Citas de "El 2 de octubre de 1928 en el contexto de la historia cultural contemporánea"

El 2 de octubre de 1928 en el contexto de la historia cultural contemporánea

1. Lo que aquí se va a intentar exponer, no es sino la interpretación particular de un hecho de cierta envergadura, desde el exclusivo punto de vista —quizá no esté de más insistir en ello— de quien firma estas líneas. En Surco 612, el Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, Fundador del Opus Dei, ha dejado escrito que «Cuando trabajes en serio por el Señor, tu mayor delicia consistirá en que muchos te hagan la competencia». Es posible que sea legítima la utilización analógica de estas palabras para el caso que nos ocupa: cuantas más personas se cuiden con seriedad y conocimiento de causa, de manera profunda, de todas estas cuestiones, mejor. Las páginas siguientes tan sólo aspiran a prestar un servicio —pequeño o grande, ¡vaya usted a saber!— a cuantos estimen oportuno acercarse a ellas. Pero sin la más remota pretensión de presentar este análisis ni como el único posible, ni como el mejor. En el mismo sentido, la conceptuación —el lenguaje utilizado— es mía. Cabe que algunos la consideren en exceso abstrusa; otros —igualmente, en su derecho— endeble, equívoca, poco precisa, deudora de no se sabe qué pretérito pensador. De antemano se acepta toda crítica. Pero, por el momento, esto es lo que hay.

2. La inmutabilidad de la fe nada tiene que ver con lo que, desde Newman, se suele denominar desarrollo homogéneo del dogma . Con el paso del tiempo, mediante el empleo decidido de la capacidad humana de conocer, puede producirse un avance en la comprensión de los contenidos de la fe, sin que esto suponga variación en lo esencial de lo que se nos ha dicho.

3. SAN JUAN DE LA CRUZ, Subida del Monte Carmelo , libro 2, cap. 22, párr. 3.

4. Cfr. Andrés VÁZQUEZ DE PRADA, El Fundador del Opus Dei. Vida de Josemaría Escrivá de Balaguer , I, ¡Señor, que vea! , Madrid 1997, p. 568.

5. No resultaría difícil apuntalar estas reflexiones con diversidad de citas y referencias. Baste, por ahora, con las tres siguientes: JUAN PABLO II, cons. ap. Ut Sit (cfr. Valentín GÓMEZ IGLESIAS, Antonio VIANA, Jorge MIRAS, prólogo de Amadeo DE FUENMAYOR, El Opus Dei, Prelatura personal . La Constitución Apostólica «Ut sit», Pamplona 2000, pp. 127-129); JUAN PABLO II, Homilía en la beatificación del Beato Josemaría, 17-V-1992 («Romana» 14 [I/VI-1992] 18-23); JUAN PABLO II, Alocución al Congreso teológico de estudio sobre las enseñanzas del Beato Josemaría, 14-X-1993 («Romana» 17 [VII/XII-1993] 261-263).

6. JUAN PABLO II, Veritatis splendor , 97.

7. «[...] el individualismo debe ser considerado como incompatible con un verdadero cristianismo » (JUAN PABLO II, Annunciare Cristo costituisce il culmine della comunicazione , 3-IV-1996).

8. Este compromiso se apoya siempre en la decisión propia, intransferible; en —podría decirse así— conjugar en todo momento la primera persona del singular. Las abundantes observaciones antropológicas que, junto a tantas otras cosas, llenan los escritos del Beato Josemaría, lo hacen presente; posiblemente, no por casualidad. Puede verse, por ejemplo, el punto siguiente de Camino : «Dios mío, te amo, [...]» (423; la cursiva es mía). Es, por supuesto, habitual este enfoque en los hombres y mujeres que, a través de los tiempos, se han esforzado personalmente por amar a Dios: el amor es siempre personal; en primera persona —repitamos. Es también posible encontrar en los escritos de Escrivá de Balaguer insinuaciones nada veladas sobre el sentido de la persona, precisamente en cuanto individuo social: «Necesitas imitar a Jesucristo, y darlo a conocer con tu conducta. No me olvides que Cristo asumió nuestra naturaleza, para introducir a todos los hombres en la vida divina, de modo que —uniéndonos a Él— vivamos individual y socialmente los mandatos del Cielo» ( Forja , 452; las cursivas también son mías).

