20 segundos: una bonza budista

Historia recogida en el libro "Los cerezos en flor", de José Miguel Cejas (Rialp, 2013)

La máxima victoria es la que se gana sobre uno mismo.

Buda

No estábamos preparados. No hubo ningún temblor previo hasta que a las 5.46 de la madrugada del 17 de enero de 1995 comenzó, de repente, el terremoto que destruyó, en sólo veinte segundos, gran parte de Ashiya, mi ciudad.

El epicentro estaba a pocos kilómetros, en la isla Awaji, en el mar interior de Seto. Sólo en Ashiya murieron cuatrocientas personas y hubo muchísimos heridos. La cifra oficial de muertos fue de 6.434; la mayoría de Kobe, una ciudad cercana. Algunos muros de mi templo -soy bonza budista- se derrumbaron, pero gran parte de la estructura, afortunadamente, quedó en pie.

Tras los primeros momentos de pánico, nos quedamos anonadados. Estábamos sin agua, sin luz y prácticamente sin nada. Tomamos consciencia de nuestra fragilidad de forma pavorosa. Aquella experiencia terrible nos hizo constatar, una vez más, la impotencia del hombre ante las fuerzas desatadas de la naturaleza.

Teruko Uehara fue alumna de Seido Langague Institute, la primera obra corporativa del Opus Dei en Japón.

Caímos en una especie de shock colectivo; y no sólo se derrumbaron las casas y los muros: se desplomaron también las barreras que habíamos alzado entre nosotros durante años, en el fondo de nuestro corazón. La desgracia nos igualó. Ya no había ricos ni pobres. Todos éramos personas sin hogar y comenzamos a ayudarnos como hermanos, sin distinción de origen o religión.

En cuanto dije que las puertas del templo estaban abiertas para todo el que quisiera, comenzó a llegar una riada de gente en busca de refugio: hombres y mujeres, algunas de ellas embarazadas; jóvenes, niños y ancianos; personas discapacitadas... Y formamos entre todos una gran familia unida por el dolor.

Se crearon entre nosotros unos lazos muy fuertes. Porque el hombre no es un simple animal: tiene un alma espiritual y aquella tragedia hizo que nuestras almas se consolasen y fortaleciesen entre sí. Muchos descubrieron que hay valores perennes que no dependen del tiempo, el lugar o las circunstancias. En la vida cotidiana tendemos a valorar al más rico, al más favorecido físicamente, al más sano… y olvidamos lo que dicen los grandes libros, ya sea la Biblia o las enseñanzas del Budismo.

Al principio tuve que organizar la preparación de comidas y cenas para centenares de personas. Poco a poco, durante las semanas siguientes, muchos fueron encontrando alojamiento en otras ciudades o en casa de unos familiares; pero quedaron unas setenta personas que no tenían a dónde ir y estuvieron alojadas en mi templo durante medio año.

En cuanto pude, organicé puestos de ayuda y establecí pautas claras de funcionamiento. Para los japoneses las pautas son muy necesarias, porque tenemos un gran sentido del trabajo en equipo y agradecemos que nos den directrices concretas, con las que cada uno sepa lo que debe hacer.

Escribí en un gran cartel, junto a la entrada del templo, una máxima budista: los obstáculos son nuestros mejores maestros. Esas palabras nos sirvieron de estímulo durante aquel terrible y larguísimo invierno.

Al principio no sabía cómo resolver una necesidad muy importante para nosotros: el baño. Quizá, en otras culturas, esto no resulte tan decisivo; pero en la nuestra, sí; además, pensé que el hecho de retomar esa costumbre nos facilitaría el regreso a la normalidad. Logré hacerme con varios recipientes grandes, con forma de tambor, de ésos que suelen utilizarse para transportar queroseno, y los llenamos de agua caliente. Gracias a eso, pudimos tomar el baño todos los días.

'Y comenzamos a ayudarnos mutuamente, como hermanos, sin distinción de raza, de religión'

Teníamos que encender unas grandes hogueras para calentar el agua y eso, aunque resultaba costoso, nos sirvió para unirnos aún más, porque allí, junto al fuego, empezamos a hablar, a cantar y a hacer planes de futuro. Y fue renaciendo la esperanza, purificada por el dolor de la tragedia.

