"Como un río de paz". Al hilo de unos recuerdos

Comunicación presentada por María Helena G. Pratas en el Congreso con motivo del Centenario de Álvaro del Portillo, en la Pontificia Universidad de la Santa Cruz (12-14 de marzo de 2014).

“COMO UN RÍO DE PAZ”

«Como un río de paz» (Is 66,12). Si quisiera resumir en una expresión, mis recuerdos de Monseñor Álvaro del Portillo, sería esta la frase que escogería: «Como un río de paz» (Is 66,12).

“Como un río de paz”: fue así desde los primeros momentos en los que le conocí más de cerca, aún antes de su elección al frente del Opus Dei. Corría el año 1975. Eran momentos duros, difíciles: el reciente fallecimiento de San Josemaría nos había cogido de sorpresa y parecía increíble que hubiera podido suceder, que fuera realidad. Ante el desconcierto, D. Álvaro nos llenaba de serenidad.

También en Portugal se vivían momentos de incerteza, y ante las olas de la revolución que asolaban el país, el siervo de Dios nos transmitía paz y fortaleza. «¡Cuánto ha rezado nuestro Padre por Portugal!», fueron las primeras palabras que me dirigió, la primera vez que pude saludarle, el 7 de Septiembre de 1975. No hablaba casi nunca de sí mismo: sus pensamientos y sus palabras eran siempre para hablar de nuestro Padre – el Fundador del Opus Dei – y hacerle presente en nuestras vidas. «¿No le sentís en vuestros corazones? ¿Cómo dando aldabonazos?» preguntaba, poco después, en una tertulia, ese mismo día, en la que pidió oraciones por los congresos electivos que se realizarían dentro de una semana. Al hablar con él nos equivocábamos y le llamábamos Padre, y él se equivocaba también y nos llamaba «hijas», para corregir después: «hermanas mías». Era tal su compenetración con nuestro Padre, que hacía y decía lo que él hubiera dicho y hecho. Podíamos adivinar cómo reaccionaría, o qué haría en ciertas ocasiones, pensando en lo que había hecho nuestro Fundador. Y no nos equivocábamos. Además, recuerdo su júbilo después de la primera audiencia con el Vicario de Cristo, Pablo VI, en 1976; nos contó que el Santo Padre le había dicho que «siempre que deba resolver algún asunto, (…) pregúntese: ¿Cómo actuaría el Fundador? Y obre en consecuencia»[1]. Le había dado mucha alegría este consejo del Santo Padre, que correspondía exactamente a lo que buscaba vivir continuamente.

Apreciaba la paz, como nos confió en una tertulia recordando la primera Misa que celebró después de su ordenación sacerdotal: había escogido celebrarla el dia de San Ireneo, porque su nombre significaba paz.

No le he visto perder nunca la paz: ni siquiera ante la responsabilidad de ser el sucessor de un santo, después de su elección como Presidente General del Opus Dei, el 15 de Septiembre de 1975, en lo que llamó “la etapa de la continuidad y de la fidelidad”. En junio de 1976, en la Universidad de Navarra explicaba que había «terminado la etapa fundacional del Opus Dei, para dar comienzo a la etapa de la continuidad, de la fidelidad más plena a toda la herencia espiritual que el Padre nos ha transmitido»[2]. Pedía oraciones para ser bueno y fiel, y aclaraba: «guardo en mi alma la profunda convicción de que ahora el Padre dirige y gobierna la Obra desde el Cielo. A su intercesión acudo de modo constante, para realizar fidelísimamente la misión de sucederle, que me ha correspondido. Un profundo convencimiento me llena de paz, al ver mi poquedad y al contemplar mi responsabilidad: el Padre sigue conduciendo la Obra desde el Cielo. Yo aquí no deseo ser más que el instrumento leal de su corazón vigilante»[3]. Y eso lo hemos podido comprobar continuamente.

Seguía, poco después: «sólo podemos ser verdaderos artífices de paz, si de verdad luchamos para tenerla cada uno de nosotros»[4]. Y él era artífice de paz, porque luchaba por apoyarse siempre en la fortaleza de Dios[5].

