citar por las primeras palabras. Por ejemplo, aquella primera carta, dirigida a personas que sólo Dios conocía, se llama «Singuli dies». Es patente que tiene una importancia muy especial para comprender a Monseñor Escrivá de Balaguer y a la Obra: en esta carta tenemos el documento más temprano del Opus Dei, la primera «objetivación», en la historia, del carisma vocacional concedido al Fundador el 2 de octubre de 1928. Al leerla, llama inmediatamente la atención la sencillez y claridad de la exposición: cualquiera puede entenderla, tanto un indito con escasa formación como un científico de alto rango; quizá el indito la entienda con mayor facilidad, porque es más como un niño; aunque también el intelectual, si está dispuesto, podrá captar la gran profundidad de las sencillas frases.«Nuestra entrega -así comienza la Carta- al servicio de las almas, es una manifestación de esa misericordia del Señor no sólo hacia nosotros, sino hacia la humanidad toda. Porque nos ha llamado a santificarnos en la vida corriente, diaria; y a que enseñemos a los demás -providentes, non coacte, sed spontane secundum Deum (I Petr V,2), prudentemente, sin coacción; espontáneamente, segúnn la voluntad de Dios- el camino para santificarse cada uno en su estado, en medio del mundo» (75)... «Nos interesan todos, porque todos tienen un alma que salvar, porque a todos podemos llevar, en nombre de Dios, una invitación para que busquen en el mundo la perfección cristiana, repitiéndoles: estote ergo vos perfecti, sicut et Pater vester caelestis perfectus est (Matth V,48); sed perfectos, como lo es nuestro Padre celestial» (76).

El desconocimiento de su realidad ha llevado a alguno a tildar de elitista al espíritu del Opus Dei. Dejando de lado que esta expresión, con tanta carga de envidia, no parece muy adecuada para reflejar objetivamente un hecho, habría que decir lo siguiente: si partimos de la base de que es «elitista» cualquier asociación a la que sólo puede pertenecer quien es nombrado personalmente y acepta el nombramiento, entonces tenemos que reconocer que instituciones como la Academia Francesa, por ejemplo, son «elitistas». En el lenguaje religioso, sin embargo, se utilizan los términos «elección», «elegido» y otros similares para indicar que Dios ha llamado a alguien a su servicio por un don y una gracia que siempre necesitan el complemento del sí personal. Así ha sucedido con los patriarcas y profetas, con algunos jueces y reyes del Antiguo Testamento (no con todos); con la Virgen, con los Apóstoles y sus sucesores, con los sacerdotes y los religiosos y, también, con todos los bautizados. Sólo en este sentido el Opus Dei es «elitista»: el camino a la Obra pasa por la vocación. Pero ahí comienza y acaba todo lo que hay dé «elitismo». No conozco ninguna asociación de cristianos que sea más igualitarista que la Obra: la «élite» del Opus Dei se basa en la igualdad de los hijos de Dios.

«La misión sobrenatural que hemos recibido -dice Monseñor Escrivá de Balaguer en la carta "Singuli dies"- no nos lleva a distinguirnos y a separarnos de los demás; nos lleva a unirnos a todos, porque somos iguales que los otros ciudadanos de nuestra patria. Somos, repito, iguales a los demás -no como los demásy tenemos en común con ellos las preocupaciones de ciudadano, de la profesión o del oficio que nos es propio, las otras ocupaciones, el ambiente, el modo externo de vestir y de obrar. Somos hombres o mujeres corrientes, que en nada nos diferenciamos de nuestros compañeros y colegas, de los que conviven con nosotros en nuestro ambiente y en nuestra condición» (77).

Puesto que el Opus Dei ha nacido en el mundo para santificarlo desde dentro, haciendo que los cristianos normales y corrientes santifiquen la vida cotidiana y se santifiquen ellos mismos en ella y por ella (respondiendo así, como «cristianos corrientes», a la norma que es Cristo), es de capital importancia comprender realmente lo que significa la igualdad, es decir, la actitud de no discriminar a nadie ni de separarse de los demás, la convivencia habitual del «cristiano en medio del mundo» con sus iguales. «Nuestro camino -dice el Fundador- no es de mártires -si el martirio viene, lo recibiremos como un tesoro-, sino de confesores de la fe: confesar nuestra fe, manifestar nuestra fe en nuestra vida diaria... Pero en el trabajo ordinario hemos de manifestar siempre la caridad ordenada, el deseo y la realidad de hacer perfecta, por amor, nuestra tarea; la convivencia con todos, para llevarlos opportune et importune, con la ayuda del Señor y con garbo humano, a la vida cristiana, y aun a la perfección cristiana en el mundo; el desprendimiento de las cosas de la tierra, la pobreza personal amada y vivida» (78).

