Ernestina de Champourcin, esencial

Una reivindicación de una poeta que, pese a notables intentos de recuperación, todavía habita en el olvido.

Nueva Revista (Anna María Iglesia) Ernestina de Champourcin, esencial

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El 25 de diciembre de 1927, Carmen Conde le preguntaba en una carta a una joven Ernestina de Champourcin de 22 años si había “muchas mujeres de talento, moderno, en Madrid” y sí, parece contestarle la poeta nacida en Vitoria en 1905, la capital era por entonces escenario de aquella cultura que, como apunta Jaime Siles en la introducción a Poesía esencial (Fundación Banco Santander), se había convertido para Ernestina “en una liberación” y “no es de extrañar”, continúa Siles, puesto que, desde muy pronto, la poeta encarnará “un modo de incipiente feminismo poético, visible en su interés por Juana de Ibarbourou, Delmira Agustini y Gabriela Mistral”. La poeta, la misma que en 1928 escribirá a Conde preguntándose “¿por qué no podremos ser nosotras, sencillamente, sin más? No tener nombre, ni tierra, no ser de nada ni de nadie, ser nuestras, como son blancos los poemas o azules los lirios”, la misma que declarará en 1928 detestar a Primo de Rivera y en 1931, en contra la opinión de su familia, se definirá Republicana y la misma que dirá que no puede pensarse sin la poesía –“Yo sin la Poesía no existo, no soy nada. Prescindir de ella sería anularme”-, se definirá a sí misma y definirá a su poesía desde la inadaptación “que no es orgullo ni maldad”, sino “un triste privilegio de los escogidos”.

Y es precisamente este carácter inadaptado, su rebeldía poética y política y su poesía de madurez trascendental-metafísica que convierte, en palabras de Jaime Siles, a Ernestina de Champourcin en un “paradigma” de esas mujeres de los años veinte y treinta que “asumieron un protagonismo intelectual, visible en las publicaciones y la política de la épica, y fueron ellas mismas un decidido agente del tipo de modernidad a la que los sectores más cultos y progresistas de la sociedad de entonces aspiraban”. Sin embargo y a pesar de ello, la historia de la literatura ha olvidado en gran medida a Ernestina así como a aquellas mujeres de cultura de los años ’27, hoy reunidas bajo la etiqueta de las Sinsombrero, término, comenta la poeta y editora Elena Medel, término “muy reciente —surgido a raíz del proyecto transmedia del mismo nombre, y que recoge a las autoras vinculadas no sólo a la Generación del 27, sino a un determinado círculo intelectual: el de los hombres que se agrupaban en torno a la Residencia de Estudiantes y otras instituciones similares. De hecho, el documental —que ha logrado crear cierta necesaria expectación sobre la figura de estas mujeres— consigna sus logros particulares, por supuesto, pero también las relaciones sentimentales que mantuvieron con los hombres del 27: por ejemplo, Marga Gil Roësset termina definida por su vínculo con Juan Ramón Jiménez. De manera que el término refleja a una parte de las mujeres de la Generación del 27, pero orilla una vez más a quienes por cuestiones geográficas —la poeta María Cegarra— o socioeconómicas —la narradora Luisa Carnés, la poeta Lucía Sánchez Saornil— se encontraban fuera de ese círculo formado en su mayoría por miembros de la clase alta del país”. Por ello Medel prefiere optar por otro término más incluyente, el de “generación del 26”, acuñado por Laura Freixas y que desplaza “el foco del homenaje a Góngora en el Ateneo de Sevilla —integrado en exclusiva por hombres— a la fundación del Lyceum Club Femenino”, donde la propia Ernestina acudía. Terminología aparte, de lo que no cabe duda es que, como comenta María Cristina Mabrey, “en el marco histórico-cultural de la Generación del 27, la presencia feme­nina ha llegado a ser hoy un hecho innegable para la crítica. Aunque sepamos que una generación intelectual la forman tanto mujeres como hombres, del rótulo se ha excluido tradicionalmente la contribución de las mujeres y, por consiguiente, ellas han recibido apenas atención”. Precisamente por ello, la edición por parte de la Fundación Banco Santander de la Poesía esencial de Champourcin es un gesto esencial para restituir a Champourcin el espacio que ocupó dentro de la poesía española del XX y reproponer una historia de la literatura que incluya, finalmente, a estas autoras que, como decía Siles, son paradigmas de nuestra modernidad poética. Al mismo tiempo, Poesía esencial obliga a repensar a Champourcin, su trayectoria literaria, sus vaivenes estilísticos y su inscripción dentro de la tradición poética española.