La paz se traslucía en su vida. Aúnque tenía mucho que hacer, no se le notaba: escuchaba a cada persona con atención y enorme cariño, como si no tuviera nada más que hacer en ese momento. Ante noticias dolorosas no se inmutaba, aceptando la voluntad de Dios. Por ejemplo, ante el fallecimiento de dos Papas a quienes quería mucho, y con los retrasos que ello acarreaba también para que se solucionara el problema institucional del Opus Dei. Contaba, en Septiembre de 1978, que el Santo Padre le había comunicado «que era su deseo que se procediera a conseguir la ansiada solución jurídica. Pero la repentina y por eso más dolorosa, desaparición de Juan Pablo I pareció como un “dilata” a nuestros deseos. ¡Dios sabe más!, repetí muchas veces, siguiendo el ejemplo de nuestro Padre»[6].

En 1985 (30-III-1985) pronunció una homilía sobre la paz, en la que afirmó que es «del corazón humano, de su inmensa capacidad de amar, de su generosidad para el sacrifício, de donde pueden surgir – fecundados por la gracia de Cristo – sentimientos de fraternidad y obras de servicio a los hombres, que como río de paz (Is 66,12) cooperen a la contrucción de un mundo más justo, en el que la paz tenga carta de ciudadanía e impregne todas las estructuras de la sociedad. Si queréis (…) ser operadores de paz, “sembradores de paz y de alegría por todos los caminos de la tierra” (…), debéis hacer un gran acopio de paz en vuestro corazón. Así, de vuestra abundancia, podréis dar a los demás hombres, comenzando por los que se encuentran más cerca de vosotros»[7].

“Como un río de paz”. Era precisamente lo que pasaba con él: su vida fecundaba de paz nuestras vidas, porque la tenía en abundancia, como resultado de su honda unión con Dios. Jamás olvidaré su mirada, en un Viernes Santo, después de una tertulia en el UNIV: se le veía completamente metido en Dios, buscando acompañar al Señor y reviviendo los momentos de Su Pasión. Le pedí que me bendijera un crucifijo y lo besó, con devoción, sin distraerse.

Pocos meses después nos escribía una Carta, el 11-X-1986, pidiendo hacer eco a la voz del Vicario de Cristo, con ocasión de la Jornada de oración que se celebraría en Asís, convocada por el Santo Padre Juan Pablo II. Y en Octubre de 1989 nos recordaba lo que Cristo dijo en el Sermón de la Montaña: «bienaventurados los pacíficos» – los que siembran la paz – porque serán llamados hijos de Dios (cfr. Mat. 5,9).

¡No era obstáculo la cantidad de actividades que desarrollaba en simultáneo y de las que ni siquiera nos dábamos cuenta! A su edad, no le paraba nada: si veía que era necesario hacer algo, se lanzaba, con una gran confianza en la Providencia de Dios y poniendo, a la vez, todos los medios humanos. Recuerdo como nos contó, en una tertulia, que querría que hubiera en Roma una Clínica, para que las personas de la Obra pudieran morir en casa, rodeadas de los cuidados de personas de la Obra. La última vez que le he visto fue precisamente en la Santa Misa de inauguración del Campus Biomédico: ¡estaba muy emocionado!

Recuerdo aún cómo hizo eco al deseo del Vicario de Cristo de una nueva evangelización, no ahorrándose viajes para empezar la labor apostólica de la Obra en nuevos países. De América a Africa, de Ásia a Oceanía, fueron muchos los países que visitó en los años en los que viví en Roma, para impulsar la labor[8]. No se permitía descanso. Sin perder nunca la serenidad, ese río de paz iba atravesando montes y llenando de fruto y de cosecha los campos apostólicos del mundo, con el deseo de servir a Cristo y llevar su reinado de paz y de comprensión a todos los entramados de la sociedad y de la historia – «Regnare Christum volumus!» fue su lema[9].

¿PIONERO SOBRE EL PAPEL DE LA MUJER O FIEL A LA INSPIRACIÓN EVANGÉLICA?