9. La cultura ha sido definida de mil formas distintas. Una de estas definiciones —que quizá precisara de explicación amplia, para rescatarla un tanto de lo esotérico— bien puede ser la siguiente: «El conjunto de convicciones que conforma a cada uno de los determinados modos que el hombre tiene de autocomprenderse prácticamente y a las formas de comportamiento que se derivan de dichos modos de autocomprensión» (Gonzalo REDONDO, Historia Universal , t. XIII. Las libertades y las democracias , Pamplona 1984, p. 27). Ante el imposible —aquí y ahora— desarrollo detallado de cada uno de estos conceptos, me limito a subrayar uno sólo: la cultura es siempre eminentemente práctica. Es el patrimonio que se recibe y a cuyo incremento se debe contribuir; su recepción consciente y su incremento decidido es lo que permite que el hombre pueda desarrollar su innata condición personal. El conjunto de explicaciones —en el sentido etimológico de la palabra: hacer patente lo escondido, lo no inmediatamente evidente—, de convicciones operativas —que permiten enfrentarse con los problemas de la vida— con el que cada hombre se encuentra y sobre el que, también cada hombre, proyecta su capacidad de comprensión y acierto, o de falta de inteligencia y error; su posibilidad de ampliar el ámbito cultural y perfilar sus contenidos con mayor precisión; o, por el contrario, de enturbiarlo de manera considerable. La cultura es la gran consecuencia de la dimensión social que tenemos los hombres. Junto a esto, hay que añadir que sólo es culto el que procura vivir, hacer realidad en su vida la cultura, aceptando lo que se le brinda para asimilarlo y convertirlo en potenciador de sus acciones, o criticándolo para acceder a niveles superiores, más congruentes con la realidad y —por eso mismo— más eficaces. Quizá esté aquí la explicación de la sorpresa que suelen producir personas, quizá ignorantes de determinados conocimientos positivos, pero profundamente cultas. Y, por supuesto, lo inverso, que es igualmente cierto: hombres que aseguran —y no hay que dudar de ello— que saben todo o casi todo de una determinada cuestión, y que, sin embargo, se conducen como bárbaros —en el sentido vulgar de la palabra—, con incultura auténtica.

10. Son varias las parábolas evangélicas que pueden ser interpretadas en esta perspectiva. Una de ellas, la de los talentos (Matt 25, 14-30): cada hombre recibe unas determinadas capacidades o potencialidades, que son las que deberá intentar actualizar culturalmente, superando la incertidumbre y riesgo de la elección, ya que, sencillamente, no tendrá tiempo a lo largo de su vida para actualizar la totalidad de las potencialidades recibidas. Es inevitable elegir. Y, en consecuencia, hay que procurar elegir bien. En la parábola aludida, el hombre que, por miedo a fracasar, ni elige ni se compromete, es el que recibe el castigo. Para tener completa comprensión de las enseñanzas que entraña, la meditación de la parábola de los talentos se ha de completar con la del hijo pródigo (Lc 15, 11-32). En este caso se nos habla de un hombre que, a diferencia de los dos primeros siervos que recibieron talentos, si se comprometió, eligió mal: malgastó de manera desastrosa todo lo recibido. Hizo así, en apariencia, algo peor que lo del tercer siervo de la parábola primera, pues éste —en definitiva— devolvió cuanto se le había entregado. Pero frente a la soberbia del que nada hace por miedo a incurrir en error, el hijo pródigo supo reconocer el fracaso que había sido su vida. Pidió perdón y su padre le perdonó. Si es importante el compromiso humano, la acción cultural a realizar por cada hombre, más importante aún es mantener —o recuperar, si preciso fuera— la relación filial con Dios. Es posible que sea algo de esto lo que se apunta en Camino , 345: «¡Cultura, cultura! —Bueno: que nadie nos gane a ambicionarla y poseerla. »—Pero la cultura es medio y no fin».