Quizá sea necesario releer varias veces estas frases para comprenderlas realmente. Parecen «inocentes», pero suponen el inicio de una nueva era en la' vida cristiana. «Ser del mundo», sí, pero no ser mundanos, «hijos de este mundo», sino hijos de Dios en este mundo; amar el mundo como obra de Dios y trabajar en él como colaboradores suyos, pero sin querer acaparar los frutos de ese trabajo, presentándolos, como Abel, al Señor de la tierra, al «empresario» divino: ésta es la única posibilidad de disfrutar realmente de ellos, calmando a la vez el hambre y la sed del alma.

Luego, el Fundador del Opus Dei da un paso decisivo, pues el descubrimiento de que Dios quiere que los hombres, y especialmente los cristianos, se identifiquen con Cristo en la vida cotidiana en medio del mundo, quedaría difuso si no se precisara este concepto. Esa «vida cotidiana en medio del mundo» fue, para Jesucristo, la que pasó en Nazaret, o sea, aquellos decenios de labor profesional normal y discreta, ni brillante ni «importante». Sería absurdo partir de la base de que aquellos años carecieron de importancia para su tarea mesiánica, para la historia de la salvación, para nuestra redención. La vida terrena de Jesucristo nos proporciona como un «patrón» de la santidad: la mayor parte de esa vida (que transcurrió en una comunicación tal con la voluntad del Padre que ni siquiera podemos imaginárnosla) fue un simple artesano en una aldea de Palestina, ocupado en las cien mil pequeñas cosas propias de la actividad de un carpintero que tiene que ocuparse de su madre, cumplir los encargos que le hacen los clientes, ser un vecino más entre sus convecinos, etc. En esos años no realizó milagros, ni predicó una nueva doctrina. No llamó la atención. Y, sin embargo, no hace falta una especial fantasía para imaginarse que sería un artesano excelente y habilidoso, trabajador y cumplidor, un hijo y un pariente cariñoso, un vecino apreciado y querido, sobre todo por los niños; y que, seguramente, en la aldea habría también algunos que no le tendrían simpatía, se reirían de él o quizá incluso tratarían de hacerle la vida imposible...

Ahora bien, en esos treinta años de normalidad absoluta, de vida callada y desconocida, fue implantando en el mundo aquella Cruz que en el Calvario se haría visible para todos. El Sacrificio cruento del Calvario no es un «episodio biográfico» aislado, sino parte de una unidad, culminación de un sacrificio que comenzó con la Encarnación en el seno de María, continuó en los decenios de vida de trabajo y en los años de vida pública y terminó con la Pasión y Muerte. El Niño en el pesebre, el Carpintero de Nazaret, el Maestro de salvación y el Crucificado son una misma Víctima que se ofrece sobre el altar del mundo; así como el Sacrificio se realizó de modo sacramental sólo una vez, en el Cenáculo, quedando instituido para siempre como fuente de salud y de santificación para la flaqueza humana, así también ese mismo Sacrificio se preparó en los tres decenios de Nazaret, con objeto de mostrarnos que el camino de salvación, para cada hombre y para todos juntos, discurre de este modo. Nadie que quiera seguir a Cristo en el mundo puede, por principio, recorrer un camino distinto al que recorrió el Señor.

El núcleo del mensaje de Monseñor Escrivá de Balaguer (que podríamos expresar con las palabras «santificar la vida cotidiana y santificarse en y por la vida cotidiana») no quiere decir otra cosa que vivir en el mundo tal y como Jesucristo vivió en Nazaret. El «Nazaret» de cada cristiano es la tierra; por eso el Fundador llamaba al Opus Dei «un rinconcito en el hogar de Nazaret». Nada hay allí que llame la atención: no hay hechos sensacionales ni espectaculares. La vida consiste más bien en la fidelidad en las cosas pequeñas de un día cualquiera, esas cosas que a veces pueden parecer monótonas, sin importancia, agotadoras. Pero apartarse de ellas, para seguir la llamada de lo que se cree que es «el gran teatro del mundo», equivaldría a distanciarse del carpintero de Nazaret, del Señor... «Si alguna vez viniera la tentación -escribe el Fundador de la Obra- de hacer cosas raras y extraordinarias, vencedla: porque, para nosotros, ese modo de obrar es equivocación, descamino» (79). Explica este consejo mediante un ejemplo: un buen día vamos a un restaurante y pedimos una pescadilla. Y el camarero nos trae una serpiente. ¿Qué debemos hacer? Comenta con humor las diversas reacciones: «... uno de esos grandes taumaturgos, que admiro y cuya vida está llena de milagros, hubiera reaccionado dando una bendición y convirtiendo el reptil en una merluza bien guisada. Esa actitud me merece todo el respeto, pero no es la nuestra. Lo nuestro es llamar al camarero y decirle claramente: esto es una porquería, lléveselo y tráigame lo que le he pedido. O también, si hay razones que lo aconsejen, podemos hacer un acto de mortificación y comernos la culebra, sabiendo que es culebra, ofreciéndolo a Dios. En realidad cabe una tercera postura: llamar al camarero y darle un par de bofetadas; pero ésa tampoco es una solución nuestra, porque sería una falta de caridad» (80).