Podemos considerar que Mons. Álvaro del Portillo fue pionero en el tema de la mujer. Defendió su importante misión en todos los ámbitos de la vida civil y eclesial. En 1969 publicó el libro Fieles y laicos en la Iglesia, con base en un trabajo que redactó para la revisión del Código de Derecho Canónico. En ese libro defiende la dignidad de la persona en la Iglesia y se refiere también a la situación jurídica de la mujer, que «goza de una verdadera igualdad jurídica, sin ningún tipo de inferioridad respecto al hombre»[10]. Hay una igualdad radical, por derecho divino, natural y positivo. Sin embargo, añade, no es osadía afirmar que existe una desigualdad, una discriminación de hecho, que corresponde a una resistencia a que la mujer ocupe plenamente el lugar que le compete en la actividad de la Iglesia – muchas veces, de modo inconsciente, otras con base en falsas razones, y siempre con la mejor de las intenciones[11]. Y refiere, en concreto: «¿si pensamos, por ejemplo, en la esfera de la cultura y de la formación universitaria, cuántas facultades de Ciencias Sagradas autorizarían la presencia de la mujer entre su profesorado? Se trata, añade, de una verdadera discriminación»[12].

Consideraba que no había ninguna razón para hacer cualquier tipo de distinción o discriminación con respecto a la mujer. Todos – hombres y mujeres – participan por igual de una común dignidad, libertad y responsabilidad. Insistía en la unidad radical que ya San Pablo enseñaba a los primeros cristianos (cfr. Gal 3, 27-28)[13]. La igualdad esencial entre el hombre y la mujer reclama precisamente que se sepa captar el papel complementario del uno y del otro en el progreso de la sociedad civil, pues no en vano los creó Dios hombre y mujer. Ambos se deben sentir justamente protagonistas de la historia, pero de forma complementaria[14].

Cuarenta años antes de que Juan Pablo II resaltara la necesidad de la toma de conciencia de la múltiple contribución que la mujer ofrece a la vida de las sociedades y de las naciones en los ámbitos sociales, políticos y económicos y para la edificación de una cultura conforme con la dignidad de la persona humana[15], ya en 1949, San Josemaría y Mons. Álvaro del Portillo soñaban con que las mujeres del Opus Dei estuviesen en las encrucijadas del mundo del trabajo y de la vida social. En un tiempo en que la condición femenina era limitada a un papel secundario, proclamaban para la mujer una misión más profunda[16]. En la base de esta espiritualidad se encuentra una antropología que incluía una concepción de la dualidad hombre-mujer sorprendentemente innovadora. Una antropología que, con muchos otros elementos, les hace pioneros en el anuncio de una nueva civilización y que no era habitual en los albores del siglo XX[17] .

El siervo de Dios Álvaro del Portillo – como lo ha hecho también San Josemaría – defendió el derecho de la presencia de la mujer en el conjunto de la vida social y eclesial. Al defender que no se debería hacer cualquier distinción o discriminación en relación a la mujer – exceptuando la capacidad jurídica de recibir órdenes sagradas[18] –, no ignoraban que esta actitud encontraría resistencia por parte de algunas mentalidades.Fue grande el asombro ante el hecho de que quisieran que adquiriesen grados académicos en ciencias sagradas también las mujeres.Ya por los años cincuenta habían manifestado ese deseo a la Santa Sede, que les comentó que deberían esperar: “Dilata”, fue la respuesta; la misma respuesta recibida al hacer la propuesta de que hubiera en el Opus Dei Cooperadores no católicos[19].Todo esto era considerado demasiado avanzado o innovador para la época. Sin embargo, impulsaron muchas mujeres del Opus Dei, u otras que lo deseasen, a hacer doctorados en Teología, cuando fue posible. Ya en 1969 tres mujeres iniciaron los estudios de doctorado en Teología y en 1973 concluían sus doctorados en las Facultades de Estudios eclesiásticos de la Universidad de Navarra las primeras mujeres doctoradas en Teología.

