Cuando rezaba

Biografía de MONTSE GRASSES. SIN MIEDO A LA VIDA, SIN MIEDO A LA MUERTE. (1941-1959) por José Miguel Cejas. EDICIONES RIALP MADRID

"Cuando hacíamos la oración juntas, estando ella en cama -cuenta Carmen Salgado- me impresionaba verla; no hacía nada extraño, pero reflejaba algo especial".

Rosa advertía ese mismo "no sé qué". "Me llegaba al alma -cuenta- cuando rezaba. Cuando rezaba, era como, como... yo no sé cómo rezarán los santos, pero aquello para mí era como ver rezar a un santo. Porque en medio de un ataque de dolor horroroso, me decía de repente: 'Rosa, vamos a hacer la oración'. Y durante la media hora de oración, mientras yo le leía algún libro espiritual, estaba como... no sé... yo tenía la sensación de que estaba muy cerca, muy cerca del Señor. No sé cómo explicarlo. A mí me impresionaba..."

"Yo no podía comprender cómo podía estar tan quieta, tan devota, sufriendo tanto dolor... Y así, cada día más. A lo largo de la enfermedad la vi unirse con el Señor minuto a minuto. Fue un cambio tan rápido, tan profundo, que un día le pregunté:

-Montse, ¿tú eres la misma de siempre, verdad?

Entonces me contesto que sí; pero que sentía la inminencia del Cielo y aquello la espoleaba a luchar...

Me asombraba ver cómo se había identificado totalmente con la Voluntad de Dios: me decía constantemente que todo lo que Dios nos envía había que aceptarlo como venido de su mano. Y ella se dejaba llevar de la mano de Dios. Me estaba enseñando con su propia vida lo que nos decía nuestro Fundador: que tener la Cruz es encontrar la felicidad y la alegría; es identificarse con Cristo, ser Cristo, y por eso, ser hijo de Dios. '¿Y qué puede temer un hijo, si sabe que su Padre es Dios?'"

"Era muy agradecida. Y el día que me despedí de ella me dio las gracias por todo; me aseguró que en el Cielo rezaría especialmente por mí, para que continuara siendo feliz; y me dijo unas cosas tan bonitas, tan bonitas, que no las olvidaré nunca..."

"Al final, en las dos últimas semanas, me dijeron que estaba muy agotada y que era mejor que no fuera a verla. Querían que descansara en aquellos últimos días, tan dolorosos..."

Tuvieron que reducir el número de visitas porque durante aquellas últimas semanas se habían sucedido sin cesar las visitas de sus amigas. "Cuando oíamos el ascensor -recuerda su madre- nos quedábamos en suspenso, y respirábamos aliviadas cuando no llamaban a nuestra puerta... En nuestro mismo rellano vivía un médico, que recibía visitas tres veces por semana; y al oír pasos decíamos: 'Hoy tiene visita el Doctor Sáenz'. Pero fallábamos muchas veces; y la habitación se llenaba de amigas. Montse, aunque estuviera rendida, las recibía siempre con una sonrisa; y aunque le costaba mucho hablar, intentaba decirles siempre algo que las acercara a Dios. Pero al final, cuando se iban, le cambiaba el gesto, se quedaba desfallecida; y me decía:

-No podía más, mamá. No podía...

Yo intentaba que no las recibiera a todas. Pero ella nunca tuvo un no... Un día vinieron a verla dos amigas y me dijeron:

-No le diga que estamos aquí. Dígale sólo que hemos telefoneado para ver si podíamos venir.

Yo preferí decírselo con toda claridad.

-Montse, han venido dos chicas que quieren verte. Ellas creen que tú no sabes que están aquí, así que dime con toda libertad, Montsina. ¿Te apetece que entren un ratito? Si no te apetece, no las recibas...

-Mamá -me contestó-, no estamos aquí para hacer lo que nos apetezca; que pasen".

Aunque la vida se le iba, esas visitas se desarrollaban siempre en un clima de serenidad y de alegría: "Todas las personas que iban a verle durante su enfermedad -comenta Montse Amat- salían impresionadas. Una de sus amigas comentaba: 'Cuando yo iba, salía siempre con paz y con deseos de ser mejor, nunca con tristeza'". Ya lo decía una amiga de su madre, Montserrat Raventós: "es que visitar a Montse, hace mucho bien".

Muchas veces empezaba a rezar y se dormía, rendida por el dolor. "De repente, se despertaba un poco y decía a su acompañante: '¿Por qué no me llamas? ¿No ves que no he terminado aún la oración?' Para tranquilizarla le decían que no se preocupase, que ofreciera aquella contrariedad y eso le valdría como oración. Y contestaba (...):

-Bueno, así todo el día estoy haciendo oración, porque lo ofrezco todo. Pero yo quiero cumplir el plan de vida".

-"La oración, sabes -le comentaba a Lía-, se me hace pesada; no puedo coordinar ideas; quiero, pero estoy tan tonta..."

