De viaje, como San Pablo

“Huellas en la nieve”, biografía del Fundador del Opus Dei de Peter Berglar

Los viajes forman parte de la vida ordinaria de Monseñor Escrivá. Si, por una parte, pasó semanas y meses casi «preso» de su trabajo, prácticamente encerrado en «Villa Tevere», por otra realizó con frecuencia una serie de viajes que, casi siempre, eran agotadores. Los veintinueve años romanos fueron a la vez veintinueve años de un apostolado viajero desde Roma; un apostolado realmente «paulino», pues lo que le movía a viajar era la universalidad de la Obra y el afán de promover su extensión por todo el mundo.

Sus viajes por Europa, a finales de los años cuarenta y en los cincuenta y sesenta, tuvieron una doble finalidad: en unos casos, estudiar en diversos países las posibilidades de que comenzara la labor del Opus Dei y preparar las primicias del apostolado; en otros, fortalecer y alentar a los miembros de la Obra establecidos en un nuevo país, puesto que casi siempre tenían que luchar con grandes dificultades materiales; a veces se abrían camino muy lentamente, las vocaciones tardaban en llegar y necesitaban la presencia vitalizante del Fundador.

Como el Consejo General permanecía en Madrid y la Región en la que había nacido el Opus Dei era cuantitativamente la mayor, fue preciso que Monseñor Escrivá viajase con frecuencia a España. Un significado especial tienen los viajes por Italia, que no faltan ni un solo año, porque allí el Fundador estaba «en su casa». Si se exceptúan las Penínsulas Ibérica y Apenina, Francia y Suiza son los países que más veces visitó el Fundador: en Francia estuvo unas veinte veces, en Suiza unas quince; en Austria, en cambio, sólo tres. Ocho veces visitó la República Federal de Alemania; pero siete de las visitas tuvieron lugar entre 1955 y 1960; tras esta fecha no volvió a estar en Alemania.

Una pormenorización más detallada, que no es del caso, nos daría los motivos apostólicos y el sentido de cada uno de estos viajes. Le urgían las almas: por eso no había nada en estos viajes dejado al azar o concedido al capricho. Dependían de las necesidades apostólicas y de dirección de cada momento y de los planes y metas para el futuro. Le gustaba unir los viajes con una romería, a Lourdes o Fátima o Einsiedeln, por ejemplo; a veces también estaban combinados con un período de descanso durante los meses de calor agotador del verano romano. Por ejemplo, en los años 1958 a 1962 (o sea, por cinco veces consecutivas) pasó las semanas comprendidas entre finales de julio y mediados de septiembre en Inglaterra. Buscaba aquellos países en los que podía evitar los naturales compromisos de Roma, para impulsar mejor, de este modo, la labor apostólica de sus hijos en todo el mundo, y donde podía encontrar algo del necesario descanso: aunque ese término no significaba más que un cambio de escenario de trabajo y un escritorio distinto.

Casi siempre viajaba por carretera; uno de sus hijos conducía. El que recibía este encargo debía entender algo de mecánica, porque, como es sabido, los coches de segunda mano (y durante mucho tiempo el dinero no dio para más) requieren un cuidado especial, si se quiere que duren el mayor tiempo posible. Además del conductor, solían acompañar al Padre dos de sus inmediatos colaboradores; uno de ellos casi siempre era Alvaro del Portillo. Por el camino hacían la oración -unas veces cada uno por su cuenta, otras todos juntos, de la mano de un texto-, rezaban el Rosario, leían el Evangelio o un libro espiritual. Se alternaba la conversación, las bromas, los silencios... con las canciones. «Hemos llenado -decía Monseñor Escrivá a menudo- de Avemarías y de canciones los caminos del centro de Europa» (8); canciones cuyas letras a veces improvisaba. Uno de los temas preferidos de su conversación consistía en exponer los aspectos particulares del apostolado en cada país. Tenía una sensibilidad muy especial no sólo para captar cada personalidad, sino también la idiosincrasia de cada país en el que trabajaba la Obra o llegaría a trabajar en el futuro. Sabía precisar con rara agudeza sus cualidades positivas y sus debilidades. Por ejemplo, admiraba el dominio de sí de los británicos o la laboriosidad de los alemanes y veía en estas cualidades una buena base para comprender la espiritualidad laical del Opus Dei; pero tampoco olvidaba la otra cara de la moneda, es decir, la posibilidad de que ese autodominio se convierta en coraza de egoísmo, en dureza de corazón para con Dios y con el prójimo; o de que la laboriosidad se transforme en manía carente de contenido o en idolatría de lo organizativo; entonces, lo que pudiera haber sido una buena predisposición natural para una renovación religiosa se convierte en un obstáculo.