En algunas conversaciones he topado con una interpretación falsa -que yo mismo compartí durante algún tiempo-, según la cual Mons. Escrivá de Balaguer, al rechazar tan taxativamente las «cosas raras y extraordinarias», habría postulado la mediocridad como «ideal». En el verano de 1981 hablé sobre este tema con un sacerdote, miembro de la Obra, que conocía al Fundador desde 1939. Su respuesta ha tenido una gran importancia para mí: «El Padre -me explicó- utilizaba la expresión "cosas raras" para indicar un comportamiento extraño o excéntrico, es decir, todo lo contrario de un comportamiento natural, genuino y normal. No le gustaban las extravagancias. Con "extraordinario" se refería a lo contrario de la vida cotidiana, de la vida corriente; quería decir que la búsqueda de cosas extraordinarias no puede convertirse en un obstáculo para tomar en serio y cumplir lo que es normal.

Ahora bien, lo "normal", para una determinada persona, puede ser, si se parte del término medio, algo "extraordinario", pues está por encima de ese término medio. A quien puede dar como diez no se le permite que dé como cinco... Es decir, los frutos deben corresponder a los dones recibidos. Si éstos son extraordinarios, lo ordinario, para quien los ha recibido, será corresponder a ellos. Por eso el Opus Dei sólo conoce una vocación igual para todos, independientemente de que cada uno haya recibido uno, tres, cinco o diez talentos ... » (81).

La carta «Singuli dies» es algo así como una «declaración de principios» del Opus Dei. Todos los escritos posteriores son como su desarrollo, ampliación, explicación y diferenciación. Es una carta llena de juventud y de frescor, redactada con palabras vigorosas, nada pedantes ni propias de una jerga pía, sino claras y transparentes como las palabras de los Apóstoles; cristalinas y, a la vez, para quien se adentra en ellas, profundas como el mar. «Nos ha llamado el Señor a su obra para que seamos santos; y no seremos santos si no nos unimos a Cristo en la Cruz: no hay santidad sin Cruz, sin mortificación. Donde más fácilmente encontraremos la mortificación es en las cosas ordinarias y corrientes: en el trabajo intenso, constante y ordenado; sabiendo que el mejor espíritu de sacrificio es la perseverancia en acabar con perfección la labor comenzada; en la puntualidad, llenando de minutos heroicos el día (82); en el cuidado de las cosas, que tenemos y usamos; en el afán de servicio, que nos hace cumplir con exactitud los deberes más pequeños; y en los detalles de caridad, para hacer amable a todos el camino de santidad en el mundo: una sonrisa puede ser, a veces, la mejor muestra de nuestro espíritu de penitencia. En cambio, hijos míos, no es espíritu de penitencia el de aquel que hace unos días grandes sacrificios y deja de mortificarse los siguientes. Tiene espíritu de penitencia el que sabe vencerse todos los días, ofreciendo al Señor, sin espectáculo, mil cosas pequeñas. Ése es el amor sacrificado que espera Dios de nosotros» (83).

