Lo que quieras, cuando quieras, y en la forma que quieras

Biografía de MONTSE GRASSES. SIN MIEDO A LA VIDA, SIN MIEDO A LA MUERTE. (1941-1959) por José Miguel Cejas. EDICIONES RIALP MADRID

Ahora, mientras su piel sentía cada día los efectos de la luz ultravioleta de la lámpara de cuarzo -otro de los nuevos "remedios" de la época contra la tuberculosis- María Ignacia sentía en su alma los efectos de una luz nueva. Era una luz abrasadora, el "fuego" del que tanto le hablaba el Fundador, que escribía: "Si eres otro Cristo, si te comportas como hijo de Dios, donde estés quemarás: Cristo abrasa, no deja indiferentes los corazones".

"Donde estés quemarás..." Y a ella le quedaba poco tiempo en esta tierra... Sentía inminente su despedida: "sólo me restan unos días...", escribe en su cuaderno. No había tiempo que perder: era el momento de sembrar a manos llenas todo lo que el Señor, con "fuertes aldabonazos", le había hecho ver en su alma. "El Padre -cuenta Braulia García Escobar- le pidió que buscase amigas. También señoras casadas. Yo pienso que eso fue lo que la movió a decírselo a nuestra otra hermana Benilde, que estaba ya viuda".

"Lógicamente -explica Benilde- quiso que las otras dos hermanas participáramos de la dicha que ella tenía con este descubrimiento, que había sido una especial gracia de Dios".

El día 21 de julio de 1932 escribió: "El día 17 de este mes nos dejó nuestro celoso y santo Capellán". Se refería al entierro de don José María Somoano, que poco antes se había puesto gravemente enfermo, y había ingresado en el Hospital con un extraño cuadro de quebrantamiento general: afonía, vómitos, fiebres y sudores fríos. Fue perdiendo el pulso y empeorando hora tras hora, hasta que el día 16 de julio, fiesta de la Virgen del Carmen, falleció.

Don José María, ¡la había ayudado tanto! La había puesto en contacto con el Fundador del Opus Dei; la había acompañado en los momentos duros y le había hecho ver su enfermedad como un don de Dios... Y ahora Dios se lo llevaba.

María Ignacia, durante su enfermedad, "sufrió mucho -recuerda su antigua maestra-. Tenía tuberculosis en el vientre y le hicieron varias operaciones". A veces, sentía flaquear sus fuerzas. "Pero con tu ayuda -escribía, dirigiéndose, como siempre, al Señor- y la de tu Madre Santísima, por fin he logrado vencer".

En los momentos de mayor sufrimiento don Josemaría la consolaba, mostrándole el sentido sobrenatural de aquel dolor que Dios permitía en su vida: "A veces -le decía- puede parecernos que nos trata duramente; no podemos entender las dificultades o las penas que nos envía; pero tampoco el niño pequeño entiende por qué su madre no le deja que juegue con un cuchillo o que acaricie con sus deditos la llama de una vela; y menos entiende por qué, en determinadas circunstancias le da unos buenos azotes. Sin embargo, todo es para bien".

Así fueron pasando, lentos, dolorosos y alegres, los últimos meses de su vida. Sólo alguna nevada ocasional alteraba un poco la monotonía triste del trasiego hospitalario. Pero María Ignacia estaba más activa que nunca: desde su cama rezaba, encomendaba las futuras labores, escribía, hablaba con unas y otras. Don Josemaría -recuerda Braulia- la atendía espiritualmente, dándole muchos consejos, animándola en su labor de apostolado y llevando su alma al formarla según el espíritu de la Obra".

Vivía abandonada en Dios: "Lo que quieras, cuando quieras, y en la forma que quieras", repetía. Estas palabras son un eco de la predicación del Fundador que enseñaba a identificarse con la Voluntad de Dios diciendo: "¿Lo quieres, Señor?... ¡Yo también lo quiero!". Y cuando -nueva paradoja- se estaba consumiendo entre dolores, se definía a sí misma "borracha de felicidad".

"Pocos días antes de morir -recuerda Braulia- la trasladaron de la sala común a una habitación de dos camas para no apenar a las otras enfermas. Yo la acompañaba día y noche. Tenía dolores terribles; estaba llagada de pies a cabeza; la última vértebra la tenía deformada y sobresalía tremendamente. Se había quedado consumida, incluso mucho más pequeña de estatura. Clarita, la enfermera, podía levantarla sin ayuda de nadie".

Ahora, desfallecida y sin fuerzas, María Ignacia sabía que era más eficaz en el Opus Dei que nunca. El Fundador seguía apoyándose en aquellos dolores como en un cimiento poderoso. En una ocasión fue a visitarla acompañado por Juan Jiménez Vargas: "Todo lo que sufría -cuenta- lo ofrecía por las intenciones que le indicaba el Padre (...) Antes de morir, el Padre le indicó una serie de intenciones que tenía que seguir encomendando": la catequesis, la gente que trataba...

Fue la última paradoja de su vida: deseaba vivir y morir; y crecía en ella, cada día con mayor fuerza, el deseo del Cielo. Quería quedarse y quería irse. ¡Desde allí podía hacer tanto! A ella se puede aplicar lo que cuenta aquel punto de "Forja":"

¡Cómo amaba la Voluntad de Dios aquella enferma a la que atendí espiritualmente!: veía en la enfermedad, larga, penosa y múltiple (no tenía nada sano), la bendición y las predilecciones de Jesús: y, aunque afirmaba en su humildad que merecía castigo, el terrible dolor que en todo su organismo sentía no era un castigo, era una misericordia.

-Hablamos de la muerte. Y del Cielo. Y de lo que había de decir a Jesús y a Nuestra Señora... Y de cómo desde allí 'trabajaría' más que aquí... Quería morir cuando Dios quisiera..., pero -exclamaba, llena de gozo- ¡ay, si fuera hoy mismo! Contemplaba la muerte con la alegría de quien sabe que, al morir, se va con su Padre".