Antes de aquel desastre muchos pensaban que los templos son edificios inútiles, porque son lugares donde no se fabrica nada productivo: automóviles, teléfonos, chips para ordenadores… Descubrieron entonces que las realidades espirituales son más importantes que las simples cosas. La desgracia hizo que muchos se preguntaran por el sentido de su vida y comenzaran a valorar el tesoro de la adversidad. En estas situaciones el hombre toma conciencia de su fragilidad, y empieza a mirar de otra forma tantas cosas materiales superfluas que hasta aquel momento parecen imprescindibles.

Tras el terremoto sucedió lo mismo que cuando nos comunicaron la muerte del emperador: la ciudad entera enmudeció. Ashiya quedó sumida en un silencio angustioso y tenso, con cientos de personas que vagaban entre las ruinas, mirando al vacío y llorando interiormente por los que habían perdido. Algunos eran los únicos supervivientes de sus familias.

Al ver aquello, decidí organizar conciertos de música que nos sirvieran para unirnos y respirar juntos, porque la música estimula y ayuda a mirar a lo Alto. Recuerdo con qué emoción escuchaba yo, cuando estuve en Europa, el canto gregoriano de los monasterios…

Aquel viaje me sirvió para conocer el catolicismo, religión por la que tengo gran respeto, lo mismo que por la figura del Papa. He leído varios textos de Juan Pablo II y de Benedicto XVI, que me reconfortan. No importa que sean de otra religión: pienso que todas las personas de buena voluntad debemos colaborar juntos para hacer el bien, tendiendo puentes por encima de lo que nos separa.

Yo estudié en Seido, lo mismo que mis dos hijas; es un centro abierto a todo tipo de personas: creyentes y no creyentes, budistas y cristianos. Hice muy buenos amigos allí y durante el terremoto procuré ayudarles en lo que pude. Cuando hablo con personas del Opus Dei coincido en muchos puntos, aunque ellos sean católicos y yo budista. Por ejemplo, estamos de acuerdo en que el hombre debe abandonarse en las manos del Ser Supremo. No hay otro camino. Cuando se vive así, la existencia se convierte en una bendición y en un regalo.

Hay un gesto común en muchas religiones: juntamos las manos para rezar, en signo de acción de gracias. Pero después de juntar las manos hay que abrirlas generosamente para ayudar a los demás.

Los japoneses tenemos una larga experiencia de catástrofes y somos solidarios con las personas que han sufrido un terremoto, un tifón o un tsunami. Pero no se trata de ayudar a los otros sólo cuando les sucede algo terrible, sino de vivir habitualmente para los demás.

En estos momentos, a pesar de la crisis económica, seguimos gozando de una gran riqueza material y sufriendo las consecuencias de una inmensa pobreza espiritual. No siempre fue así, y pienso que las personas de mi generación –los que tenemos ahora entre cincuenta y sesenta años- somos los responsables de lo que sucede. Tras la segunda guerra mundial olvidamos muchos de nuestros valores espirituales y emprendimos una carrera alocada en busca del éxito, la productividad y el consumo. Se desató un espíritu de competición desaforado y de trabajo sin límite; y durante esa carrera, que todavía continúa, muchos están perdiendo su alma.

Templo budista Taisanji, en Kobe

Sin embargo, a pesar de ese materialismo que parece dominarlo todo, en el corazón de los japoneses sigue latiendo el deseo de lo espiritual. El terremoto lo dejó al descubierto y muchas personas, que se negaban a creer en un Ser Superior, al verse en aquella situación se plantearon por primera vez las grandes preguntas: ¿quién soy? ¿Dónde se encuentra la verdadera felicidad? Ése es el problema de no creer en un Ser Superior: acabas creyéndote tú ese ser superior, y te consideras tan autosuficiente y autónomo que no necesitas ayuda  de nadie…

Las catástrofes nos devuelven a la realidad y nos ayudan a mejorar, porque, como recuerdan los antiguos maestros budistas, los obstáculos son nuestros mejores maestros.

Teruko Uehara

Teruko Uehara es bonza del templo budista de Ashiya