11. Matt 7, 1.

12. Apenas terminada la Guerra Civil española, el Beato Josemaría predicó unos ejercicios espirituales a un grupo de universitarios en el Colegio Mayor Beato Juan de Ribera, en Burjasot. En uno de los pasillos del edificio —que aún conservaba las huellas de la inmediata contienda— colgaba un cartelón con unas palabras —probablemente, de Antonio Machado—: «Cada caminante siga su camino» (cfr. Alfonso MÉNDIZ, «Cada caminante siga su camino». Historia y significado de un lema poético en la vida del Fundador del Opus Dei , «Anuario de Historia de la Iglesia» IX [2000] 741-769). Aquellas palabras gustaron a Josemaría Escrivá que no dejó de usar de ellas en algunas de sus meditaciones y pláticas y también en sus escritos: «Me gusta ese lema: “cada caminante siga su camino”, el que Dios le ha marcado, con fidelidad, con amor, aunque cueste» ( Surco , 231).

13. Un rasgo, entre otros posibles, que hace patente esto, puede ser el siguiente. Es sabido que Pío XI, Papa desde 1922, se propuso un cambio bastante radical en el sentido de la Acción Católica, tal como se venía viviendo desde que el Beato Pío IX la pusiera en marcha, poco antes de la desaparición de los Estados Pontificios, en torno a 1870. Sin entrar por el momento en mayores precisiones (cfr. Gonzalo REDONDO, La Iglesia en la Edad Contemporánea , t. II, Pamplona 1979, pp. 214-237), Pío XI popularizó la definición de la nueva Acción Católica como «participación de los seglares en el apostolado jerárquico». Algo excelente, que tuvo buenos resultados, pero en el que los seglares, en su actividad social, se encontraban por entero subordinados a la jerarquía. Más aún: la posibilidad de que los cristianos actuaran en la sociedad fue entendida como consecuencia exclusiva de un «mandato canónico » que sólo la jerarquía eclesiástica confería. Esta nueva manera de entender la Acción Católica la expuso Pío XI precisamente en torno a la fecha cuyo estudio nos hemos propuesto: 1928. Pues bien, años más tarde el Beato Josemaría declararía lo siguiente: «En 1932 [es decir, por los años en que comenzaba a difundirse la nueva orientación de la Acción Católica], comentando a mis hijos del Opus Dei algunos de los aspectos y consecuencias de la peculiar dignidad y responsabilidad que el Bautismo confiere a las personas, les escribí en un documento: “Hay que rechazar el prejuicio de que los fieles corrientes no pueden hacer más que limitarse a ayudar al clero, en apostolados eclesiásticos. El apostolado de los seglares no tiene por qué ser siempre una simple participación en el apostolado jerárquico: a ellos les compete el deber de hacer apostolado. Y esto no porque reciban una misión canónica, sino porque son parte de la Iglesia; esa misión... la realizan a través de su profesión, de su oficio, de su familia, de sus colegas, de sus amigos”» ( Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer , 21). No había discrepancia alguna respecto al deseo del Papa de una más decidida actividad apostólica de los seglares. No se rechazaba ni lejanamente que, en algunos casos, cuando determinados seglares así lo quisieran, pudieran colaborar de forma decidida y subordinada con la jerarquía. Las palabras del Beato Josemaría apuntaban a otra cosa: la razón de la actividad social de los seglares —de su apostolado— no debía depender únicamente del «mandato canónico», sino de la recepción del sacramento del Bautismo, que había hecho de ellos precisamente fieles católicos: algo estrechamente vinculado con la dignidad de la persona y su llamada a la santidad (cfr. Matt 5, 48).

14. Como es sabido, el núcleo de esta doctrina sería recogido posteriormente por el Concilio Vaticano II (cfr. Álvaro DEL PORTILLO, Mons. Escrivá de Balaguer, testigo de amor a la Iglesia , en Josemaría ESCRIVÁ DE BALAGUER, Amar a la Iglesia , Madrid 1986, pp. 97-123).

15. Cfr. Domingo RAMOS-LISSÓN, El ejemplo de los primeros cristianos en las enseñanzas del Beato Josemaría, «Romana» 29 (VII/XII-1999) 292-307.

