El día de la Madre

Biografía de MONTSE GRASSES. SIN MIEDO A LA VIDA, SIN MIEDO A LA MUERTE. (1941-1959) por José Miguel Cejas. EDICIONES RIALP MADRID

Había llegado a una situación en la que ya no podía valerse físicamente por sí misma, y eso, en una joven desenvuelta, deportista y llena de vitalidad como ella, era algo humanamente muy duro. Pero lo aceptó. Y aceptó también algo de lo que era enemiga por propia naturaleza: llamar la atención, porque se daba cuenta de que, allá donde iba, se convertía, aunque no lo pretendiera, en el centro de todas las miradas. Si no hubiera sido por la Virgen, se hubiera quedado en casa...

Llegó el 7 de diciembre. Al día siguiente era la fiesta de la Inmaculada y en esa fecha se celebraba por entonces en toda España, unida a la de la Virgen, la fiesta de las Madres. ¿Cómo voy a dejar a mi madre -debió pensar Montse- en una fiesta como ésta sin su regalo?

Lo consultó con Lía y dicho y hecho. Un día, de vuelta de la Novena -a pesar de lo mal que se encontraba- llegó como pudo hasta una tienda donde sabía que vendían unos zapatos que a su madre le gustaban (porque una vez, al pasar junto al escaparate, se lo dijo), entró con mucha dificultad; vio que eran de la talla que usaba su madre y se los compró. No fue una tarea fácil; y no pudo evitar que todos los clientes se fijaran en la pierna hinchada de esa chica joven que andaba tan dificultosamente...

"Ahora (Montse) ya no puede sostenerse en pie -le escribía Lía, el 8 de diciembre, a Josefa Castelló-. Da sólo unos pasos, se le ha puesto la pierna impresionante de hinchada, y ya no es sólo eso, sino también su estado general. Aunque así y todo no pierde el ánimo. Está, si cabe, más maja. Hace una labor de apostolado no ya entre las chicas, sino la gente mayor que la van a ver. Está siempre contenta, sacando chispa a todo. Estos días de la Novena de la Inmaculada ha podido subir todos los días. La visten a última hora. Sube en coche y aguanta la pobre como puede el rato de la Meditación. Pero el final no se lo pierde mientras pueda. Tú sabes el jaleo que arman estirada en la turca de la oficina... cantan. Pide a la gente para que vayan a Ejercicios. No sabes la gente como se va de impresionada. No me extraña, porque hay días que da pena verla. Cómo se arrastra, con una cara que parece más muerta que viva".

Todas estas cosas forman parte de ese "heroísmo de la vida cotidiana", que está compuesta, como un mosaico, de mil pequeñas teselas: un detalle de servicio, una sonrisa cuando no apetece y un regalo en el día adecuado, aunque tengamos todas las excusas para no hacerlo... En esto consistió la santidad de Montse: supo ser heroica en lo pequeño, en lo ordinario. "Santidad heroica", había escrito el Fundador en 1930. "Es una exigencia de la llamada que hemos recibido. Hemos de ser santos de veras, auténticos, canonizables; si no, hemos fracasado. Santidad auténtica, sin paliativos, sin eufemismos, que llega hasta las últimas consecuencias: sin medianías, en plenitud de vocación vivida de lleno. De modo que hemos de poner un cuidado extremado hasta en las cosas más pequeñas".