Homilía en las ordenaciones diaconales (noviembre 2012)

Esta es la homilía que pronunció Mons. Javier Echevarría en la ceremonia de ordenación diaconal de 31 fieles del Opus Dei, en la basílica de San Eugenio (Roma).

Queridos hermanos y hermanas, queridísimos hijos míos que vais a ser ordenados diáconos

1. Nos hemos reunido en esta basílica para participar en la ordenación diaconal de algunos fieles de la Prelatura del Opus Dei. Gracias a Dios, estos acontecimientos se repiten cada año, pero no por esto podemos acostumbrarnos a las manifestaciones de la bondad de Jesucristo, que asiste constantemente a la Iglesia como había prometido, suscitando también vocaciones al sacerdocio. Pidamos al Espíritu Santo que acreciente en todo el mundo el número de ministros sagrados bien preparados, entusiastas, enamorados del Señor, dedicados totalmente al servicio de las almas. En una palabra: que nos conceda abundancia de sacerdotes santos, verdaderamente comprometidos en el ministerio que se les ha confiado.

Gozan de gran actualidad unas palabras escritas por san Josemaría en una ocasión análoga. Desde 1944 se suceden, como una realidad de gracia y de servicio a la Iglesia, estas promociones sacerdotales de unos pocos miembros de la Obra. A pesar de eso —proseguía—, cada año hay gentes que se extrañan. ¿Cómo es posible, se preguntan, que treinta, cuarenta, cincuenta hombres con una vida llena de afirmaciones y de promesas, estén dispuestos a hacerse sacerdotes?[1].

La respuesta a esta pregunta sólo se entiende en la fe y desde la fe. En efecto, es una gran manifestación de fe el hecho de que hombres de diferentes naciones, bien preparados para el ejercicio de su profesión, renuncien a sobresalir en el mundo civil y acojan con alegría la llamada divina para convertirse en ministros sagrados.

2. La ordenación del día de hoy tiene lugar a las pocas semanas del inicio del Año de la fe, proclamado por el Santo Padre Benedicto XVI con la Carta apostólica que comienza con estas palabras: La "puerta de la fe" (cfr. Hch 14, 27), que introduce en la vida de comunión con Dios y permite la entrada en su Iglesia, está siempre abierta para nosotros. Se cruza ese umbral cuando la Palabra de Dios se anuncia y el corazón se deja plasmar por la gracia que transforma[2].

Son palabras que se dirigen a cada uno de nosotros. La fe en Dios y en Jesucristo es el fundamento de toda la existencia cristiana, lo que distingue de los demás al discípulo de Cristo. Antes de atender la petición de hacer algún milagro, el Señor esperaba que sus oyentes dieran prueba de esta virtud. En cierta ocasión, a los que le preguntaban: ¿qué debemos hacer para realizar las obras de Dios? (Jn 6, 28), respondió de esta manera: ésta es la obra de Dios: que creáis en quien Él ha enviado (Jn 6, 29). En otros momentos, el Evangelio afirma claramente que a veces Jesús no realizaba prodigios a causa de la falta de fe de sus interlocutores (cfr. Mt 13, 58).

La fe es un don que Dios otorga gratuitamente a quienes desean creer y están dispuestos a acoger la gracia en su corazón y en su alma. Requiere esta virtud, en primer lugar, un conocimiento adecuado de los contenidos objetivos de la doctrina revelada, según la capacidad de cada uno; es éste el objetivo del Catecismo de la Iglesia Católica o de su Compendio. Tratemos de leerlos o releerlos también nosotros con calma durante este año, para conocer mejor la doctrina de la fe y estar en condiciones de transmitirla a otras personas.

Sin embargo, un conocimiento teórico —por llamarlo así— de la doctrina cristiana no es suficiente. Tener fe en el Señor —explica Benedicto XVI— no es un hecho que interesa sólo a nuestra inteligencia, al área del saber intelectual, sino que es un cambio que involucra la vida, la totalidad de nosotros mismos: sentimiento, corazón, inteligencia, voluntad, corporeidad, emociones, relaciones humanas[3]. Y añade una interrogación exigente: Pero, nos preguntamos, ¿la fe es verdaderamente la fuerza transformadora en nuestra vida, en mi vida? ¿O es sólo uno de los elementos que forman parte de la existencia, sin ser el determinante que la involucra totalmente?[4].

Es una pregunta que implica un profundo examen de conciencia, a la que cada uno ha de responder con sinceridad. Entonces descubriremos que podemos y debemos impregnar con más fe nuestra vida ordinaria, empeñarnos seriamente para descubrir a Dios que nos espera en los acontecimientos cotidianos.