-"No te preocupes, Montse. La oración más agradable a Dios es precisamente el ofrecimiento gustoso de tus sufrimientos. Acuérdate de ese punto de 'Camino': 'Para un apóstol moderno una hora de estudio es una hora de oración'. Y a ti el Padre te diría seguramente que una hora de sufrimiento es una hora de oración".

-"Sí. Es cierto -dijo con tono algo triste-. Es lo único que le puedo ofrecer..."

-"Pero Montse, ¿no crees en el valor del sufrimiento?"

-"Sí, pero es tan poco... Pero así es nuestra vida: irnos entregando como nos dice el Padre, exprimidos como un limón..."

"En esos últimos días -cuenta Montse Amat- estuve mucho con ella porque Lía y yo nos alternábamos para cuidarla durante la noche". A Montse Amat le impresionó el vivo interés de Montse por hacer las prácticas de piedad de su plan de vida cristiana: "Cuando ya no sabías qué hacerle, te preguntaba con gran paz:

-Oye, y si hiciéramos una norma de piedad, ¿qué tal?"

Estaba preocupada por las que se quedaban a cuidarla durante la noche: "Nos preguntaba siempre -cuenta una de las que la acompañaban- si pasábamos frío, y nos decía que tomáramos algo... A veces la oía susurrar en voz baja. '¿Quieres algo, Montse?', le preguntaba.

-No -me contestaba-. Estoy diciendo jaculatorias..."

Recuerda Montse Amat que uno de aquellos días comenzaron a rezar el Rosario: "Yo, viendo cómo se encontraba, le pregunté si se encontraba con fuerzas para rezarlo, y ella me dijo: 'sí, sí, quiero rezarlo'. Montse rezaba en silencio y cada vez que terminaba un avemaría, me hacía una señal para que yo pudiese continuar".

Le costaba cada vez más sostener una conversación prolongada; pero si por cualquier causa debía quitarse el anillo -aquel anillo que le recordaba que debía ser fiel a Dios dentro del Opus Dei- extendía la mano para que se lo pusieran. Y si el crucifijo -el crucifijo que le había regalado el Fundador- se perdía entre los pliegues de las sábanas, lo buscaba hasta encontrarlo y lo besaba con cariño. A veces, cuando subía las sábanas, sólo usaba dos dedos -era un gesto característico suyo- porque tenía el crucifijo en la mano... "Lo quiero tener cerquita -le comentó a Lía-; por las noches es cuando más lo necesito".

"Una noche, después de hacer el examen de conciencia -cuenta una-, al cabo de un rato alargó la mano buscando algo. Yo le pregunté qué quería. Me indicó que se nos había olvidado el agua bendita'. Tenía la costumbre de rociar la cama con este sacramental, invocando a Dios para que la protegiese durante la noche". Esta es una de las devociones seculares del pueblo cristiano que viven los miembros del Opus Dei, y que ha sido recomendada por muchos santos, entre ellos Santa Teresa, que decía que "de ninguna cosa huyen más los demonios para no tornar".

A pesar de su estado de agotamiento general, no se olvidaba de los demás. Estaba preocupada por que su madre descansara. Una noche, nada más llegar Lía, le dijo:

-"Lía, tendríamos que conseguir que mamá se acueste. Ella quiere quedarse siempre en el primer turno y yo no quiero, porque es cuando más os doy la lata, ¿sabes? ¿Verdad que no te sabe mal que hagamos trampas? ¿Qué te parece si cuando venga mamá y nos diga que ella se va a quedar en vela hasta las cinco, yo le digo: 'lo echaremos a suertes, por medio de unas pajitas'? Mira, ésta es la mano que tienes que señalar. Luego, yo te diré las medicinas que me tienes que dar y así ella podrá descansar..."

"Esta mañana estuve con Montse -escribía Lía a Pepa Castelló-. Queríamos escribirte, pero nos ha sido imposible. No sabes el trabajo que tenemos todos los días allí. Se despierta todos los días muy tarde y después empieza (...) la cura, que dura aproximadamente dos horas, haciéndole pasar un rato infernal. Desde hace una semana la cosa ha ido empeorando. Está llagada y supurándole la pierna por todos lados. Pero sigue tan maja.

Cada día es una sorpresa, ya que nunca sabes cómo la vas a encontrar. Hay días que está animosa y parece que pasa el día bien. Y al cabo de un cuarto de hora se encuentra fatal, pero ¡si vieras cómo sabe aprovechar esos ratillos! Se acuerda de todo el mundo. También de Italia (...), escribidla muchísimo. Le hace gran ilusión.

Vamos todos los días tres de nosotras. María Campí, una Supernumeraria, una tía de ella y su madre. Toda esa gente es la que nos trasladamos todos los días allí y créeme que no sobra nadie. Ahora ya hemos establecido un turno continuo entre nosotras (...) para que no esté nunca sola. Es edificante como sabe llevarlo".