Durante mi trabajo en la biografía de Tomás Moro (9) tuve sobre mi mesa de trabajo una fotografía muy sugerente. En ella se veía a Mons. Escrivá de Balaguer y a don Alvaro del Portillo en la iglesia de St. Dunstan, en Canterbury, ante la losa bajo la que está enterrada la cabeza del mártir inglés que había sido Canciller de Enrique VIII y que Pío XI canonizó en 1935. El Fundador del Opus Dei tenía un gran cariño por este santo, no sólo porque subió al patíbulo siguiendo la llamada de Dios en su conciencia y defendiendo así la unidad de la Iglesia Católica (esa unidad que Cristo había basado en el Papado), sino también porque lo hizo como laico, como ciudadano leal en medio del mundo, como marido y padre de familia, como funcionario que se santificó no sólo con su muerte, sino durante toda su vida. Por este motivo, don Josemaría le nombró intercesor (10) de la Obra para todos aquellos asuntos que hacen relación al trato con las autoridades civiles. De este santo inglés solía decir que «si hubiera vivido en nuestra época, habría sido socio Supernumerario del Opus Dei» (11).

Aquella visita a St. Dunstan tuvo lugar el 3 de septiembre de 1958. Doce años antes habían llegado los primeros miembros de la Obra a Inglaterra, un país en el que hasta 1829 los católicos no pudieron volver a confesar su fe y tan sólo constituyen actualmente el diez por ciento de la población. Hay un dicho según el cual los católicos ingleses son irlandeses; en parte es así, aunque algunos son descendientes de inmigrantes católicos procedentes de Polonia o de países mediterráneos; hay pocas personas de origen británico que, durante los siglos de persecución, permanecieran fieles a la Iglesia Católica; algunos retornaron a ella dentro del movimiento de conversiones del siglo XIx, del que John Henry Newman es el representante más señero. Los católicos ingleses suelen ser pobres; desde el punto de vista social, pertenecen en su mayoría a las capas inferiores o medias de la población. Pero, como suele ocurrir en los países de minoría católica, destacan por su fidelidad a la fe y a la Iglesia. Si se exceptúan Polonia y España, seguramente habría sido Gran Bretaña el país en el que fue mayor el número de católicos -en cifras relativas- que recibió al Papa Juan Pablo II. Esta visita, en 1982, fue la primera que realizaba un Pontífice a las Islas Británicas. Las imágenes y las escenas de Gales, de Inglaterra del Norte y de Escocia son sobrecogedoras., Además, se encontró con un movimiento casi milagroso de simpatía y de admiración por parte de la población no católica, perteneciente no sólo a las confesiones anglicanas de la «High Church» y de la «Low Church», sino también por parte de muchos no creyentes o miembros de sectas muy diversas. Todo ello hizo que este viaje triunfal del Primado de la Iglesia Católica por Gran Bretaña y el encuentro amistoso entre él y la Reina tuvieran una dimensión ecuménica importantísima; los días comprendidos entre el 28 de mayo y el 2 de junio de 1982 suponen el mayor paso hacia la reconciliación entre Roma e Inglaterra dado desde hace cuatrocientos cincuenta años.

Cuando, el 5 de agosto de 1958, Monseñor Escrivá de Balaguer celebró por primera vez la Santa Misa en suelo británico, le hubiera sido muy difícil imaginar una cosa así. Había ya en Londres dos Centros del Opus Dei, uno de varones y otro de mujeres, «Netherhall House» y «Rosecroft House», respectivamente (en «Netherhall House» una lápida recuerda su inauguración por la Reina Madre), pero el número de los ingleses miembros de la Obra era muy reducido y la labor apostólica parecía más bien un campo sembrado que aún no había dado fruto. Monseñor Escrivá de Balaguer visitó el «Eton-College» y las ciudades universitarias de Oxford y Cambridge, y refiriéndose a los magníficos Colleges de recia tradición dijo: «Hay que meter a Dios en estos sitios» (12), urgiendo a sus hijos para que impulsaran el apostolado entre universitarios (empezando en Oxford) e intensificaran la labor de San Rafael entre la juventud.

Sus hijos le hablaron de la. cerrazón de los ingleses en cuestiones personales y le contaron la resistencia interna de muchos ante cualquier conversación, por muy amistosa que fuera, que tocara el ámbito privado de cada uno, en especial el tema religioso. «Tenéis que meteros en la vida de los demás -replicó don Josemaría- como Jesucristo se metió en la mía, sin pedirme permiso» (13). En su opinión -les dijo-, el verdadero obstáculo para el apostolado no consistía en que el interlocutor se cerrara, sino en que quien hablaba se dejara llevar por los respetos humanos y tuviera miedo a tratar temas espirituales; esa actitud, en el fondo, no era otra cosa que comodidad disfrazada.