San Agustín decía que los creyentes «se fortalecen creyendo»[5]. Y san Josemaría añadía: Vivir la fe es también transmitirla a los demás. Es preciso caminar junto a nuestros amigos y colegas de trabajo, saber escuchar las dificultades que el mensaje cristiano puede suscitar en ellos, comprenderles y demostrar que les comprendemos, rezando al mismo tiempo intensamente por ellos. Sólo así se sentirán comprendidos e iluminados por nuestra conversación y podremos comunicar con cariño y amabilidad el Evangelio, la palabra viva del Señor: mostrarles las maravillas del espíritu cristiano, que armoniza razón y fe, da respuesta a todos los interrogantes y aquieta las inquietudes del corazón humano; de esta manera los prepararemos a desear los sacramentos —la Confesión, la Eucaristía— y a disponerse convenientemente a recibirlos.

3. La ordenación diaconal, y sucesivamente la presbiteral, añade a la misión común de los cristianos algunas connotaciones específicas, en las que se ha de manifestar la fe de quienes reciben las órdenes sagradas. Las consideraremos brevemente siguiendo las preguntas que dirigiré a los ordenandos en nombre de la Iglesia, antes de conferir el sacramento.

En primer lugar, les preguntaré si quieren ejercer el diaconado con caridad y humildad, como colaboradores del obispo y de los presbíteros, al servicio del pueblo cristiano. Con su respuesta afirmativa, los nuevos diáconos manifiestan su deseo de seguir las huellas de Cristo, Hijo unigénito de Dios, que quiso hacerse siervo de todos. Poned siempre en Él vuestra mirada, hijos míos, como supremo Modelo de disponibilidad en vuestro ministerio.

A continuación, expresarán su disponibilidad a custodiar con conciencia pura el misterio de la fe, anunciándola con palabras y obras según el Evangelio, con plena fidelidad al magisterio de la Iglesia. Os habéis preparado durante algunos años mediante el estudio profundo de la doctrina católica. Siguiendo el ejemplo de san Josemaría, os exhorto a dedicar todos los días algún tiempo a profundizar en las cuestiones que conciernen a la fe y a la moral. Os será muy útil el Catecismo de la Iglesia Católica, como nos ha recomendado el Santo Padre. Es una fuente que enriquecerá mucho vuestras homilías y vuestra predicación.

Recibiréis también el encargo de rezar diariamente la Liturgia de las Horas, dando voz a la plegaria que la Iglesia eleva al cielo en nombre de toda la humanidad, y de distribuir la Comunión a los fieles. Esta cercanía a Jesús, realmente presente en el Santísimo Sacramento, ha de hacer de vosotros hombres verdaderamente eucarísticos. Pedid a nuestro Padre que os alcance la gracia de tratar siempre con amor y reverencia las cosas santas, incluso las más materiales, como los cálices, los copones, etc., por su relación con el Cuerpo y la Sangre del Señor.

Presento mis congratulaciones a los parientes y amigos de los ordenandos. Y, para terminar, hago mías las palabras con las que san Josemaría concluía una homilía en el año de la fe que el Papa Pablo VI proclamó en 1967. Exhortaba a los presentes a proveerse de las armas de la fe para vencer las batallas de la vida cristiana, porque, sin la fe, falta el fundamento mismo para la santificación de la vida ordinaria. Y proseguía: Fe viva en estos momentos, porque nos acercamos al mystérium fídei(1 Tm3, 9), a la Sagrada Eucaristía; porque vamos a participar en esta Pascua del Señor, que resume y realiza las misericordias de Dios con los hombres. Fe, hijos míos, para confesar que, dentro de unos instantes, sobre este ara, va a renovarse la obra de nuestra Redención. Fe, para saborear el Credo y experimentar, en torno a este altar y en esta Asamblea, la presencia de Cristo, que nos hace cor unum et anima una(Hch4, 32), un solo corazón y una sola alma; y nos convierte en familia, en Iglesia, una, santa, católica, apostólica y romana, que para nosotros es tanto como universal. Fe, finalmente, hijas e hijos queridísimos, para demostrar al mundo que todo esto no son ceremonias y palabras, sino una realidad divina, al presentar a los hombres el testimonio de una vida ordinaria santificada, en el Nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo y de Santa María[6].

¡Sea alabado Jesucristo!

[1] San Josemaría, Homilía Sacerdote para la eternidad, 13-IV-1973.

[2] Benedicto XVI, Carta apost. Porta fídei, 11-X-2011, n. 1.

[3] Benedicto XVI, Discurso en la audiencia general, 17-X-2012.

[4] Ibid.

[5] San Agustín, La utilidad de creer 1, 2.

[6] San Josemaría, Conversaciones, n. 123.