16. En la Historia —o en la vida: en definitiva, lo mismo— para intentar solventar cualquier problema, se han de dar dos pasos obligados: determinar, en primer lugar y con la mayor claridad posible, en qué consiste el problema que se nos plantea, qué es lo que pasa o nos pasa; y, después, elegir los medios idóneos que permitan resolver la dificultad. Dos pasos imprescindibles: de nada vale dar uno de ellos, si —a continuación— no se procura dar el otro. En este sentido, se comprende uno de los esfuerzos realizados en plena crisis de la cultura de la Modernidad, en los años de entreguerras, y que no fue sino el intento de escapar del asfixiante control que el Estado ejercía sobre la sociedad, mediante la reconstrucción de los cuerpos naturales —es decir, de la estructuración de la sociedad en distintas conformaciones—, propia de los tiempos medievales. Esto es lo que, en líneas generales, planteó con clarividencia la encíclica Quadragesimo anno (1931). La dificultad —como sucede con no poca frecuencia— habría de suscitarse a la hora de llevar a la práctica la solución teórica; en el momento de arbitrar los medios necesarios para la restauración de una vigorosa vida social. Si no dejaron de percibirse ecos de la llamada solución corporativista en Italia, Alemania o Checoslovaquia, donde se hizo más patente el deseo de poner en práctica la enseñanza del Magisterio fue en las llamadas democracias orgánicas o corporativismos: el Austria de Dollfuss, el Portugal de Salazar, la España de Franco o la Argentina del general Perón. Las consecuencias derivadas de estos diversos intentos fueron, comprensiblemente, muy variadas. Pero, en definitiva, todos acabaron por incurrir en el mismo error: que no fue sino intentar la reconstrucción de los cuerpos naturales sociales mediante la acción de los distintos Estados, olvidando que dichos Estados se habían levantado, habían logrado entrar en el juego de la Historia, precisamente a partir de la aniquilación de los cuerpos naturales . Algo así como esperar que el lobo, tras haberse comido las ovejas, se transformara, de pronto, como por ensalmo, en pastor bueno y recreara —pacífico— el rebaño destruido. Si en la Historia se repiten, una vez y otra, los problemas de fondo, no tienen por qué repetirse las soluciones. No hay que pensar que la única forma de que pueda autoestructurarse una sociedad de hombres libres sea a través de los cuerpos naturales , tal como sucedió en el Medievo. En cualquier caso parece evidente que, de ser así, sólo se conseguiría mediante la reconversión de los Estados —pretendidos impulsores de los cuerpos naturales — en simple autoridad social. Desde el momento en que esto se intentó desde fuertes Estados autoritarios, el corporativismo —por ellos construido— se esfumó apenas dichos Estados se eclipsaron. Fue una respuesta, quizá bien intencionada, pero profundamente errónea en la elección de los medios para ponerla en práctica.

17. No hace falta saber mucha Historia para distinguir todo lo que separó, desde un primer momento, a la Reforma luterana del Cisma anglicano. Bastaría tener presente que, en el caso de Inglaterra, la autoridad civil —aunque lo intentó— nunca llegó a constituirse en un Estado similar a las Monarquías absolutas continentales de los Austrias, en España, o los Borbones, en Francia. En Inglaterra, los intentos de los Estuardos por llegar a ser monarcas absolutos terminaron con la ejecución de Carlos I y la expulsión de Jacobo II, mediante sendas revoluciones sociales. La historia inglesa —y, como derivación, la de los Estados Unidos— presenta diferencias radicales con la de los pueblos continentales europeos y la de los otros muchos que, en el ancho mundo, se han derivado de éstos últimos. Cosa distinta es la cierta convergencia —sólo cierta — que hoy pueda presentarse, en la medida en que se han hecho presentes factores no existentes en los siglos primeros de la Edad Moderna: por ejemplo, el sentido democrático.

18. Las posibles respuestas son muy diversas: el Estado o la sociedad cosmopolita; el orden social, el progreso, la raza o la Nación, etc.

19. No hay que olvidar que, por más que nunca haya sido condenado por la Iglesia el tradicionalismo cultural, que niega —y, en consecuencia, impide— la libertad de acción social de los hombres, sus raíces son comunes con otras actitudes —tradicionalismos filosófico o teológico— que sí han sido rechazados de manera plena por el Magisterio de la Iglesia católica.

