Una más

Biografía de MONTSE GRASSES. SIN MIEDO A LA VIDA, SIN MIEDO A LA MUERTE. (1941-1959) por José Miguel Cejas. EDICIONES RIALP MADRID

"La recuerdo como una más entre las chicas que venían por allí", comenta don Julio González Simancas. No hacía nada llamativo, nada que desentonase en la vida cotidiana de un Centro del Opus Dei, donde se viven prácticas habituales de la vida cristiana. Iba diariamente a Misa; hacía todos los días media hora de oración por la mañana y otra media por la tarde y algunas veces la vieron rezar durante la media hora de rodillas. Ofrecía el trabajo antes de empezar y desde que había pedido la admisión en el Opus Dei, se esforzaba por hacerlo con mayor perfección humana y espiritual. Leía habitualmente los Evangelios y algún libro de lectura espiritual. Rezaba las tres partes del Rosario. Hacía la Visita al Santísimo; procuraba decir jaculatorias. Se esforzaba en tener detalles de servicio con los demás... Todos los que la conocieron durante ese periodo coinciden en lo mismo: era una chica de grandes cualidades, pero no llamaba la atención. Por esa razón, pasan los días sin que haga una mención de ella la que escribía el Diario de Llar, en el que se recogían anécdotas de la vida cotidiana del Centro. Sólo hay una referencia, fugaz, el martes 4 de febrero. "Después de Misa -se lee- Montse G. se quedó en casa toda la mañana haciendo cosas de oratorio".

Ese era su encargo: cuidar del oratorio, preparar todo lo necesario para la celebración de la Santa Misa. Como es natural, al ser tan joven, en el Opus Dei no le encargaron grandes cosas; ella se ocupaba, por ejemplo, de llevar el balón cuando jugaban al baloncesto; y procuraba llegar la primera para no hacer esperar al resto. Pero en ese encargo del Oratorio puso todo su amor, porque sabía que todo aquello se relacionaba directamente con Dios. Al comenzar tenía un pequeño detalle de delicadeza con el Señor: se lavaba las manos antes de tocar aquellos objetos litúrgicos que iban a estar en contacto con el Cuerpo de Cristo. Y siempre, un cuarto de hora antes de marcharse a su casa, preparaba todo lo necesario para la Misa del día siguiente.

"Todo lo suyo -comenta su madre- fue siempre muy pequeño, porque el amor de Dios esta lleno de cosas pequeñas hechas por amor... Todo muy pequeño, como aquel dolor de la rodilla, que no se le quitaba;y que además no sabía localizar bien: unas veces le dolía más arriba; otras más abajo..." Pero eso no parecía importarle; seguía haciendo deporte, aunque le doliera: "coja y todo -bromeaba- seguiré jugando".

Era un comentario que manifestaba su reciedumbre humana, que había aprendido de sus padres y que fue el cimiento de la fortaleza sobrenatural que iría creciendo en su alma en la medida que fue correspondiendo a la gracia. "Esa fortaleza -comenta don Julio González Simancas- puede ser de dos tipos: la de los mártires, que mueren en un momento por amor y la de los que saben morir poco a poco, mediante la negación constante de sí mismos en las cosas pequeñas. Así fue la fortaleza de Montse".

Esa fortaleza en lo pequeño le llevaba a no permitirse caprichos: Carmen Salgado recuerda que tenía un vestido "que no le gustaba nada, pero se lo ponía, porque se daba cuenta de que tenerlo en el armario sin usar, era falta de pobreza".

Toda esta primera época de su vocación podía resumirse en una sola palabra: felicidad. Felicidad plena en su entrega recién estrenada e intensamente vivida. En aquellos primeros meses -recuerda Lía- su vida "se desarrolló tranquilamente. Como todas, tuvo sus luchas, sus pequeños fallos y dificultades; pero siempre fue de una gran pulcritud interior tremenda, sincera, transparente... lo captaba todo con gran facilidad y tenía un gran amor a su vocación".

Rebosaba del gozo de la entrega, y de esa profunda alegría con la que Dios suele premiar a las personas generosas en los comienzos de su vocación. "En estos primeros tiempos en el Opus Dei -cuenta Sylvia- hablábamos muchas veces 'comparando experiencias' y a menudo nos encontrábamos comentando el pasaje del evangelio del 'joven rico' (...). Solíamos pensar en él con pena, y nos parecía natural que se fuera triste, porque le había dicho que no al Señor por su falta de generosidad. En cambio, qué estupendo era haber dicho que sí!"