Me gustaría referir aquí una experiencia personal, relacionada con esta misma Universidad Pontificia, entonces todavía en su inicio: Centro Académico Romano della Santa Croce, se llamaba entonces. En el primer año después de su inauguración, en 1985, D. Álvaro llamó a Roma, para que hicieran el doctorado en Teología o en Derecho Canónico, nada menos que diez profesionales de todo el mundo y de diversas nacionalidades y continentes: venidas de América del Norte, de la lejana Asia, o de América del Sur – Brasil, Argentina, Perú, Guatemala –, pasando por varios países de Europa – Alemania, Suiza, España, Portugal – formábamos un variado grupo de diversos acentos y razas. Por lo menos en mi país no existía ninguna mujer doctorada en Teología o preparándose para eso, y recuerdo la sorpresa, con alguna mezcla de recelo, de alguna amiga mía, que preguntaba si eso de estudiar teología no era asunto para sacerdotes… En instalaciones provisorias y precarias, sin calefacción, la sede académica estaba entonces junto a la Iglesia de San Girolamo della Carità,en plenocorazón de Roma. En ese mismo edificio – ahora ocupado por la Biblioteca de esta Universidad – había vivido S. Felipe Neri. La pobreza y las dificultades de los inicios no fueron obstáculo al elevado nivel académico de los estudios y de los profesores, de todo el mundo. No fueron obstáculo, ni las obras del edificio en construcción, ni el frío, ni el nevón que cubrió Roma ese año. Las caminadas para la Universidad, con los pies que se hundían en la nieve, por ausencia de transportes, fueron también una verdadera aventura, inolvidable. No fue obstáculo tampoco, la ausencia de ordenadores – escribíamos, con mucha dificultad, en una antigua máquina de escribir – ni nuestra ignorancia del italiano, del hebreo, del griego... Don Álvaro se interesaba por nuestras dificultades, nos animaba y confiaba en nosotras. Nos trasmitía paz.

La Carta del Papa Juan Pablo II a las Mujeres pone como ejemplo la «actitud misma de Cristo, que, superando las normas vigentes en la cultura de su tiempo, tuvo en relación con las mujeres una actitud de apertura, de respeto, de acogida y de ternura. De este modo honraba en la mujer la dignidad que tiene desde siempre, en el proyecto y en el amor de Dios»[20]; y apela a un compromiso de «renovada fidelidad a la inspiración evangélica»[21]. «Fidelidad a la inspiración evangélica»: esa ha sido, sin sombra de duda, la actitud de Monseñor Álvaro del Portillo. Fiel al mensaje y al ejemplo de Jesucristo superó las normas en vigor en la cultura de su tiempo y tuvo para con la mujer una actitud de apertura, de acogida, de respecto por su dignidad y una gran confianza en sus capacidades.

Años más tarde, en 1990, en preparación del sexagésimo aniversario del día en que Dios manifestó su voluntad de que hubiera mujeres en el Opus Dei, el 14 de Febrero de 1930, Monseñor Álvaro del Portillo escribió una Carta en la que abordó el tema de la mujer. Recordaba el Decreto sobre el Apostolado de los Laicos del Concilio Vaticano II: «Como en nuestros días las mujeres tienen una participación cada vez mayor en toda la vida de la sociedad, es de gran importancia su participación, igualmente creciente, en los diversos campos del apostolado de la Iglesia»[22]. Seguía, afirmando que estas palabras del Concilio expresan una realidad y un deseo que desde hacía ya muchos lustros encuentran cumplimiento específico en la Obra[23]. No sólo en teoría, sino sobre todo en la práctica, el Opus Dei abrió panoramas inusuales de intervención femenina en todas las profesiones y situaciones de la vida social, impulsó y animó innumerables mujeres a llevar a cabo aventuras apasionantes de transformación de la vida social y cultural en países de todo el mundo, anticipando lo que el Magisterio vendría a decir más tarde[24].

Consideró siempre un hecho natural y positivo que las mujeres trabajasen en todos los sectores de la vida, alertando igualmente contra el error de pensar que la perfección sólo se alcanza fuera del hogar, como si el tiempo dedicado a la familia fuese un tiempo robado al desarrollo y a la madurez de la personalidad. La dedicación a la familia no se opone a la participación en otros aspectos de la vida social y política[25]. Y recordaba también que la familia es la protagonista principal de la paz: es la paz en las familias que llevará la paz al mundo[26].

