La fe a los 20 (8): Una gracia que te cambia la vida

¿Hay alguna historia de amor que pueda prescindir del perdón? El perdón hay que darlo y recibirlo. Matilde, una universitaria de París, cuenta en este vídeo que cada confesión es regresar a Dios y dejarse abrazar.

Año de la Fe: Hoja con preguntas y textos para profundizar en el tema propuesto por el vídeo.

Vivir mi fe es vivir verdaderamente junto a Él todos los días. Cristo para mí es una persona con la cual verdaderamente tengo una relación muy personal. Paso con Él varios momentos a lo largo del día, a lo largo de toda mi vida, y así vivo mi fe en la vida diaria con una persona y no con una idea o con un libro.

Yo me confieso porque Dios mismo lo desea. Yo lo he ofendido y, en general, cuando ofendemos a alguien debemos pedirle perdón. La confesión ayuda a darnos cuenta de que lo hemos ofendido y de que verdaderamente hemos sido perdonados.

Para amar a Dios hacemos uso de la voluntad y de la libertad. Cuando salgo de la confesión siempre me pasa que salgo muy, muy contenta. Sé que probablemente volveré a caer, que tendré recaídas. Porque, por supuesto, no voy a cambiar de golpe completamente. Por eso tengo que recomenzar siempre y es para mí es una verdadera prueba de amor de Cristo.

En pocas palabras, voy a la confesión porque lo amo, por eso vuelvo y, al volver, a menudo me doy cuenta de que voy haciendo progresos, de que hay avances, y es importante ver que hay resultados si nos confesamos frecuentemente.

También, cuando salimos de la confesión, estamos llenos de la gracia de Dios y es esa gracia la que te cambia la vida. Nos sentimos bien, más felices, porque nos damos cuenta de que Dios nos ama.

Nos acaba de perdonar y eso hace que le tengamos más amor todavía. Nos hemos despojado de esas pequeñas cosas que no van, que nos complican la vida. Y no pasa nada. Sabemos que tenemos defectos. Recomenzamos, y es como volver a despegar, y generalmente cuando hacemos un nuevo despegue somos muy felices.

En este Sacramento maravilloso, el Señor limpia tu alma, y te inunda de alegría y de fuerza para no desmayar en tu pelea, y para retornar sin cansancio a Dios, aun cuando todo te parezca oscuro. San Josemaría, Amigos de Dios, n. 214