20. De estas cuestiones me he ocupado, con alguna extensión, en otros lugares: cfr. Gonzalo REDONDO, Historia Universal , t. XIII..., op. cit. , pp. 15-84; e Historia de la Iglesia en España (1931- 1939), t. I, La II República (1931-1936) , Madrid 1993, pp. 15-127.

21. Por la lentitud ya tan aludida de la Historia y la similitud de las cuestiones que se presentan a todos los hombres y que han de ser resueltas en los momentos críticos de sus vidas, no extrañará que se evoque una enseñanza de San Gregorio Nacianceno, un hombre que tuvo que hacer frente desde su fe cristiana a la crisis del mundo de la Antigüedad, buscando salvar lo salvable de la cultura clásica. En una frase escueta, San Gregorio dice así: «[...] la fe es la plenitud de nuestra razón» ( Discurso teológico , 29, 3, 21).

22. «Se repite la escena, como con los convidados de la parábola. Unos, miedo; otros, ocupaciones; bastantes..., cuentos, excusas tontas. »Se resisten. Así les va: hastiados, hechos un lío, sin ganas de nada, aburridos, amargados. ¡Con lo fácil que es aceptar la divina invitación de cada momento, y vivir alegre y feliz!» ( Surco, 67).

23. Cfr. Matt 5, 13-16; 13, 33.

24. Gn 2, 15.

25. En el libro de Job (7, 1) puede leerse: « Militia est vita hominis super terram ». Unas palabras que el Beato Josemaría glosaría así: «Que la vida del hombre sobre la tierra es milicia, lo dijo Job hace muchos siglos. »—Todavía hay comodones que no se han enterado» ( Camino, 306).

26. Camino, 79.

27. «Mi Padre sigue obrando todavía, y por eso obro yo también» (Ioann 5, 17).

28. «[...] los bendijo Dios [a Adán y Eva], diciéndoles: “Procread y multiplicaos, y henchid la tierra; sometedla y dominad sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo y sobre los ganados y sobre todo cuanto vive y se mueve sobre la tierra”» (Gn 1, 28).

29. Via Crucis XI, 4.

30. «Al que pueda ser sabio no le perdonamos que no lo sea» ( Camino, 332).

31. El carácter sintético de estas líneas obliga a fastidiosas simplificaciones. No se desconoce en modo alguno que, durante buena parte de los siglos de la Modernidad, pudo entenderse el progreso como consecuencia del desarrollo o despliegue del espíritu humano. En este sentido, el estricto progreso material, en la misma medida en que se fue dando, se comprendió como punto de apoyo, muy conveniente, que garantizaba —y, de algún modo, incluso probaba— tal desarrollo y despliegue.

Pero —quizá sea innecesario insistir en ello— se trató de la intelección de un espíritu humano como radicalmente inmanente, cerrado a toda transcendencia, salvo por la vía caliginosa del sentimentalismo. Y no se tardaría en admitir, en la práctica, que el hombre no era más que materia, una vez que la pretendida espiritualidad quedó reducida a simple epifenómeno material. Tal es, en amplios círculos, la situación actual. A pesar de que, de una u otra forma, puedan persistir confusos ramalazos sentimentales.

32. No hay que olvidar que, durante los últimos siglos, ha predominado —al menos en la Europa continental y en los países culturalmente dependientes de ella— una historiografía predominantemente estatista , incluso convencida con sinceridad de que la aparición del Estado moderno había supuesto un avance decisivo, al permitir la superación del tan pregonado caos medieval . Unas afirmaciones tajantes que cada día se expresan de forma más y más matizada.

33. Aunque sea caer una vez más en un cierto juego de palabras, quizá no resulte inexacto afirmar que el Estado moderno es siempre Estado confesional . Y no meramente en sentido religioso, sino porque lo que se propone es imponer una determinada manera —una confesión — de orientar al hombre y a su actividad. No quiere decir esto que entre los incontables y fervorosos servidores del Estado moderno, no puedan darse hombres y mujeres llenos del mejor deseo de contribuir a mejorar todo tipo de situaciones.