El 15 de agosto de 1958, como todos los años, el Fundador renovó la Consagración de la Obra al Corazón de María, esta vez en la iglesia de Nuestra Señora de Willesden, donde se venera una antigua imagen que, para la Misa papal del 29 de mayo de 1982, se trasladó al estadio de Wembley.

Visitó también la abadía de Westminster, centro de la conciencia nacional y anglicana, donde los turistas se extrañarían, sin duda, al ver a un sacerdote católico rezando el Rosario ante una imagen de la Virgen.

Volvió a Inglaterra en otras cuatro ocasiones, a pesar de que -mejor dicho, porque- había sentido allí no sólo alegría y contento, sino también tristeza y desánimo. Esto es lo que dijo más tarde a sus hijos, en una meditación, porque no quería que le considerasen como un superhombre libre de tentaciones, sino como un hombre normal de carne y hueso, que sabe del cansancio y que conoce también la tentación de darse por vencido. La indiferencia religiosa que percibía a su alrededor le dolía en la misma medida en la que amaba a Dios, es decir, de la manera más cruel. «Al considerar ese panorama me desconcerté y me sentí incapaz, impotente: Josemaría, aquí no puedes hacer nada. Estaba en lo justo: yo solo no lograría ningún resultado; sin Dios, no alcanzaría a levantar ni una paja del suelo. Toda la pobre ineficacia mía estaba tan patente, que casi me puse triste; y eso es malo. ¿Que se entristezca un hijo de Dios? Puede estar cansado, porque tira del carro como un borrico fiel; pero triste, no. ¡Es mala cosa la tristeza! De pronto, en medio de una calle por la que iban y venían gentes de todas las partes del mundo, dentro de mí, en el fondo de mi corazón, sentí la eficacia del brazo de Dios: tú no puedes nada, pero Yo lo puedo todo; tú eres la ineptitud, pero Yo soy la Omnipotencia. Yo estaré contigo, y ¡habrá eficacia!, ¡llevaremos las almas a la felicidad, a la unidad, al camino del Señor, a la salvación! ¡También aquí sembraremos paz y alegría abundantes !» (14).

En aquel año de 1958, la primera visita a Inglaterra concluyó con la sexta estancia en Alemania. Después de pasar tres días en Holanda, el 21 de septiembre llegó a Colonia, donde estaba la sede de la dirección del Opus Dei; ese mismo día se trasladó a Bonn, porque allí se había instalado la primera Residencia alemana de la Obra. El 22 de septiembre hizo una romería al Santuario de María Laach. Tanto esta visita como las de los dos años anteriores y las de los dos posteriores fueron breves; sólo pasó dos noches en Alemania (en 1960, una) (15), para dar ánimos a los escasos miembros de la Obra y para fortalecerlos a fin de que dieran pasos atrevidos de cara al futuro. Y, realmente, en los años sesenta la labor del Opus Dei en Alemania (y en Austria y Suiza) se extendió considerablemente. Cuando el sucesor del Fundador volvió, dieciocho años después, a Alemania -donde ya había estado ocho veces al lado del Fundador- había Centros de la Obra (ya consolidados o empezando) no sólo en Colonia y Bonn, sino también en Aquisgrán, Berlín, Essen, Munich y Münster, a los que luego se han añadido los de Düsseldorf, Jülich y Tréveris. Gracias a los viajes que se hacen con regularidad desde todos estos Centros, la labor apostólica de la Obra alcanza prácticamente todo el territorio de la República Federal y, partiendo de aquí, se ha extendido hasta los países escandinavos. Es aún muy poca cosa, sobre todo en relación con los sesenta millones de habitantes que tiene la República Federal, con veintiocho millones de católicos; también lo es si se compara con la extensión de la Obra en España, en Portugal o en la América latina, pero es esperanzador si se tiene en cuenta cuál fue el punto de partida, la «hora cero».

Cuando, en enero de 1981, tuve ocasión de estar con el Prelado del Opus Dei en Colonia, le pregunté cuál había sido la opinión del Fundador sobre los alemanes. Me contó que José Escrivá, el padre del Fundador, había sido un admirador entusiasta de Alemania. Por lo tanto, don Josemaría estaba ya «bien predispuesto»: admiraba las virtudes humanas de los alemanes y sentía que, a veces, no llegaran a cuajar o quedaran estériles, porque se separaban de la religiosidad y la orientación hacia Dios. Diligencia, orden, laboriosidad, firme resolución: actitudes todas ellas que existían en muchas personas; pero la dificultad está en la gracia..., mejor dicho, en la permeabilidad para con la gracia... Don Alvaro del Portillo comentó que el Fundador también conocía a grandes rasgos la filosofía y la vida cultural alemana, interesándose, sobre todo, por aquellos sistemas que habían influido en España, como sucedió en los años treinta con el «krausismo». Pero había una cosa que ocupaba un lugar primordialísimo de su interés: ponía grandes esperanzas en una rica cosecha apostólica en Alemania y también en la que, en su día, se podría hacer, desde la zona de habla alemana, en Europa central, en Escandinavia y en Europa oriental. Por supuesto que no podía nombrar una fecha concreta, pero nunca vaciló en su convicción de que la fidelidad a la vocación y la disposición de corresponder a ella contienen ya, por decirlo así, los frutos que un día se recogerán. Y él creía en la vocación cristiana -apostólica- de los alemanes, de los austriacos y de los suizos.

