Domingo, 16 de noviembre

Biografía de MONTSE GRASSES. SIN MIEDO A LA VIDA, SIN MIEDO A LA MUERTE. (1941-1959) por José Miguel Cejas. EDICIONES RIALP MADRID

El domingo fueron de nuevo al Vaticano. Montse estaba entusiasmada: ¡estar cerca del Papa! No pudieron verle, ya que el viaje no coincidió con ninguna audiencia pontificia, que eran entonces mucho menos frecuentes que en la actualidad. Pepa recuerda su emoción al ver la residencia de Juan XXIII, que había convocado ya un Concilio Ecuménico.

En la Constitución Dogmática "Lumen Gentium", uno de los documentos capitales de ese Concilio, que se celebraría años más tarde, se proclamó: "Todos los fieles, de cualquier condición y estado, son llamados por el Señor, cada uno según su propio camino, a la perfección de aquella santidad con la que es perfecto el mismo Padre celestial".

Esta había sido la enseñanza del Fundador del Opus Dei, uno de los grandes pioneros de ese Concilio: que todos los fieles cristianos están llamados a la santidad. Montse, con su vida sencilla, fue un ejemplo vivo de esas enseñanzas de raíz evangélica que pregonaría el Concilio a los cuatro vientos. A sus diecisiete años, cuando su vida se apagaba poco a poco, estaba encarnando con una profunda madurez espiritual y al mismo tiempo con heroicidad y con sencillez, ese mensaje que la Iglesia propone a todos los cristianos.

Ese mensaje -que el Beato Josemaría enseñaba desde 1928- recuerda que la santidad está "al alcance de la mano", que todos y cada uno podemos -debemos- hacernos santos en medio del mundo, en nuestro trabajo cotidiano, en nuestra propia situación; que Dios no nos pide cosas extraordinarias para hacernos santos, sino que luchemos por amor en hacer cara a Dios las cosas ordinarias de cada jornada. Así fue la vida de Montse y ése fue su mensaje: un mensaje de alegría, de amor de Dios en lo pequeño, de aceptación gozosa de la cruz de cada día. "Nuestro camino es de alegría -enseñaba el Fundador-, de fidelidad amorosa al servicio de Dios. Alegría que no es el cascabeleo de la risa tonta, puramente animal. Tiene raíces muy hondas, es algo muy profundo. Pero es compatible con el cansancio físico, con el dolor -porque tenemos corazón- (...). La alegría es consecuencia de la filiación divina, de sabernos queridos por nuestro Padre Dios, que nos acoge, que nos ayuda y nos perdona siempre".

Aquel domingo estuvo comiendo en Villa Sacchetti, con las que se ocupaban de la administración doméstica de aquellos centros. También estaban allí algunas de las primeras mujeres que habían pedido la admisión en la Obra en diversos países del mundo. Durante aquellos días las conversaciones solían girar en torno al talante humano del nuevo Papa, casi octogenario, sencillo, cordial, abierto y expansivo. Su modo de actuar contrastaba con el de Pío XII, al que los católicos habían contemplado durante muchos años majestuoso, afable, con una gran bondad pero también con una gravedad distante. Si Pío XII mostraba toda la grandeza del Papado, Juan XXIII resaltaba otra faceta distinta: la cercanía a los fieles del Padre común de todos los católicos. Circulaban por toda Roma anécdotas de aquellos primeros días de su pontificado, como la que le sucedió al encontrarse con el guardia que custodiaba la puerta de sus habitaciones personales.

-"¿Quién es usted?", le preguntó el Papa.

-"Soy el capitán de la Gendarmería Pontificia, Santidad".

-"¡Ah, hombre, enhorabuena por haber llegado a capitán! Cuando yo hice el servicio militar no pasé de sargento..."

Durante la tertulia, Encarnita recordó que Juan XXIII había estado pocos años antes, en julio del 54, en el colegio Mayor La Estila, una residencia del Opus Dei de Santiago de Compostela. Convivió con los estudiantes de un curso internacional de verano, charló y cantó con ellos, y le impresionó gratamente el ambiente de alegría propio del espíritu del Opus Dei; tanto, que al firmar en el libro de oro del Colegio Mayor, cuando se despedía, quiso añadir la palabra "gaudium" (alegría) en su lema cardenalicio:

"Angelo Gius. Card. Roncalli Patriarca de Venecia

Oboedientia, gaudium et pax. 23.VII.954".

La tertulia discurrió entre bromas y anécdotas. Al final cantaron una canción que hablaba de ideales altos y de fidelidad:

Se han abierto los campos

surcos abrió el amor,

el mundo se hizo senda

para el deseo del sembrador

La tierra es muy pequeña

si es grande el corazón.

¡Fieles, vale la pena!

Brillará bajo el sol

el trigo que guardaba

la mano herida

del sembrador...

Montse cantaba también, pero se la veía cada vez más cansada. "Hoy sí que la encontramos decaída -se lee en el Diario- a pesar de los esfuerzos que hacía... Según nos dijo Pepa, tenía unos dolores grandísimos, y el calmante que toma, que sólo es una vez al día si son muy fuertes los dolores, esta noche lo tomó tres veces. Tenía muy mala cara y Encarnita le dijo que después de comer se acostara un poco para descansar y así lo hizo, en la cama de Lourdes".

Después de descansar un rato se levantó para asistir a una meditación predicada por un sacerdote. Al finalizar tuvieron la Bendición con el Santísimo y después Encarnita le enseñó la sala de la imprenta para que se acordase de rezar por aquella labor apostólica.

"Antes de que se fuera a Villa delle Palme con Conchita y Carmen -cuenta Pepa-, estuvimos merendando con Encarnita. Montse le comentó la ilusión que le haría estar de nuevo con el Padre, para que le diese la bendición de viaje.

-Pero Montse, si ya te la ha dado..., le dijo Encarnita, sorprendida.

-Sí -comentó Montse- pero éste es otro viaje..."

Había llegado la hora de la despedida. Antes de irse le enseñaron el Oratorio de la Santísima Trinidad, que no conocía, en el que celebraba habitualmente la Misa el Padre, y otro Oratorio que contenía reliquias de diversos santos. Las que vivían en Roma, sabían muy posiblemente que no la volverían a ver más. Y como querían que recordara siempre con alegría aquellos momentos, para evitarle cualquier sufrimiento, fueron muy pocas las que se despidieron de ella. "También a Montse le costó mucho marcharse -recuerda Pepa-. Sólo había una razón, de carácter apostólico, por la que quería volverse pronto a Barcelona: por aquellos días empezaba un curso de retiro en Castelldaura al que podían ir varias amigas suyas, y pensaba que cuanto antes se volviera, más amigas suyas podían ir. Que si no..."

"Recuerdo su despedida en el vestíbulo de Villa Sacchetti -evoca Encarnita- (...). Trabajaba en la portería Jacoba Pacheco, Numeraria Auxiliar, que en el momento de despedirse de ella se emocionó y se le escaparon las lágrimas. Montse, con gran naturalidad y delicadeza, se volvió haciendo que no lo había visto, con el deseo de que nadie pasara un mal rato por ella".