Ernestina de Champourcin y la tradición poética

Es cierto que, a la pregunta en torno a su concepción poética, la poeta afirmaba: “Carezco en absoluto de conceptos. La vida borró los pocos que disponía, y hasta ahora no tuve tiempo de fabricarme otros nuevos. Por otra parte, cuando todo el mundo define y se define, causa un secreto placer mantenerse desdibujado entre los equívocos linderos de la vaguedad y la vagancia”. Sin embargo, también es cierto que el ideario poético de Champourcin no sólo fue modificándose, sino que su giro poético, de una poesía pura a una poesía metafísica-espiritual y religiosa, quedó registrado en sus escritos. Si en 1927 publicaba en El Heraldo de Madrid un artículo de título programático, La poesía pura, en 1928 se va distanciando de esa poesía pura cerebral: considera a Jorge Guillén un poeta demasiado “depurado”, considera a Paul Valery “demasiado cerebral” y se acerca al surrealismo y a la poesía de Paul Claudel. Para Carmelo Guillén Acosta, que no cree que pueda hablarse exactamente de una poesía pura dentro de la producción de la poeta, la trayectoria de Ernestina puede dividirse en tres partes: “una primera, en la que se manifiesta el magisterio del poeta moguereño; una segunda, de búsqueda de trascendencia que coincide con el influjo de Thomas Merton, San Juan de la Cruz y, en especial, su incorporación al Opus Dei (…) y una tercera, de poesía ‘evocativa y esperanzadora’”. Sobre la influencia que tuvo Juan Ramón en Ernestina también se detiene la profesora de la Universidad de Barcelona, Virginia Trueba: Champourcin pertenecería a una tradición poética muy fértil en la poesía española, la de cierto simbolismo de corte romántico que encuentra a uno de sus paradigmas más importantes en Juan Ramón Jiménez. La presencia de Juan Ramón no ha cesado en todo el siglo XX, incluso cuando los tiempos exigieron una poesía de corte más realista y explícitamente política (no debe olvidarse, por cierto, que también hubo ‘compromiso’ en la poesía de Juan Ramón, aunque durante mucho tiempo eso no se quiso ver)”. Y es, precisamente, a Juan Ramón a quién Ernestina dedica algunos de sus versos:

“Hoja blanca de hoy, de siempre, de mañana.

Frutal de cada día, semilla fecunda

Por un rayo de luz o una gota de agua.

La vida fluye abajo, arrastrándose vana.

Encima de mi frente, los divinos fantasmas

Del sueño verdadero, los éxtasis del alma….

Cicatrices de otro, que mi pluma va abriendo

Sobre la hoja blanca.”

Fue el simbolismo de corte romántico juanramoniano, sostiene Trueba, el que “integró en buena medida el llamado modernismo español y me parece que fue ese modernismo, con su corriente espiritualista incluida, el que predominó en la trayectoria poética de Champourcin. Fue asimismo el que continuó atravesando una parte de la vanguardia española que tuvo un desarrollo propio –hispánico- en relación a otras vanguardias europeas, y de la que también participó en un momento dado la poesía de Champourcin”. Si en su poemario Ahora, tal y como señala Ascunce, puede verse la influencia de las greguerías ramonianas y de Rubén Darío, en La voz en el viento se observa la influencia del surrealismo con la irrupción en su poesía de términos propios de dicha vanguardia, como “sueño” o “deseo”:

“Nunca podrás tenerme sin abrir tu deseo,

Sobre la desnudez que sella lo inefable,

Ni encontrarás mis labios

Mientras algo concreto enraíce tu amor…”

O

“Fuiste duro, suave, eterno.

Variaciones de ti mismo

En la unidad de mis sueños.”