El primer viaje de Monseñor Escrivá a Europa central (16) duró trece días, desde el 22 de noviembre hasta el 4 de diciembre de 1949. De camino, durante una estancia en Milán, mandó una carta breve, pero muy característica, a sus hijos de Portugal, en la que decía: «Que Jesús me guarde a esos hijos. Queridísimos: Al entrar en Austria y Alemania por vez primera, recuerdo emocionado mi primer viaje por esas tierras benditas de Portugal. Encomendad de firme las cosas, para que el Señor no mire nuestras miserias, sino nuestra fe, y podamos pronto emprender definitivamente la labor en el centro de Europa. Un fuerte abrazo a todos. La bendición de vuestro Padre. Mariano» (17). El Fundador y sus dos acompañantes pasaron dos días en Innsbruck (29 y 30 de noviembre); y según informa uno de los que viajaban con él, le gustaron las bonitas casas campesinas tirolesas con su pintura típica, la «Lüftelmalerei» (frescos en la parte exterior); aún más le gustó la piedad popular que observó; comentó que pronto se debería comenzar la labor apostólica en Austria y Alemania y que allí habría muchas vocaciones. El 30 de noviembre, por la tarde, llegaron a Munich, pasando por Garmisch. Munich en 1949 realmente no era una ciudad que invitara a presagiar por aquel entonces para la República Federal un futuro alentador. Se veían por todas partes aún las huellas de los grandes destrozos de la guerra, que había terminado cuatro años antes. «La ciudad -recordaba el Padre muchos años después- estaba medio destruida. En el hotel donde nos alojamos, para subir las escaleras había que arrimarse a la pared, porque no tenía barandillas» (18).

«Pobre, pero noble», parecía ser el lema del hotel: como postre, pidieron fruta para Monseñor Escrivá y en una gran bandeja de plata le sirvieron... una manzana.El día 1 de diciembre, el Fundador celebró la Santa Misa en la Liebfrauenkirche (19). A continuación le recibió el Cardenal Faulhaber; mantuvieron la conversación en latín; el Cardenal se mostró muy interesado por el Opus Dei y habló también de los graves problemas pastorales que traía consigo la llegada de millares de refugiados católicos procedentes de las zonas orientales de Alemania (20). Así se enteró el Fundador, por boca de una persona bien informada, de una de las más relevantes consecuencias de la catástrofe alemana de 1945; un hecho que habría de conformar decisivamente el camino y el desarrollo de la República Federal, que entonces contaba solamente unos meses de edad.

Cuando el 4 de diciembre regresaron a Roma, habían recorrido tres mil quinientos kilómetros de carreteras invernales; Monseñor Escrivá de Balaguer había hablado con uno de los más importantes Obispos alemanes, dejando abierto un primer «surco» en lo que, el día de mañana, habría de ser un feraz campo apostólico.

Los primeros miembros del Opus Dei llegaron a Alemania en el verano de 1952 (21): cuatro jóvenes españoles (un sacerdote y tres universitarios), dos de los cuales son actualmente catedráticos en Universidades alemanas. Sabían poco alemán, no conocían a nadie, no tenían ni un céntimo y, al principio, ni siquiera un techo bajo el que cobijarse... ¿No es para maravillarse que de estos jóvenes sin medio alguno (a los que pocos años después seguirían algunas chicas que, con igual pobreza, comenzarían la labor apostólica de las mujeres del Opus Dei) partiera todo lo que, actualmente, forma parte de la Obra de la República Federal Alemana? Centros, residencias universitarias, clubs juveniles de las dos Secciones y, sobre todo, un apostolado personal intenso y extendido por todo el país... Sí, si se piensa con calma es para maravillarse... por muy modesto que siga siendo todo considerado en cifras absolutas.

Aunque aquellos años de los comienzos aparezcan ahora dorados por el recuerdo y se traigan a la memoria las anécdotas divertidas, la realidad es que fueron años sumamente duros. Aquellos jóvenes trataban de ganar algo de dinero como traductores, procuraban salir adelante pasando hambre y, a veces, no tenían de qué vivir ni dónde alojarse: «Durante los primeros meses no tuvimos éxito en nuestras pesquisas. Nos hallábamos abatidos. Nuestro Padre debió de intuir ese decaimiento, porque recibimos unas letras suyas, que nos reanimaron. Nos decía que continuáramos la búsqueda sin desaliento, que nuestras pisadas por las calles de Bonn resonarían en el Cielo como campanillas de plata» (22).