Monseñor Álvaro del Portillo se hizo eco de las afirmaciones de la Carta Apostólica Mulieris dignitatem: «el Santo Padre Juan Pablo II ha desarrollado consideraciones que iluminan la función central de la mujer en la nueva evangelización del mundo actual. La mujer, afirma, es colocada por Dios como un testimonio privilegiado del orden del amor (n.29). A ella el Señor le confía de un modo especial el ser humano (n.30), con objeto de que ella sea para la humanidad como la revelación viva del amor con que Dios ama a cada uno. (…). Pienso en el empeño en las profesiones intelectuales, tutelando y promoviendo la verdad por encima de todo condicionamiento o compromiso. Pienso en la difusión de modelos más conformes con la dignidad del hombre imagen de Dios, por ejemplo en la moda y en los espectáculos; en la afirmación del primado de la persona, con sus derechos, aspiraciones y exigencias, en todas las actividades profesionales; (…) María, Madre de Dios y Madre nuestra, Madre de cada hombre y de cada mujer, es el Modelo perfecto de la feminidad según el designio eterno de la Creación y de la Redención»[27].

«No hay discriminación en la Obra, sólo hay vocación»: afirmaba el siervo de Dios en una homilía en la clínica de la Universidad de Navarra, el 14 de Febrero de 1992: «Al Opus Dei pueden venir todos, si Dios les llama a esta tarea divina en la Iglesia: laicos y sacerdotes, jóvenes y ancianos, mujeres y hombres, solteros, casados y viudos, sanos y enfermos. ¡Y enfermos!, hijos míos, que son nuestro tesoro. Quiero hoy y aquí, en la Clínica, subrayarlo. No hay discriminación en la Obra, sólo hay vocación. Todos pueden venir, acabo de manifestar. Y venimos para una única finalidad: santificar la vida ordinaria, la vida real de cada uno – el trabajo profesional o la enfermedad que nos retiene en el lecho –, transformada en ámbito y medio de irradiación apostólica. Pero vuelvo al texto de la Carta a los Gálatas. Nacido de mujer. María. La mujer. Todos somos nacidos de mujer. No se es hombre sin la mujer. La vida humana y cristiana no puede llevarse a cabo – como tal vida humana y cristiana – sin la mujer. Esta verdad antropológica de siempre, que el Santo Padre Juan Pablo II ha tratado con singular penetración, tiene hoy una vigencia difícil de exagerar. En este aniversario de la llamada de las mujeres al Opus Dei querría yo subrayarlo una vez más. Precisamente la Clínica Universitaria es un ejemplo eminente de lo que quiero decir. ¿Se concibe acaso lo que esta Clínica es, y desea ser, sin las mujeres que trabajan en ella? Desde las que están en lugares escondidos y humildes hasta las que se ocupan en tareas de alto nivel clínico e investigador, pasando por la magnífica legión de enfermeras; todas ellas, la mano de mujer de cada una de ellas, contribuye de manera insustituible a que la Clínica Universitaria sea, con la gracia de Dios, lo que ideó nuestro Fundador. Ninguna institución social puede responder a la dignidad del ser humano sin la presencia en ella, a todos los niveles, del hombre y de la mujer, ambos desde la impronta original que Dios mismo, al crearnos y redimirnos, nos ha dado. Y la mujer, en concreto, poniendo allí donde se encuentre esa manera propia femenina de ser, que transforma en hogar los ámbitos más dispares. Pero, queridas hijas y queridos hijos, esto es muy difícil llevarlo adelante, como Dios quiere, sin considerar, y amar, e invocar, a nuestra Madre Santa María»[28].