Si para Guillén Acosta no puede hablarse –si bien así sucede- de una poesía pura en Ernestina, para Trueba no puede hablarse de una poesía mística, si bien el poemario Presencia oscura ha sido leído en más de una ocasión desde el misticismo poético, sobre todo desde Santa Teresa o San Juan de la Cruz, cuya presencia –menciones explícitas- en los poemas, sin embargo, no debe llevar a confundir la inscripción en el misticismo con el uso retórico de la poesía mística: “Considero posible hablar de un lenguaje proveniente más bien de la tradición romántico-simbolista a la que antes me refería, en la que actuó de diferentes modos una pulsión espiritualista y mística que después cierta vanguardia reescribió. En sentido estricto”, continúa Trueba, “me parecen difíciles los puentes entre la gran escritura de los/las místicos/as históricos/as y cierta poesía contemporánea como la de Champourcin, a no ser que nos quedemos en el terreno retórico del recurso a ciertos símbolos o metáforas, a cierto léxico o incluso ciertos ritmos”. Para Trueba, la poesía religiosa de Champourcin debe ser leída desde otra perspectiva, introduciendo como posible objeto de comparación la obra filosófica –e, incluso, podría decirse entre muchas comillas, poética- de María Zambrano: “Su declaración de que toda poesía sincera es religiosa es ilustrativa de una concepción de lo poético que apunta a un vitalismo de signo metafísico que se irá acentuando o haciendo más explícito con los años. Sería muy interesante comparar esa concepción con la que tenía una compañera de época, María Zambrano. No sé si alguien se ha hecho cargo de esa comparación, pero, en todo caso, creo que se descubrirían similitudes y diferencias relevantes.”

La producción poética de Ernestina, donde la experiencia del exilio juega un papel fundamental –“Ya no hay manera de volver atrás, de poseer nuevamente / aquello a lo que se ha renunciado”- describe un recorrido que, a pesar de los vaivenes, “resulta bastante unitaria tanto en su amplio recorrido como en su totalidad”, comenta Siles, un recorrido que incorpora el modernismo juanramoniano, el surrealismo de Bretón, la tradición religiosa, la retórica mística como también lo autobiográfico, sobre todo en su obra en prosa: “La casa de enfrente —la reeditó Renacimiento en 2014—“, comenta Medel, “me parece una rareza en la época y una rareza en su propia escritura: me interesó como novela de iniciación protagonizada por una mujer de las primeras décadas del siglo XX, más por su carácter testimonial que por su voluntad de ruptura. Esa voluntad de retrato generacional y de relato de una sociedad no están presentes en su poesía, cuya construcción tiene mucho más que ver con la intimidad y con la confesión autobiográfica.” Junto a la obra novelística de Ernestina, Medel destaca “su actividad epistolar, en especial la que mantiene con Carmen Conde —existe una edición a cargo de Rosa Fernández Urtasun, en Castalia en 2007—, por su condición reveladora sobre la posición de ambas ante la creación y tanto en la literatura como en la sociedad de la época. Y resulta muy llamativa su labor como traductora: en Latinoamérica continúan reeditándose, por ejemplo, sus versiones de Gaston Bachelard”.

Ernestina hoy

A la pregunta de qué queda de Ernestina de Champourcin, Elena Medel y Virginia Trueba comparten opinión: poco o nada queda. Para la profesora de la Universidad de Barcelona responder la pregunta sobre el legado de Champourcin en la poesía contemporánea “es responder acerca de la huella de la tradición romántico-simbolista en la poesía actual. La poesía actual (como por otra parte ocurre siempre) no es una sino muchas, aunque si de hegemonía hablamos, no tengo claro que esa tradición romántico-simbolista sea ahora mismo (2017) la predominante”. Y es precisamente en este sentido que la poesía de Ernestina de Champourcin no está presente, en términos generales, “entre los nuevos poetas ni entre las nuevas poetas”, aunque, matiza Trueba, no hay que olvidar que “tampoco lo estuvo entre los poetas anteriores más deudores de esa tradición romántico-simbolista, y este es un tema interesante si se relaciona con la importante presencia que sí tuvo entre los poetas, más incluso que entre los pensadores, María Zambrano. Solo hay que pensar en el magisterio que ejerció en José Angel Valente y en la consecuente forja de la tradición de la denominada (con mayor o menor acierto) poesía del silencio. De nuevo aquí, las diferencias entre Champourcin y Zambrano, más allá de las similitudes, son las que permitirían explicar la recepción que tuvieron”. Desde una perspectiva menos teórica, Medel considera que la no presencia de Champourcin en la poesía actual se debe, en primer lugar, a que “ni se la ha leído ni se la lee. Tanto La casa de enfrente como el epistolario con Carmen Conde se encuentran sin demasiado esfuerzo, y la Fundación Santander publicó Poesía esencial. Sin embargo, como en tantos otros casos, resulta necesaria una antología —con un buen estudio introductorio, en una colección de clásicos— para llamar la atención sobre su obra”.

