Rosas y espinas

Biografía de MONTSE GRASSES. SIN MIEDO A LA VIDA, SIN MIEDO A LA MUERTE. (1941-1959) por José Miguel Cejas. EDICIONES RIALP MADRID

A comienzo de los cincuenta, seguía el desempate: tres chicos -Enrique, Jorge e Ignacio- y cinco niñas: Montse, Pilar, María Cruz, María José y Rosario. Montse era "la segunda de los mayores", y se divertía entre los juegos de sus hermanas y las discusiones de sus hermanos sobre si el Barcelona era mejor que el Madrid o si había alguien en el mundo entero que metiese más goles que Kubala...

Mientras tanto, el país se iba reponiendo lentamente de las heridas de la guerra. La radio, altavoz cotidiano de los cambios sociales, fue "dando el parte" año tras año, del fin de las cartillas de racionamiento, del ingreso de España en la Unesco, de la muerte de Stalin, de la fastuosa coronación de la reina de Inglaterra, de los triunfos del "rey de la montaña" Federico Martín Bahamontes...; todo, amenizado por las rancheras de un Jorge Negrete que seguía soltando, por debajo del amplio ruedo de su sombrero mejicano, su famoso chorro de voz.

Montse vivía indiferente a este mundo cambiante, feliz y sin problemas, aunque de vez en cuando -muy de vez en cuando- surgía alguna pequeña espina...

"Una vez -recuerda su padre- me contó a la vuelta del colegio que le había enseñado a la profesora un dibujo que había hecho el día anterior y que le había dicho que era una mentirosa, que la había engañado, que aquel dibujo no era suyo. Aquello la había humillado, sin duda alguna. Entonces le pregunté qué había hecho: `nada', me dijo. Había bajado la cabeza sin protestar..."

En junio de 1953 terminó segundo de Bachillerato. Las notas, una vez asumido el cambio de colegio, mejoraron: alcanzaron el sobresaliente en Música y en Formación familiar, navegaron entre el notable y el aprobado en el resto de las asignaturas y naufragaron decididamente en Literatura. Afortunadamente, se mantuvieron en inestable equilibrio -un cinco "de chiripa", en el argot estudiantil- con el Latín. Se conservan algunos ejercicios de clase: "ubi?, en donde, quo? a donde, unde? de donde". No parece que le entusiasmaran a Montse mucho a esa edad -y es comprensible- las declinaciones y casos de aquella lengua. Y estaba claro que la literatura no era lo suyo. En Piano obtuvo sobresaliente; y en Solfeo, sobresaliente con distinción.

Lo que sí le entusiasmaba, por lo que recuerda su madre, era la catequesis para niñas de condición más modesta que organizaban sus profesoras en un suburbio de Barcelona. "Recuerdo -cuenta su madre- que iba muchos domingos.... ¡con una ilusión! Les llevaba juguetes, libros, golosinas..."

La Madre María Eugenia, una de sus profesoras, la recuerda como una niña sencilla, querida por todas, y un poco tímida.

Posiblemente, un deseo de entrega anidaba en su alma. De ser así, esto no constituiría nada excepcional. Es probable que muchas de sus compañeras soñasen también con entregarse a Dios. Esos deseos generosos resultaban relativamente frecuentes en el seno de aquellas familias cristianas -como la de los Grases-, verdadero semillero de vocaciones para la Iglesia, donde prendían desde pequeños los ideales de santidad y entrega.

El hogar de los Grases, como hemos visto, era un hogar cristiano, pero sin beaterías de ningún tipo. Dios era lo primero en aquella casa, pero no se pasaban el día rezando Rosario tras Rosario. Su tren de vida era muy similar al de tantas y tantas familias católicas españolas. Por la mañana había bostezos de sueño de los más pequeños, algún que otro rezongueo en la cama hasta el último minuto y un ajetreo bullicioso de deberes, carteras y galletas del desayuno. Manuel Grases se marchaba al trabajo y, a continuación -uno, dos, tres, cuatro, cinco...-, los pequeños iban bajando uno tras otro escaleras abajo; y tras el desembarco más o menos pacífico de aquella tropa infantil en el autobús colegial, venía la paz. Y con la paz, la guerra doméstica y diaria del barrido y el fregado en el que Encarna Ramos, una chica de Cañete de las Torres, ayudaba diligentemente a Manolita.

La mañana se pasaba rápida: Manolita aprovechaba para ir a Misa y luego, ayudada por Encarna, cuidaba de la pequeña Rosario. Entre las dos arreglaban la casa, hacían las camas y preparaban la comida mientras escuchaba un poco la radio. En la radio -un Telefunken, modelo "Cruz del Sur"-, Concha Piquer, la tonadillera por excelencia, solía suspirar unas veces por un marinero que se fue en un barco, y otras las hacía reír con su "Niña de la estación":

... como ver pasar los trenes

era toda su pasión

,en el pueblo la llamaban...

¡La niña de la estación!

Adiós, adiós, buen viaje

Adiós, que lo pase bien

,recuerdos a la familia

,al llegar escríbame...

Por la tarde, tras la comida familiar, volvía Manuel al trabajo y los niños al Colegio -salvo los jueves- y Manolita solía encontrar un rato para rezar el Rosario o hacer una visita al Santísimo en alguna parroquia cercana. Luego seguían las labores domésticas con Encarna, y con frecuencia, entre zurcido y zurcido, reían los últimos chistes que había contado Pepe Iglesias, "el Zorro" -un conocido humorista- por la radio el día anterior en aquel programa que comenzaba: "Yo soy el zorro, zorrito, para mayores y pequeñitos".

A esas horas de la tarde se escuchaban con frecuencia por el patio ecos confusos de llantos y suspiros: "Carlos... Nita..." No había que preocuparse: era sólo el enésimo episodio de "Lo que nunca muere", una larguísima radionovela de Guillermo Sautier Casaseca, interpretada por Pedro Pablo Ayuso y Matilde Conesa, que tenía la rara virtud de detenerse siempre en el momento más interesante... Manolita no seguía estos seriales: no era amiga de pasarse las horas muertas escuchando la radio. Y además, la tarde -y el sosiego- se pasaba volando. Porque a las cinco y media volvían los niños del Colegio como una invasión, jugando, riendo, brincando, pidiendo la merienda, y con todos los deberes por hacer. Y así les daba la hora de la cena. Y por la noche, hasta que se iban a la cama, juegos y más juegos y carreras por toda la casa. Sólo cuando se acostaban ¡al fin! Manuel y Manolita podían sentarse un rato en la sala de estar, para charlar con un poco de calma.

Antes de acostarse los pequeños Grases rezaban siempre las oraciones que les había enseñado su madre. "Dios mío protégenos y danos la paz"; Montse decía una oración muy sencilla: "Dios mío, hazme buena, a Enrique y a mí".

Pero luego, con el paso de los años, aquella plegaria fue requiriendo una cierta dosis de memoria: "Dios mío, hazme buena -rezaba Montse cada noche-: a Enrique, a Jorge, a Ignacio, a Pilar, a Crucina, a María José, a Rosario... y a mí".

A continuación había de todo: noches de sueño plácido; noches de risas y bromas; y noches de guerra de almohadas, mientras se escuchaba, lejana, la radio de los vecinos, con los ecos de la "Cabalgata fin de Semana", de Bobby Deglané...

Aquí aparece Manolita con sus cinco hijas. Al fondo, el voluminoso aparato de radio.