Un recuerdo vivo y vibrante

Biografía de MONTSE GRASSES. SIN MIEDO A LA VIDA, SIN MIEDO A LA MUERTE. (1941-1959) por José Miguel Cejas. EDICIONES RIALP MADRID

Murió y vivió, "sin espectáculo", como escribe una de sus mejores amigas, Ana María Suriol. Ese fue su mensaje: en definitiva, el mensaje del Opus Dei, que Montse supo encarnar y hacer vida de su vida, con plena fidelidad al espíritu del Fundador, por el que tanto rezó, y por cuya persona e intenciones ofreció tantas mortificaciones. Un mensaje que podría resumirse así: Dios espera que nos hagamos santos en la vida corriente, en el trabajo de todos los días, sin llamar la atención. Y eso debemos -y podemos- hacerlo todos, como ella. Por su mismo camino: el de las cosas pequeñas.

Durante los más de treinta años que han transcurrido desde su fallecimiento, miles de personas se han hecho eco de ese mensaje a través de su figura. Tras su fallecimiento se difundió su fama de santidad y comenzaron a llegar a la sede de la Vicepostulación de Barcelona miles de cartas procedentes de todo el mundo relatando favores obtenidos gracias a su intercesión. Muchas provienen de enfermos. Esto no extrañó a quienes la conocieron durante la última época de su vida. María Teresa González Garay, una de las mujeres del Opus Dei que la atendían, recuerda que un día le pidieron a Montse que rezara por una persona enferma. Montse les dijo, con una fuerza especial, que quería mucho a los enfermos y se sentía muy unida con ellos por su mismo dolor.

Pero, ¿qué hizo Montse de extraordinario? ¿Cuál fue su "diferencia" con las otras chicas de su ambiente y de su tiempo? José María Pemán daba la respuesta: lo extraordinario en la vida de Montse fue su amor a Dios. En la normalidad de lo cotidiano, supo encontrar a Jesús y enamorarse locamente de El. Esa fue "su" diferencia.

Esa fue su gran diferencia y su gran paradoja: sin diferenciarse aparentemente nada de las demás, supo amar a Dios con toda el alma en lo de todos los días, en lo más escondido, en lo más pequeño. Y así, casi sin que nadie se diese cuenta, fue haciendo de su vida un dibujo maravilloso compuesto de "pequeñas cosas", bordadas humildemente, al filo de cada día, con el hilo del Amor. Llegó a la santidad por "el camino seguro" del que hablaba el Fundador del Opus Dei: "por la humillación, hasta la Cruz; desde la Cruz, con Cristo a la Gloria inmortal del Padre".

Este fue el mensaje de Montse: un mensaje profundamente actual, porque existe cierto paganismo contemporáneo que -como escribía Mons. Alvaro del Portillo, actual Prelado del Opus Dei- "se caracteriza por la búsqueda de bienestar material a cualquier coste, y por el correspondiente olvido -mejor sería decir miedo, auténtico pavor- de todo lo que pueda causar sufrimiento. Con esta perspectiva, palabras como Dios, pecado, cruz, mortificación, vida eterna..., resultan incomprensibles para gran cantidad de personas, que desconocen su significado y su contenido".

Toda la vida de Montse -tan atractiva por sus gustos, por sus aficiones, por su talante humano-, fue una profundización amorosa en el misterio de la Cruz; un encuentro con Dios en esas menudencias caseras, casi intrascendentes de la vida cotidiana, en las que rebosa -como recordaba el Beato Josemaría Escrivá- toda la trascendencia de Dios si se hacen cara a El.

Toda la vida de Montse rezuma sencillez: en su modo de vestir, de hablar, y de hacer apostolado. Y también en el modo de mortificarse. Es cierto que había metido debajo del colchón un postigo, para poner en el descanso la sal de la mortificación. En los Artículos y Posiciones de su Proceso se lee que todos los días, excepto los festivos, llevaba un cilicio durante varias horas y usaba las disciplinas semanalmente. Vivió la mortificación corporal, como tantos hombres y mujeres santos. Pero donde Montse se mortificó fundamentalmente -y eso es lo propio del espíritu del Opus Dei- fue en lo pequeño.

A esas "mortificaciones pequeñas" se les suele dar poca importancia, quizá por la propensión humana hacia lo aparatoso, por cierta tendencia a considerar la lucha por la santidad de un modo un tanto "operístico", cinematográfico casi. Por esa razón, sonreír cuando no apetece, entregarle a Dios una pequeña ilusión o cambiar de planes sin hacer un drama, parecen eso: menudencias. Se olvida que nuestra vida está tejida con miles de menudencias. Y que precisamente en esas menudencias -callar, sonreír, aunque cueste- nos espera Dios.

Todo en Montse fue obra de la gracia. Su madre se asombraba de su cambio de carácter a lo largo de su enfermedad y de su afabilidad creciente, cuando ella era de un natural vivo y fuerte. "Mamá -explicaba-, es que tú no sabes cómo estoy por dentro". No es que hubiera cambiado de carácter de la noche a la mañana; sino que luchaba, con victorias y derrotas, por amor, por cambiarlo, con una confianza plena en la gracia de Dios.

Montse es llamativamente "cercana". Profundamente "imitable". Sorprendentemente "actual". Como tantos jóvenes de nuestro tiempo, amó profundamente la vida, el deporte, la música, el teatro.... y sufrió al ver llegar la muerte en plena juventud; si no, ¿qué mérito hubiese tenido su aceptación rendida de la Voluntad de Dios? Pero luego, se ilusionó con fuerza con la esperanza del Cielo. Tuvo un carácter muy atractivo: espontáneo, divertido, simpático, fuerte. Y luchó siempre, hasta el último momento, por dominar sus "prontos" de mal genio. Si no hubiese habido esa lucha, ¿a qué asombrarse por aquella sonrisa permanente? Esa sonrisa hubiese sido un simple fruto del buen carácter, no de una caridad heroica y de una identificación progresiva con Cristo. Y como a tantos jóvenes de nuestra época, llevar una vida cristiana le supuso esfuerzo. Si no, ¿dónde estaría su santidad?

Su santidad estuvo en el amor. Luchó por amar a Dios, día tras día, sin desfallecer, sonriendo, a la hora de la alegría y a la hora del dolor.

Ese fue su mensaje: recordarnos a todos, con su vida sencilla, que es posible, de verdad, aquí, ahora, ser santos en el humilde escenario de nuestra vida.