Más allá de la accesibilidad de la obra de Ernestina, de lo que no cabe duda es que, como apunta Trueba, “desde principios de la década del 2000 ha ido apareciendo en España una poesía muy distinta a la que conformó el canon que todos conocemos hasta el punto de que, a veces, es una poesía que suena poco a poesía española. Fenómenos como la globalización, la multiculturalidad, la emergencia y configuración de las distintas plataformas digitales donde habitamos ya una buena parte del tiempo, la lectura convencida, y militante en algunos casos, de determinados pensamientos postmetafísicos provenientes o derivados de los que tuvieron lugar en los años sesenta y setenta, la lectura de poetas de tradiciones culturales y lingüísticas muy diferentes a la hispánica (peninsular, me refiero), etc…, todo ello, irrumpió con fuerza a principios del nuevo siglo en un panorama poético en el que sí pervivían aún algunos de esos otros lenguajes que habían sido canónicos en el siglo XX, entre ellos, el lenguaje de la tradición romántico-simbolista”. El lenguaje ha cambiado, sostiene Trueba, que introduce una interesante cuestión al debate: la impugnación de la tradición romántico-simbolista como impugnación a un canon predominante masculino, sobre todo por parte de las poetas, “cuyo gesto actual de resistencia ante esa tradición puede leerse desde (entre otras) una perspectiva de género, en tanto la tradición romántico-simbolista que se quiere impugnar remite, en última instancia, a una tradición escrita mayoritariamente en masculino, por mucho de determinas mujeres poetas del pasado intervinieran en ella para, al menos, desestabilizarla”.

Si la impugnación del canon puede leerse, en parte, como una revisión del mismo, también obliga a replantearse la consideración de las poetas dentro del canon: la propia Ernestina afirmaba: “Nunca he logrado pensar en la poesía como algo exclusivamente masculino o femenino. Y en igual forma me repugnan los calificativos con los que suele acompañarse esa palabra”. Sin rechazar el concepto de “poesía femenina”, Medel propone entenderlo “no como simple contenedor que agrupa toda la ‘literatura escrita por mujeres’ —una etiqueta diferente, a mi juicio—, sino como una propuesta en la línea sobre la que trabajaron Béatrice Didier y Hélène Cixous allá por los años setenta y ochenta. Cixous afirmó que ‘no podemos hablar de escritura femenina por el hecho de que una obra la firme una mujer’. No sé si superado o no, desde luego sugerente todavía, nos invita a replantearnos la posición de la escritura, la posición de la lectura y la posición de género —impuesto o escogido— desde la que afrontamos ambos gestos. Esto implicaría que muchos autores escribirían literatura femenina, y muchas autoras no”.

En definitiva, la recuperación de Ernestina de Champourcin obliga, ante todo, a un replanteamiento del gesto lector en tanto que gesto configurador del canon poético peninsular y cuya pregnancia en la concepción del lenguaje es visible en la actual producción poética, aunque sea a través de su contestación. No se trata, por tanto, solo de recuperar a una autora, ni siquiera de restituirle su sitio, pues siempre lo tuvo, sino de que el ejercicio de lectura de Champorucin se convierta en un ejercicio paradigmático para una nueva reconsideración crítica de la tradición poética, donde, como sostenía la propia Ernestina, cabe hablar de poesía y de poetas, sin otras distinciones que no sea su propia obra poética. Solamente llegados a ese punto podrá hablarse de un canon o, mejor dicho, de una historia literaria tendente a la inclusión y no a la exclusión.

Anna María Iglesia

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