El 1 de mayo de 1953 consiguieron encontrar una vivienda en Bonn, en una villa a la antigua usanza, que ahora permanece casi como un vestigio de épocas pasadas en medio de la zona gubernamental, y que se convertiría en la futura Residencia «Althaus». Pero tuvieron que pasar dos años todavía hasta que los primeros alemanes recibieran la vocación al Opus Dei.

Diez veces estuvo Monseñor Escrivá de Balaguer en «Althaus» (23), la primera de ellas el 1 de mayo de 1955. Encontrándose en Suiza (donde había visitado Einsiedeln, Zürich, Basilea, Lucerna, el Santuario mariano de María Stein, Berna, Friburgo y San Gall) había proyectado encaminarse directamente hacia Austria y Viena, pero finalmente venció su corazón de padre y el deseo de volver a ver a sus hijos para darles ánimos, por lo que no escatimó dar un rodeo de mil kilómetros. Al comprobar la escasez de muebles y la pobreza de las habitaciones indicó que se hicieran todos los esfuerzos posibles para mejorar sobre todo la decoración del oratorio. Sugirió también algunos detalles que se podrían cambiar enseguida. Como en tantas otras partes, recordó que los comienzos del Opus Dei en España, veinte años atrás, habían sido aún más pobres y difíciles. Habló mucho del Colegio Romano de la Santa Cruz en «Villa Tevere» y les comunicó que pronto empezaría la labor apostólica en Suiza y Austria. También les dijo que rezaran mucho para que la Sección de mujeres pudiera empezar cuanto antes la labor en Alemania (24).

Como soy un escritor alemán y he escrito este libro, en primer lugar, para lectores de habla alemana, quiero reproducir exactamente lo que dijo el Fundador del Opus Dei el año 1955, en Bonn: «Estoy muy satisfecho de encontrarme en Alemania, y con una ilusión extraordinaria en el montón de vocaciones que el Señor promoverá rápidamente. Ha llegado la hora de la cosecha. ¡Ya lo veréis! Hijo mío, ¿no te hace ilusión ver la confianza que el Señor ha puesto en nosotros? Parece como si hubiera condicionado la fecundidad de la labor a que seamos fieles. ¡Qué responsabilidad tan grande tenemos! ¡Y qué sentido de filiación divina, ante esta confianza que Dios nos ha manifestado! ¡Qué ilusión al pensar en la cosecha que se aproxima en esta tierra alemana...! La Obra huele ya a campo cuajado, a cosa hecha, a pesar de que veintisiete años no son nada para un ente moral, y menos para una familia que el Señor ha querido promover y que ha de durar mientras haya hombres sobre la tierra, para servir a la Iglesia, para extender el reinado de Cristo, para bien de las almas, para hacer dichosa a la humanidad, llevándola a Dios» (25).

En aquella misma ocasión preguntaron al Secretario General, don Alvaro del Portillo, qué era lo que hasta el momento le había impresionado más de Alemania, y él, con buen humor, contestó: «Pues hasta ahora casi no me ha impresionado nada, porque hemos venido desde Suiza, nos metimos en esa gran autostrada, y es como si hubiéramos viajado en avión. No hemos visto casi nada hasta llegar a Bonn». Luego, resumiendo lo que llevaba en el alma, añadió: «Aquí me impresiona lo que ya ha dicho el Padre: vuestra alegría, que es la de todos nuestros Centros. Y, además, me ilusiona pensar en las virtudes del pueblo alemán y por tanto en la gran cantidad de vocaciones y en el servicio a la Iglesia y a Dios Nuestro Señor que se hará desde aquí» (26).

El 3 de mayo, al atardecer, tras una desafortunada excursión por el valle del Rhin (el viejo coche «se declaró en huelga» y en vez de gozar del viaje vieron sobre todo talleres de reparación), don Josemaría y sus acompañantes llegaron a Maguncia. Al día siguiente, por la mañana, celebró Misa en la Catedral y por la tarde regresó a «Althaus». En una breve tertulia, según recuerda uno de los testigos, «insistió en que debíamos querer mucho a Alemania, manteniendo nuestro amor a la patria de origen, pero dispuestos a hacernos de otro país, si fuera conveniente» (27).