Este sacerdote de veintiocho años, que escribe para la historia y con la mirada puesta en el futuro, sabe que para recorrer este camino, un camino de sencillez y naturalidad, se requieren ayudas espirituales muy concretas: «Cada día debe haber algún rato dedicado especialmente al trato con Dios, pero sin olvidar que nuestra oración ha de ser constante, como el latir del corazón: jaculatorias, actos de amor, acciones de gracias, actos de desagravio, comuniones espirituales. Al caminar por la calle, al cerrar o abrir una puerta, al divisar en la lejanía el campanario de una iglesia, al comenzar nuestros quehaceres, al hacerlos y al terminarlos, todo lo referimos al Señor». «Hijos míos, os lo repito una vez más: habríamos errado el camino si despreciáramos las cosas pequeñas. En este mundo todo lo grande es una suma de cosas pequeñas... No es obsesión, no es manía: es cariño, amor virginal, sentido sobrenatural en todo momento, y caridad. Sed siempre fieles en las cosas pequeñas por Amor, con rectitud de intención, sin esperar en la tierra una sonrisa, ni una mirada de agradecimiento.» «Hijos míos, tenemos mucho que hacer en el mundo: el Señor nos ha dado una misión divina. Desde el primer día os he invitado a agradecer esta muestra de predilección soberana, esta llamada divina en servicio de todos los hombres: Dios nos pide que el afán apostólico llene nuestros corazones, que nos olvidemos de nosotros mismos, para ocuparnos -con gustoso sacrificio- de la humanidad entera. La mayor parte de los que tienen problemas personales, los tienen por el egoísmo de pensar en sí mismos. ¡Darse, darse, darse! Darse a los demás, servir a los demás por amor de Dios: ése es el camino» (84). 

La última carta

Fueron las campanas del 2 de octubre de 1928 las que alentaron a don Josemaría a ponerse en marcha hacia el futuro, hacia una nueva época de gracia para la Iglesia. Y al son de las campanas terminó su viaje. Esta frase puede entenderse en sentido literal y metafórico. Fue al filo de las doce del mediodía, la hora en que las campanas tocan el Ángelus, cuando el 26 de junio de 1975 terminó el camino en la tierra del Fundador del Opus Dei. Su corazón dejó de latir. Fueron inútiles todos los intentos de reanimación. Quería que sus tres últimas cartas, escritas a los miembros de la Obra entre marzo de 1973 y febrero de 1974, fueran como «tres campanadas», y que sus tañidos despertaran y convocaran, invitaran y animaran a los hombres: «Las gentes, al oír el repique ya familiar -dice Mons. Escrivá de Balaguer en la última de estas cartas, que lleva fecha del 14 de febrero de 1974-, aceleraban definitivamente el paso (al oír la tercera campanada), corrían hacia la casa del Señor. Esta carta es como una tercera invitación, en menos de un año, para urgir vuestras almas con las exigencias de la vocación nuestra, en medio de la dura prueba que soporta la Iglesia. Quisiera que esta campanada metiera en vuestros corazones, para siempre, la misma alegría e igual vigilia de espíritu que dejaron en mi alma -ha transcurrido ya casi medio siglo- aquellas campanas de Nuestra Señora de los Ángeles. Una campana, pues, de gozos divinos, un silbido de buen pastor, que a nadie puede molestar. Sin embargo, hijos míos, habrá de moveros a contrición y, si es necesario, suscitará un deseo de profunda reforma interior: una nueva ascensión del alma, más oración, más mortificación, más espíritu de penitencia, más empeño -si cabeen ser buenos hijos de la Iglesia».Durante cuarenta y seis años, Josemaría Escrivá de Balaguer había hecho que en toda la Iglesia -más, entre los hombres todos- se oyeran aquellas campanas de la fiesta de los Ángeles Custodios: Vivos voco!, a los vivos llamo... Y la llamada no había quedado sin respuesta. Muchos bautizados habían despertado del sueño, habían dejado de lado su cansancio y habían descubierto la plenitud de la vocación cristiana. Toda la iglesia, en el Concilio Vaticano II, se había apropiado de ese descubrimiento, convirtiéndolo en el núcleo de uno de esos rejuvenecimientos que Cristo va regalando continuamente a su Iglesia. De este tema se habla en las Constituciones y decretos del Concilio, como la «Lumen gentium», la «Gaudium et Spes» o la «Apostolicam actuositatem» (85), documentos que confirman como camino de la Iglesia, de cara al futuro, aquel sendero que Mons. Escrivá había señalado unos decenios antes y que, desde entonces, había enseñado a vivir a decenas de miles de cristianos.El núcleo de esta renovación ha sido y será siempre el mismo: la santidad de todos los miembros de la Iglesia. No se trata de la «emancipación» de los laicos, sino de su santidad, que nace de su libertad, y la asume. Para que los laicos, para bien de toda la humanidad, puedan realizar dignamente su nueva (¡y vieja!) tarea de ser «portadores de Cristo», tienen que ser sobre todo piadosos, deben rezar, no parlotear incansablemente; intentar llevar una vida humilde, obediente y limpia, lo que supone recibir el Sacramento de la Penitencia; obedecer al Papa y a los Obispos en lo que se refiere a la doctrina de fe y a las costumbres; apartarse del libertinaje sexual... Lo que el redescubrimiento del sacerdocio común de todos los bautizados no quiere decir en absoluto es que los laicos traten de conquistar las sacristías y apoderarse de funciones sacerdotales, ni que los sacerdotes pongan a disposición esas funciones, casi como «premios de consolación», y se afanen por «aseglararse», por asemejarse a los laicos. Es imposible querer dar al matrimonio y a la familia cristiana una nueva dignidad y una nueva belleza y, a la par, poner en ridículo y desmantelar el celibato y la virginidad. Nada tiene una relación tan íntima entre sí como el Sacramento del Matrimonio y el Sacramento del Orden. Y como el Enemigo -así solía llamarlo Monseñor Escrivá- nunca duerme ni se toma vacaciones y reúne la mayor cosecha precisamente en las épocas en las que se niega su existencia (en la teoría o en la práctica), ya durante el Concilio, y aún más en los años posteriores, nacieron perversiones amparándose en las buenas intenciones conciliares. El cornezuelo del centeno y la adormidera crecieron con profusión entre el trigo. Por eso, con más de setenta años, un año antes de su muerte, el «campanero» Josemaría Escrivá de Balaguer tuvo que volver a tocar a rebato la campana: el peligro era inminente, el enemigo estaba ante los muros, e incluso dentro de la Ciudad de Dios; ahora bien: fulgura frango; los rayos serán desviados con esta campana...

