Años felices

Biografía de MONTSE GRASSES. SIN MIEDO A LA VIDA, SIN MIEDO A LA MUERTE. (1941-1959) por José Miguel Cejas. EDICIONES RIALP MADRID

"Sin embargo, a pesar de esas dificultades económicas, yo guardo unos recuerdos muy felices de aquellos años -comenta el hermano mayor, Enrique-. Eramos una familia numerosa, muy alegre, muy divertida, pero muy ordenada. Nuestros padres nos insistían mucho en la virtud del orden, y en todo lo relativo al uso de nuestras cosas, o del cuidado de los libros, y el hecho de que no nos sobrara el dinero nos ayudó a hacernos más responsables y a que nuestros padres no tuvieran que estar siempre encima de nosotros, diciéndonos: `¿y ese balón qué pinta en el pasillo? ¿Y esos calcetines que hacen tirados por ahí?'

Esa virtud del orden significaba para nosotros, que éramos tantos hermanos, y en aquella situación económica, algo importantísimo.

Ahora, con la perspectiva de los años, veo con mayor claridad que el hecho de haber nacido en el seno de una familia numerosa es una experiencia muy grata y enriquecedora. Te acostumbras a compartir. No tienes 'tu' habitación: es siempre 'nuestra' habitación. Y sobre todo a los mayores, como a Montse y a mí, a los que nos confiaban los más pequeños, esa situación nos hacía madurar y nos obligaba a estar siempre pendientes de los demás.

De todos modos, las familias numerosas tienen un problema: siendo tantos es fácil disgregarse... por eso, nuestros padres nos enseñaron a estar unidos por encima de todo, a ver la familia como un proyecto común: cada uno en su sitio, pero con un proyecto común. Todos teníamos que aportar nuestro granito de arena para sacar la familia adelante, de tal forma que los problemas, al multiplicarse por ocho, no nos aplastaran como una losa.

Todo esto lo fuimos comprendiendo a medida que íbamos creciendo, y dándonos cuenta de lo justos que andábamos en lo económico y de cómo nuestros padres se sacrificaban por nosotros... Eso nos llevó a rendir más en los estudios, a no pedir caprichos y a conformarnos con lo que teníamos... Yo, por ejemplo, veía a mis compañeros de colegio siempre con dinero en el bolsillo para comprarse unos helados o cualquier chuchería, o para jugar al futbolín... Y yo sabía que si quería jugar al futbolín, que me apasionaba, lo tenía que recortar de las dos o tres pesetas que me daban para el tranvía.

Eso me enseñó mucho a valorar que el dinero es fruto del esfuerzo y a entender, desde muy pequeño, que aunque lo fácil sea pedir, no puede uno pedirlo todo... Comencé a apreciar las pocas cosas que tenía y a valorarlas mucho más. Hoy esto no se entiende; muchos padres piensan, equivocadamente, que hay que darle a los hijos todo lo que pidan, porque si no, 'se traumatizan'. Es todo lo contrario: para mí aquella experiencia fue ciertamente dura y con 'malos tragos' en mi relación con los compañeros del Colegio, pero en definitiva, muy enriquecedora.

En ese sentido, mi familia fue una escuela de austeridad. Yo siempre le he dado gracias a Dios por no haber ido alegremente por el mundo durante esos años, pensando que podía disfrutar de todo lo que me apeteciese...

También fue una escuela de vida cristiana, vivida con sencillez. Algunas tardes, al acabar los deberes, rezábamos el Rosario todos juntos. Lo solía dirigir uno de nosotros. Luego, nos íbamos a la cama, tras rezar aquella oración: 'Dios mío haznos buenos, a Montse, a Jorge, a...a...a...a...a... y a mí'.

Eramos una familia feliz; pero no éramos una 'familia perfecta': no existen las 'familias perfectas'. Había cosas del funcionamiento de la casa en la que, como es natural, -sobre todo 'los mayores', Montse y yo- no estábamos de acuerdo. Recuerdo que instituimos una especie de 'consejo familiar', muy divertido: tenía lugar los sábados. Nos reuníamos todos y charlábamos y opinábamos sobre la marcha de las cosas de la casa. Eran pequeñas cosas, sin importancia, pero que tan decisivas le parecen a uno cuando es pequeño: si nos dejaban hacer esto, o lo otro... Unas veces se conseguía lo que pedíamos... y otras no. Pero disfrutábamos de esa libertad y de esa confianza para charlar de todo con nuestros padres y para decirlo todo, en su momento adecuado.

Por ejemplo, a mis padres les hacía mucha ilusión que fuéramos a Misa todos juntos -los mayores y los pequeños- los domingos por la mañana. Y eso no era nada fácil de conseguir, porque teníamos que asearnos todos de prisa y corriendo en el único servicio que había -luego se puso otro- y antes de salir, mi padre nos ponía en fila y nos revisaba de arriba a abajo: nos miraba las rodillas, las uñas, las orejas... Y luego marchábamos por la calle, todos juntos, hacia la parroquia... ¿Y qué sucedía? -continúa, divertido, Enrique-. Pues que, como éramos tantos, llegábamos a la iglesia cuando toda la gente estaba sentada, y entonces nos poníamos a buscar un banco donde cupiéramos todos juntos, y claro, sin querer, dábamos el espectáculo... Esto de llevar todos los niños juntos a las personas mayores les suele gustar mucho, pero a los chicos -por lo menos, a Montse y a mí- no nos hacía tanta gracia... Intentamos cambiarlo, pero nada, no hubo manera ¡todos los domingos, todos por la acera, todos juntos a Misa!"