Durante el mes de diciembre del mismo año 1955 (28) volvería a visitar Colonia y Bonn. En aquella ocasión prosiguió su viaje por Munich e Innsbruck para llegar el 7 de mayo a Viena (29). Faltaban pocos días para que se firmase el tratado sobre el Estado austriaco del 15 de mayo, que entró en vigor el 27 de julio. En aquellas fechas Austria estaba dividida en cuatro zonas repartidas entre americanos, ingleses, franceses y rusos; a estas cuatro zonas correspondían los cuatro sectores de Viena, ciudad administrada conjuntamente. Algo extraño y quizá un poco sobrecogedor debió de sentir don Josemaría cuando su coche se dirigió hacia el famoso puente que separaba el sector soviético del americano y que -como recordaría más tarde- tenía «un crucifijo muy grande. Al pie había un soldado ruso Más tarde comentó a este respecto: «A mí, que estuve año y medio bajo la dominación comunista durante la guerra civil española, y vi asesinar tanta gente y quemar tantas iglesias, me impresionó» (30). En Viena pasó también ante un -hotel, convertido en edificio oficial del ejército soviético; delante había un grupo de soldados; eran chicos simpáticos, como pudo comprobar, sobre todo los más jóvenes, que los saludaron con afecto a pesar de ir vestidos de clérigos... Hicieron noche en un modesto hotel en el sector americano, cerca de una de las estaciones, la Franz-Joseph-Bahnhof. Habían pasado casi todo el día caminando, «porque -así decía- para conocer una ciudad hay que patearla. Comprobamos que Viena es una capital de una riqueza maravillosa, con esplendores de imperio, a pesar del paso de los años y de que. ha sufrido tanto» (31). Más tarde contaría también que «Viena es la única capital donde he visto un monumento a la Trinidad Beatísima» (32). Y es que en la base de la famosa «columna de la peste», coronada por una imagen de la Virgen, habían descubierto la siguiente inscripción dedicada a la Santísima Trinidad: Deo Patri Creatori - Deo Filio Redemptori - Deo Spiritui Sanctificatori. Monseñor Escrivá de Balaguer quiso que esas mismas palabras se grabaran en el altar del oratorio en el que solía celebrar la Santa Misa.

Medio año después, y también procedente de la zona del Rhin, el Fundador volvió a estar en Viena, donde, como en toda Austria, habían desaparecido ya las tropas de ocupación. El 4 de diciembre celebró Misa en la Catedral de San Esteban, poniendo bajo la protección de la Virgen, ante la imagen de María Pótsch (33), la labor de la Obra en Austria: «Sancta Maria, Stella Orientis, filios tuos adiuva!»; «Santa María, Estrella del Oriente, ayuda a tus hijos»; ayúdales en Austria y, también, en su día, desde Austria... El lema de Carlos V, del «emperador universal», no envejece: Plus ultra! ¡Siempre más allá! Desde el punto de vista político (como deseo de poder) es un lema temerario, pero desde el punto de vista apostólico es un lema profundamente cristiano. Monseñor Escrivá de Balaguer había dicho que «Austria es la puerta del Oriente», y estas palabras (que durante cien años se habían referido a la política de cara a los países balcánicos) se convertían, en sus labios, en una promesa. Nunca hablaba por hablar. Con todo lo que su optimismo tenía de empuje sobrenatural, siempre se apoyaba sobre la base del realismo, evitando cualquier tipo de utopías. Cuando el 4 de mayo de 1960 estuvo por última vez en Colonia, donde visitó el nuevo Centro de la Sección de mujeres, una de las jóvenes se entusiasmó con la idea de comenzar la labor del Opus Dei en Rusia. La contestación de Mons. Escrivá, en apariencia, no hizo referencia a ese comentario, pero, para quien quiso entender, contenía una advertencia: hay que obrar con prudencia humana y sobrenatural: todo llegará a su tiempo. Se refirió a su primera visita a Viena, cuando estaba bajo la ocupación rusa, cinco años atrás, y añadió: «Hijas mías, yo pido por la unidad de este país vuestro: pido también por Berlín, es un deber de justicia. Tenéis que trabajar en todas las regiones alemanas. ¡Qué campo tan inmensoos espera!» (34).

Con los años se amplió no sólo el radio geográfico, sino también la intención de los viajes apostólicos de Monseñor Escrivá de Balaguer: cada vez se fue haciendo más patente su carácter de romería penitencial (35) y de catequesis. Desde siempre había aprovechado cualquier ocasión para ofrecer a la Madre de Dios reparación (en nombre propio y en el de todos sus hijos) por los pecados propios y por los de los demás cristianos. Esta forma de «sustitución de amor» es uno de los sillares que forman el fundamento de la religión cristiana y, por lo tanto, también del Opus Dei. Entre 1967 y 1969 hizo numerosas romerías a Santuarios marianos en Italia, Suiza, Francia y España. El 1.° de abril de 1970 inició una romería penitencial por la Iglesia (por su sufrimiento interno, que siempre consiste en la infidelidad y las desviaciones de sus_ miembros) que le llevaría a los santuarios del Pilar, en Zaragoza, de Torreciudad y de Fátima.