34. Consecuente con este modo de entender las cosas, el actual prelado del Opus Dei lo expresa así: «La Prelatura es una institución que pertenece a la estructura jerárquica de la Iglesia. Su misión es, de una parte, la atención pastoral específica de sus miembros; es decir, de todas aquellas personas que —por una particular vocación divina— se han propuesto empeñar su vida en la búsqueda de la santidad en el trabajo ordinario, según el espíritu del Opus Dei, sin cambiar de ocupación ni de estado. De otra parte, es misión de la Prelatura del Opus Dei difundir en todos los ambientes de la sociedad la llamada universal a la santidad y al apostolado, principalmente en el trabajo profesional y en las demás circunstancias ordinarias del cristiano» (Javier ECHEVARRÍA, Qué es la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz , «Palabra» 337 [III-1993] 174).

35. Cfr. 1 Pe 3, 15.

36. Cfr. el testimonio personal del Beato Josemaría, sobre estos dos momentos, en Álvaro DEL PORTILLO, Entrevista sobre el Fundador del Opus Dei . Realizada por Cesare CAVALLERI, Madrid 1992, pp. 190-191.

37. Cfr. Andrés VÁZQUEZ DE PRADA, El Fundador..., op. cit.

38. Álvaro DEL PORTILLO, Carta , 1-VII-1991, p. 3.

39. Conversaciones, 1.

40. Esta misma llamada a la fidelidad se presenta en las palabras de Álvaro del Portillo, buen conocedor del pensar y sentir de Josemaría Escrivá: «Respecto al porvenir, le repetiré que lo verdaderamente importante es mantener la fidelidad al espíritu fundacional del Opus Dei, la vibración apostólica, el afán de tratar a Dios y su Madre Santísima, la generosa dedicación personal —con sacrificio— al servicio de los demás; y, ¿por qué no?, la audacia en el planear y ejecutar las obras de apostolado, sin detenerse ante las dificultades, que nunca faltarán, y sin atribuir mucha importancia a las habladurías. Del resto —de enviarnos las personas dispuestas a poner el hombro, para servir a la Iglesia y a las almas— se encargará, como hasta ahora, el Señor» (Álvaro DEL PORTILLO, El Opus Dei, Prelatura Personal , Madrid 1983, pp. 46-47).

41. El fideísmo intenta eludir el uso de la razón porque es arriesgado, difícil, exigente y —en última instancia— no elimina de forma absoluta la posibilidad de error. El fideísta quiere tener seguridad plena de lo que ha de hacer. Por eso, a la vez que rechaza ocuparse de las cuestiones decisivas —las cuestiones que el mismo Dios exige del hombre, pues le sabe capaz de resolverlas y le quiere libre para hacerlo—, se aboca a conseguir evidencias en el mero orden científico práctico. A nadie se le ocurre negar que las cosas son difíciles: ahí está la experiencia propia o, en cualquier caso, siempre se puede escuchar al Qohelet (1, 8: cunctae res difficiles ). Aunque un fideísta admita —crea, a su modo de ver— el fondo de lo que la fe le muestra, en la práctica se conduce como si existieran —tentación viejísima— dos órdenes distintos de verdad: las verdades de fe —que se limita a aceptar, sin utilizar la razón para penetrar en su sentido, para captar las exigencias que comportan, pero que, muy especialmente, sugieren todas las posibilidades que se abren ante el hombre— y las de razón, abordadas con aparente seguridad a través de la experimentación científica positiva.

42. El tradicionalismo implica una curiosa alergia al empleo de la razón humana, cuyo uso personal se busca sustituir por algo así como «a mí lo que me digan». Es grave postura. Por un lado, las cosas —bastantes más de las que se piensa— se pueden entender, aunque sin duda suponga esfuerzo y tiempo. Por otro, el tradicionalismo supone una considerable carga sentimental. En la práctica, resulta inevitable observar que el «a mí lo que me digan...» se prolonga con cierta frecuencia con un «...en la medida en que parezca bien, me agrade o permita mi triunfo particular».

43. Un ejemplo entre mil: por más que se haya logrado evitar, mediante métodos rigurosamente científicos, la brutalidad de los abortos, el aborto sigue siendo el asesinato de un inocente. Otro ejemplo: aunque la guerra se presente como algo también rigurosamente científico o programado, sigue siendo una barbaridad innegable. Un ejemplo más: por sofisticados que sean los métodos utilizados para saquear un banco, seguimos estando ante un robo. Etc.