Tal como sólo Cristo manifiesta el hombre al propio hombre y le revela su altísima vocación[29], del mismo modo, mirando a Maria se puede descubrir el «horizonte esencial de la reflexión sobre la dignidad y la vocación de la mujer, la esencia de la feminidad»[30]. Santa Maria es el nuevo principio de la dignidad y de la vocación de la mujer. En Ella, la mujer puede descubrir toda la riqueza, todos los recursos personales de la feminidad. Y este descubrimiento debe penetrar continuamente en el corazón de cada mujer y plasmar su vocación y su vida[31].

Al Fundador del Opus Dei no le gustaba ponerse como modelo, sin embargo, a veces, añadía: «Si quiero que me imitéis en alguna cosa, es en el amor que tengo a Nuestra Señora»[32]. Si es cierto que el Fundador del Opus Dei se puso a sí mismo como ejemplo en el amor a Nuestra Madre, no es menos cierto que fue sin duda de Mons. Álvaro del Portillo que lo aprendí. Me viene a la memoria la intensidad con que aconsejaba, por ocasión de los años marianos, una y otra vez, a meter Nuestra Señora «en todo y para todo»[33]; y el ejemplo que nos daba de recorrer continuamente a su protección; las visitas semanales, a veces casi diarias, a Santuarios marianos o a Iglesias dedicadas a la Virgen[34]; las miradas a sus imágenes; o – como nos aconsejaba – escoger cada día alguna jaculatoria mariana que nos ayudase a tenerla presente.

El primer día del año solía visitar la Iglesia de Santa María Mayor y encender una vela ante la imagen de la Regina Pacis para rogar por la paz. Y cuándo alguien le preguntó cómo vivir bien el año que empezaba, aconsejó recorrerlo de la mano de Santa María. En una tertulia, otra persona le preguntó cómo tener responsabilidad y madurez para apoyar al Padre, y respondió, sencillamente: «siendo muy pequeña en los brazos de Nuestra Madre».

El Siervo de Dios nunca minimizó, al contrario, la importancia de la colaboración de la mujer en la vida de la estructura eclesiástica, aunque limitar la misión de la mujer a esa colaboración sería una reducción injusta e injustificada. Su visión del problema era mucho más amplia y profunda. Ser santo, cristianizar el mundo a partir de dentro es la misión del cristiano. Y la mujer participará en ella de la manera que le es propia, en cualquier tarea que desempeñe, con sus características peculiares.

La santidad se traduce en una delicada sensibilidad a las necesidades y requerimientos de las personas, y no depende tanto del hecho de ser mujer u hombre, sino de la correspondencia a la gracia, que desarrolla la capacidad de amar, de atención a los demás, de sacrificio, de abnegación, de servicio. Y esto mismo lo he podido observar en la misma vida del Siervo de Dios: por ejemplo, en el deseo de que se facilitara el trabajo de las administraciones de los centros o en su cuidado por los enfermos.

El 2 de Octubre de 1988, sexagésimo aniversario de la fundación del Opus Dei, en la homilía de la Santa Misa, pude escuchar a Don Álvaro hablando de la expresión «un río de paz» (Is 66,12). San Josemaría la usaba, refiriéndose al Opus Dei: «Consideraba esta movilización de hombres y de mujeres como una inmensa reserva de energías para fecundar a la humanidad y enriquecer a la Iglesia con nuevos tesoros. Hablaba de “flumen pacis” (Is 66,12), de un gran río de paz, portador de bienestar, de comprensión, de amistad entre los hombres»[35].

¡Muchas gracias!

- Comunicación pronunciada por María Helena G. Pratas en el Congreso con motivo del Centenario de Álvaro del Portillo, en la Universidad Pontificia de la Santa Cruz (12-14 de marzo de 2014).

- ESC - Edizioni Santa Croce.


[1] S. Bernal, Recuerdo de Álvaro del Portillo, Prelado del Opus Dei. 3ª ed. Rialp, Madrid 1996, p.147.

[2]A. Del Portillo, Una vida para Dios: Reflexiones en torno a la figura de Monseñor Josemaría Escrivá de Balaguer, 2ª ed. Rialp, Madrid 1992, p.42.

[3]Del Portillo,Una vida para Dios, p.43.

[4]Del Portillo,Una vida para Dios, p.55.