En mayo de ese mismo año llevó a cabo su primer viaje trasatlántico (36). Aunque estaba movido también por un carácter penitencial y mariano (iba, como romero, a rezar ante la imagen de Nuestra Señora de Guadalupe (37), ese viaje tuvo una nueva dimensión: el Fundador del Opus Dei habló con miles de personas y ante un público formado por miles de personas. Ya en Roma se habían celebrado encuentros internacionales, y en Pamplona habían tenido lugar grandes reuniones en el campus o en el aula magna de la Universidad (reuniones que, por su forma nada convencional de catequesis, por el diálogo que sabía encontrar en medio de la muchedumbre, impregnaba de un espíritu único), pero ahora, en los últimos años de su vida, quiso llevar esta catequesis a todo el mundo, empezando, como es natural, por aquellos países en los que la Obra había alcanzado un mayor desarrollo y ofrecía mejores perspectivas apostólicas: España, Portugal y la América latina.

En octubre y noviembre de 1972 realizó un viaje de catequesis por toda la Península Ibérica (38). Su predicación alcanzó «directamente», o sea, sin intervención de los medios de comunicación, a más de ciento cincuenta mil personas... Es decir, ciento cincuenta mil encuentros realmente personales. Nunca se dirigía a una «masa», sino a personas concretas; personas que (digámoslo así) formaban una «unidad de espacio y tiempo». Es especialmente significativo el hecho de que, para destacar la necesidad de la vida contemplativa y la estima que sentía por ella, en las ciudades españolas y portuguesas en las que estuvo también visitó conventos de monjas contemplativas, animándoles a ser fieles a su vocación específica y a su carisma fundacional. Para él existía un solo «Pueblo de Dios», cuyos miembros han de rezar los unos por los otros; cualquier tipo de celotipia entre las diversas familias de este Pueblo de Dios le resultaba totalmente incomprensible.

Como si se diera cuenta de que se le iba terminando la vida, crecía su ímpetu para llegar cada vez a más almas; parecía ese corredor de fondo que, ante el sprint final, aunque esté ya agotado, redobla una vez más sus esfuerzos y pone en juego todas las energías de que dispone. El 22 de mayo de 1974 partió, ya con setenta y dos años, para el viaje más largo y más agotador de los que había realizado hasta la fecha (39), un viaje que duró más de tres meses, hasta el 31 de agosto, y que le llevó a Brasil, Argentina, Chile, Perú, Ecuador y Venezuela. Un viaje durante el que visitó numerosos Centros de la Obra en estos países y se reunió con decenas de miles de personas. Un viaje en el que no sólo se desgastó en alma y cuerpo como sacerdote, apóstol y Padre, sino en el que también las condiciones climáticas, las diferencias de altitud, los viajes en avión, supusieron una carga extrema. Durante semanas tuvo que luchar con graves indisposiciones, con una bronquitis, con infecciones febriles y con el mal de altura. La última etapa (Venezuela) la pudo superar tan sólo con un esfuerzo supremo. A Roma llegó, agotado, el 30 de septiembre, después de haber pasado varias semanas en España. Pero cuatro meses después su inquietud apostólica le volvía a llevar al otro lado del Atlántico: el 4 de febrero de 1975 llegó a Caracas, continuando su catequesis en Venezuela, allí donde la había tenido que interrumpir el verano anterior, y de Venezuela volvió a Guatemala. Aquí enfermó repentinamente, con tal gravedad que no fue posible prolongar más un viaje que, en principio, iba a tener una mayor duración. El 23 de febrero estaba ya de vuelta en Roma. ¿Presentía que con ello había terminado su último gran viaje o, mejor dicho, el penúltimo?...

A comienzos de los años setenta, como hemos dicho anteriormente, había aceptado que se filmaran sus «correrías apostólicas». Estas películas (más de cien) se han divulgado ampliamente. Son uno de los medios más eficaces para explicar y dar a conocer el espíritu del Opus Dei. Gracias a ellas, muchas personas descubren la profundidad de este espíritu de renovación cristiana que recuerda al de los primeros cristianos. Todo el que lo desee puede ver estas filmaciones, que recogen los diálogos singulares entre Mons. Escrivá de Balaguer y sus diversos interlocutores: personas de todas las edades, razas y países, de cualquier clase y condición social. Las preguntas corresponden a un espectro muy amplio; pero, en mi opinión, entre las contestaciones de Monseñor Escrivá de Balaguer en los últimos años, y especialmente durante sus viajes a América, destacan tres puntos capitales: 1) Un sí a la vida, don de Dios, y a las familias numerosas: un sí que excluye cualquier tipo de manipulación. 2) Una fidelidad a la tradicional doctrina de fe de la Iglesia, que tiene validez intemporal y que no admite transformaciones, «recortes», «enmiendas» o «reinterpretaciones». 3) Una recomendación insistente, casi suplicante: hay que acudir frecuentemente al Sacramento de la Confesión. Porque sin Confesión no hay reconciliación con Dios, y sin reconciliación con Dios no hay vida interior ni frutos...