44. La pintoresca convicción de tantos progresistas décimonónicos —y también de algunos actuales, por supuesto— de que bastarían no más de dos o tres generaciones de estudiosos para que el hombre conociera todo y pudiera tomar tranquila posesión de ello, no merece ni siquiera la molestia de una leve crítica.

45. «En aquella primera hora, a poco de nacer el Opus Dei, el Fundador se hallaba todavía sin experiencia de los pasos concretos que convenía dar. Estaba al frente de una gran empresa divina, que, aunque bien definida en cuanto a su origen, medios y fines sobrenaturales, carecía del soporte material de sus apostolados. Tenía aún por fijar sus modos característicos de actuación y tenía pendiente la labor de formación de sus miembros. Esa tarea de desarrollo inicial consistía, por parte del Fundador, en un ejercicio de tanteo y de aproximación, igual que hace una criatura al dar sus primeros pasos: [...]» (Andrés VÁZQUEZ DE PRADA, El Fundador ..., op. cit. , p. 582; la negrita es mía).

46. Los escritos del Beato Josemaría son en este punto de claridad deslumbrante. Sin intento de exhaustividad, basta fijarse en palabras como las siguientes: «Grande y hermosa es la misión de servir que nos confió el Divino Maestro. —Por eso, este buen espíritu —¡gran señorío!— se compagina perfectamente con el amor a la libertad, que ha de impregnar el trabajo de los cristianos» ( Forja , 144). El profundo aprecio de la libertad personal le llevaba a hacer suya la defensa de la libertad de todos: «Necesitas formación, porque has de tener un hondo sentido de responsabilidad, que promueva y anime la actuación de los católicos en la vida pública, con el respeto debido a la libertad de cada uno, y recordando a todos que han de ser coherentes con su fe» ( Forja, 712). Era, en definitiva, en la Sagrada Escritura donde encontraba la raíz última del pluralismo de la acción cultural: «La maravilla de la Pentecostés es la consagración de todos los caminos: nunca puede entenderse como monopolio ni como estimación de uno solo en detrimento de otros. »Pentecostés es indefinida variedad de lenguas, de métodos, de formas de encuentro con Dios: no uniformidad violenta» ( Surco , 226). Al percibir, sin embargo, los equívocos que en la práctica suscita la utilización de la palabra adecuada — libertad —, matizó atento su modo de entender las cosas: «Libertad de conciencia: ¡no! —Cuántos males ha traído a los pueblos y a las personas este lamentable error, que permite actuar en contra de los propios dictados íntimos. »Libertad “de las conciencias”, sí: que significa el deber de seguir ese imperativo interior..., ¡ah, pero después de haber recibido una seria formación!» ( Surco, 389).

47. Unas palabras del Beato Josemaría expresan de forma muy precisa esta reclamación: «¡Comprometido! ¡Cómo me gusta esta palabra! —Los hijos de Dios nos obligamos —libremente— a vivir dedicados al Señor, con el empeño de que Él domine, de modo soberano y completo, en nuestras vidas » ( Forja , 855).

48. Cfr. Matt 5, 1-12.

49. «¡Que no, hijos míos! Que no puede haber una doble vida, que no podemos ser como esquizofrénicos, si queremos ser cristianos; que hay una única vida, hecha de carne y espíritu, y ésa es la que tiene que ser —en el alma y el cuerpo— santa y llena de Dios: a ese Dios invisible, lo encontraremos en las cosas más visibles y materiales. »No hay otro camino, hijos míos: o sabemos encontrar en nuestra vida ordinaria al Señor, o no lo encontraremos nunca. Por eso puedo deciros que necesita nuestra época devolver —a la materia y a las situaciones que parecen más vulgares— su noble y original sentido, ponerlas al servicio del Reino de Dios, espiritualizarlas, haciendo de ellas medio y ocasión de nuestro encuentro continuo con Jesucristo. »El auténtico sentido cristiano —que profesa la resurrección de toda carne— se enfrentó siempre, como es lógico, con la desencarnación , sin temor a ser juzgado de materialismo. Es lícito, por tanto, hablar de un materialismo cristiano , que se opone audazmente a los materialismos cerrados al espíritu » ( Conversaciones, 114-115).

50. Matt 6, 33.

51. Matt 25, 21.

Gonzalo Redondo