[5]Cfr. Del Portillo, Una vida para Dios, p.209: “Somos débiles, pero El es nuestra fortaleza”.

[6]Ateneo Romano della Santa Croce, Rendere amabile la verità. Raccolta di scritti di Mons. Alvaro del Portillo. Libreria Ed. Vaticana, Città del Vaticano 1995, p.75.

[7]Del Portillo,Rendere amabile la verità, p.179.

[8] H. Azevedo, Missão Cumprida. Biografia de Álvaro del Portillo. Diel, Lisboa 2008, p.288.

[9] Cfr. J. Echevarría, Discurso in «Romana» 20 (1995), p.161.

[10]Cfr. A. Del Portillo,Fieles y Laicos en la Iglesia, Eunsa, Pamplona 1969, n.11.

[11] Cfr. Del Portillo, Fieles y Laicos en la Iglesia, n.11.

[12]Del Portillo, Fieles y Laicos en la Iglesia, n.11.

[13]Cfr. Del Portillo, Fieles y Laicos en la Iglesia, n.11.

[14] Cfr. Del Portillo, Fieles y Laicos en la Iglesia, n.11.

[15] Cfr. Juan Pablo II, Carta del Papa a las Mujeres, 1995, n.6 y n.8.

[16] Cfr. J. BURGGRAF, Caminos de libertad. San Josemaría y su confianza en las mujeres in A. Méndiz - J.A. Brage, Un amor siempre joven. Enseñanzas de San Josemaría Escrivá sobre la Familia. Palabra, Madrid 2003, p.183: «Tuvieron esta mirada acertada “antes que la filósofa francesa Simone de Beauvoir publicara su monografía clave “El otro sexo”, que suele considerarse como la “biblia” del feminismo, y antes que la escritora americana Betty Friedan se hiciera famosa con su éxito mundial “La mística femenina”». La obra Le deuxième sexe ha sido publicada en Paris, en 1949 y The Feminin Mystique es de 1963.

[17] Cfr. B. Castilla, Consideraciones sobre la antropología ‘varón-mujer’, en las enseñanzas del Beato Josemaría Escrivá in «Romana», Supl. (1997), p.366.

[18] Cfr. S. Josemaría, Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer, 1ª ed.Rialp, Madrid 1968, n.14.

[19]Según oí contar al Prelado del Opus Dei, Monseñor Javier Echevarría, a quién agradezco mucho estos datos.

[20]Juan Pablo II, Carta a las Mujeres, n.3. Cfr. Juan Pablo II, Exhortación Apostólica Christifideles Laici, 1988, n.50.

[21]Juan Pablo II, Carta a las Mujeres, n.3.

[22]Concilio Vaticano II, Decreto Apostolicam actuositatem, 1965, n.9.

[23]A. Del Portillo,Carta 24-I-1990, n.9.

[24] Cfr. Juan Pablo II, Exhortación Apostólica Christifideles Laici,n.51.

[25] Cfr. S. Josemaría, Conversaciones, n.87.

[26]Cfr.A. Del Portillo, Un commento alla Lettera del Santo Padre alle famiglie in «Romana» 18 (1994), p.96.

[27]A. Del Portillo, Entrevista in «Romana» 15 (1992), pp.273-274.

[28]A. Del Portillo, Homilia 14-II-1992, in «Romana» 14 (1992), pp.97-98.

[29] Cfr. Concilio Vaticano II, Const. Pastoral Gaudium et Spes, 1965, n.22.

[30]Juan Pablo II, Carta Apostólica Mulieris dignitatem, 1988, n.5.

[31] Cfr. Juan Pablo II, Mulieris dignitatem, n.11.

[32] F. Delcaux, Santa Maria nos escritos do Beato Josemaría Escrivá, Prumo-Rei dos Livros, Lisboa 1996, p.54.

[33] Azevedo, Missão Cumprida, p.247.

[34]Cfr. C.Di Fazio, Le visite mariane di San Josemaría nella Città Eterna, Iride, Roma 2010.

[35]Del Portillo,Una vida para Dios, p.263.