Si no se cuidan estos tres puntos decisivos de la vida cristiana (esto lo sabía Monseñor Escrivá de Balaguer, como puede saberlo cualquier cristiano que sea sincero consigo mismo) no puede darse un encuentro personal con Cristo, ni la esperanza de que se produzca una renovación de la Iglesia y una mejora de la situación en el mundo.

Durante una tertulia celebrada en Barcelona el 26 de noviembre de 1972, una madre de diez hijos se lamentó de la incomprensión (por no decir algo peor) que encontraba en el ambiente. Monseñor Escrivá de Balaguer le respondió que la doctrina «se la saben todos y todas (40); lo que pasa es que viene el egoísmo, la brutalidad, las malas pasiones, la propaganda salvaje que se hace..., y la gente débil acaba por no tener sentido del pecado, y comete crímenes horrendos, verdaderos infanticidios » (41).

«La Iglesia de Dios y los sacerdotes de Dios -decía en 1974 en Buenos Aires-, desde hace veinte siglos, predicamos lo mismo. Por eso, si os dicen cosas que os suenen a nuevas, ¡no son de Dios!... Porque -me gusta mucho decirlo- la religión no la hemos hecho los hombres por alzada de mano, por votación... ¡Coged los catecismos viejos! Hijas mías, hijos míos: ¡son tesoros de maravilla! ¡No los tiréis!, ¡leed! Y si no, comprad un catecismo de San Pío X... y leed con calma para conservar la fe de vuestroshijos» (42).

La fe reclama las obras. Si no, no es fe. Pero para que la fe pueda realizar las obras de la caridad (de una caridad que unas veces se expresa como fortaleza, fidelidad, justicia y otras veces como misericordia, sabiduría, temor de Dios) tiene que dar fruto en las almas, para que no se dejen llevar por las propias miserias, por las bajas pasiones o por el aburguesamiento. Tiene que iluminar los corazones, para que busquen el sentido radical de su vida, sin dejarse arrastrar por la frivolidad. Para que las montañas de basura que se van formando por nuestras debilidades y faltas de amor no crezcan excesivamente es necesario que, una y otra vez, las vayamos retirando. Y esto sucede en el Sacramento de la Penitencia, que, por la confesión de los pecados, la contrición, el propósito de la enmienda, la penitencia y el perdón, reestablece la reconciliación con Dios, no de forma «sensible» o «presumible», sino real y objetivamente, con la «garantía» de Cristo mismo. El 2 de julio de 1974, Monseñor Escrivá de Balaguer decía en Santiago de Chile: «Yo vengo desde hace años contando una anécdota que parece que no tiene importancia y para mí tiene mucha: unos hijos míos -estaba yo en Portugal, charlando con la gente, así- me trajeron una sopera... grandota, una sopera de esas de familia numerosa... Y la sopera había sido usada con mucha frecuencia por muchos años. Estaba rota, y arreglada con lañas, que son hierros que la vuelven a sujetar; y seguía sirviendo. Y yo miré a aquellos hijos y les dije: bien, buena lección me estáis dando -me daban lecciones como vosotros, y yo las aprovechaba-, porque yo soy como esta sopera: estoy todo roto y lleno de lañas, pero sigo sirviendo; sigo sirviendo gracias al Santo Sacramento de la Penitencia, donde voy cada semana a pedir perdón al Señor de mis pecados, a renovar el dolor por todo lo que le he ofendido en mi vida» (43). Y no como una amonestación, sino como una súplica, sonaban las palabras que el Fundador decía a sus oyentes en «Tabancura» -así se llamaba el colegio en el que estaban reunidos-: «¡A confesar!, ¡a confesar!, ¡a confesar!, ¡a confesar! Que Cristo ha derrochado misericordia con las criaturas. Las cosas no van porque no acudimos a Él a limpiarnos, a purificarnos, a encendernos. Mucho lavoteo y mucho deporte, ¡bien!, ¡maravilloso! ¿Y ese otro deporte del alma? ¿Y esas duchas que nos regeneran y nos limpian y nos purifican y nos encienden? ¿Por qué no vamos a recibir esa gracia de Dios? Al Sacramento de la Penitencia y a la Sagrada Comunión. ¡Id, id! Pero no os acerquéis a la Comunión si no estáis seguros de la limpieza de vuestra alma» (44).