El Fundador del Opus Dei sufría porque se estaba tratando de oscurecer este nuevo amanecer del catolicismo; un amanecer en el que él había creído siempre y por el que, durante tantos años, había trabajado con todas sus fuerzas, con la entrega de toda su vida. Sufría, sí, pero sin perder ni la esperanza ni la alegría. No conocía la «resignación», una palabra propia de los débiles en la fe, de los que pierden la confianza en Dios. La carta del 14 de febrero de 1974 no tocaba a muerto, sino que era una campana alegre, que animaba a luchar con confianza; una campana que se unía a aquellas otras que habían sonado casi medio siglo antes: las campanas de Nuestra Señora de los Ángeles. «Dios nos necesita con una descarada carga apostólica, para que hablemos de Él a las gentes»: pero para que hablemos no con el índice alzado de un predicador, sino como personas corrientes. Eso «nos lleva a engarzar el apostolado en las incidencias de la labor profesional, en la tarea ordinaria de cada jornada, sin tapujos ni falsas discreciones -hace años que enterré esa palabra, discreción, para que no hubiera lugar a equívocos-»; así se puede dar a conocer la vida y la doctrina de Jesucristo de la forma más natural, en medio de la calle.

Pero la «vida y la doctrina» no como la piensan, en sus elucubraciones académicas, ciertos teólogos «progresistas» que quieren hacerlas «modernas» y «agradables» y «más fáciles de aceptar», sino tal y como la Cátedra de Pedro y de sus sucesores, la Iglesia dirigida por el Espíritu Santo, las han predicado desde el primer Pentecostés hasta nuestros días: con continuidad y constancia, y con una creciente profundización en su comprensión. «El cristiano -así termina la última gran carta doctrinal de Monseñor Escrivá de Balaguer- debe superar cualquier temor a que su fe contraste con las ideologías o valores que, en un determinado momento, traten de imponerse... Hijas e hijos míos, son años estos para vivir más piadosamente que nunca, con más sinceridad que nunca, con más obediencia que nunca, más apostólicos que nunca. Dios nos ha bendecido mucho: agradecédselo muy de veras. Sintamos, junto con nuestra personal indignidad, una confianza inmensa en la misericordia de su Sacratísimo Corazón, urgido por el dulcísimo Corazón de Nuestra Madre Santa María. Con esta confiada piedad nunca dejaremos de comportarnos con completa adhesión al Señor, a su Iglesia y al Romano Pontífice, y gozaremos de la alegría de los hijos recios de esta Iglesia Santa.»

Josemaría Escrivá de Balaguer multiplicó por mil el sonido de las campanas del 2 de octubre de 1928; su tañido se extendió por toda la tierra, y hoy en día pueden escucharlo todos los cristianos. Esas campanas ya no dejarán de sonar y quienes las escuchen percibirán su llamada.