Manolita García

Biografía de MONTSE GRASSES. SIN MIEDO A LA VIDA, SIN MIEDO A LA MUERTE. (1941-1959) por José Miguel Cejas. EDICIONES RIALP MADRID

Es difícil definir la voz de esta mujer de rasgos mediterráneos, de cabello negro, ojos oscuros y nombre españolísimo: Manolita García. Es una voz clara, de timbre vibrante y resuelto, que guarda inflexiones dulces, casi musicales. Se armonizan en ella la madurez de los años con una viveza inequívocamente juvenil. Es una voz de contrastes, como ella misma: delicada y fuerte, serena y decidida, fiel a sus orígenes asturianos y castellanos, a pesar de haber vivido toda su vida en Cataluña.

"Es que mis padres no eran de aquí -me explica Manolita-. Mi padre, que se llamaba Enrique García, era madrileño; y mi madre, Vicenta Camporro, asturiana. Así es que yo, aunque he nacido y he vivido toda mi vida en Barcelona, no tengo ningún antepasado catalán. Por parte de mi padre eran todos castellanos, de Palencia y Avila; y por parte de mi madre, todos asturianos, de Noreña y de Villamarín de Salcedo. Mire, ésos son sus retratos", me dice, señalándome dos fotografías que presiden un ángulo de la sala de estar. "El de mi padre es un retrato de cuando se casaron; el de mi madre, de muchos años después".

"A mi padre le gustaba mucho escribir -sigue contando Manolita- y conservo algunos escritos suyos, inéditos. Aquí tengo uno que se llama 'Canto a la vida', que está fechado el 5 de noviembre de 1905. Más que un canto a la vida es un canto a Madrid: evoca los pianos callejeros, el Manzanares, las modistillas y los estudiantes... Tiempo después, en Oviedo, conoció a mi madre. Y allí se casaron, el 4 de julio de 1908. Se vinieron a vivir a Barcelona porque mi padre había sacado unas oposiciones de oficial del Banco de España y le ofrecieron dos destinos posibles: Badajoz y Barcelona. Le preguntó a mi madre: '¿dónde quieres que nos vayamos?'. Y mi madre eligió Barcelona, porque le gustaban las ciudades grandes.

Aquí mi padre pudo desarrollar la actividad que de verdad le atraía: el periodismo. Era periodista por afición -por devoción, decía él- y colaboraba en 'El Noticiero Universal'. Por las tardes, en cuanto salía del Banco, se iba a trabajar al periódico, de donde volvía a altas horas de la noche. Aquello le apasionaba. Y nos comentaba que, de no haber tenido hijos que mantener, se hubiera dedicado de lleno al periodismo...

Conservo muchos artículos suyos. Hay uno, muy divertido, que se llama 'La catedral contra los gatos' que ahora lo calificarían de ecologista, en el que sale en defensa de unos gatos que los canónigos querían echar de los patios de la catedral. Cuenta como había un señor que al morir había dejado una fortuna para atender a todos los gatos abandonados que se dejaran allí, y claro, había cientos de gatos... Con la excusa de los gatos habla de las maravillas de Barcelona y alaba la belleza de la catedral... Se ve que se había enamorado profundamente de esta ciudad.

Quizá ésa fue la razón por la que, a pesar de todas las ansias de mi madre, que quería que fuese interventor de por aquí o cajero de por allá, nunca se quisiera mover de Barcelona. Mi madre le insistía, pero él, nada: ¡Barcelona y nada más que Barcelona!.

Aquí vivieron mis padres el resto de su vida. Y aquí nacimos mi hermana Inés, en la calle Villarroel; yo, en la calle Pintor Fortuny; y más tarde, en el Passatge del Crèdit, mi hermana Adela. Eramos un hogar de clase media, 'de la heroica y sufrida clase media', como decía mi padre, que tenía unas ideas muy avanzadas para aquella época... Porque entonces no era como ahora: la mayoría de las chicas jóvenes no trabajaban en nada y sólo pensaban en casarse lo antes posible. Y mi padre nos insistía, un día sí y otro también, en que antes de casarnos teníamos que aprender a ganarnos la vida por nosotras mismas. Mi madre no lo entendía: 'Qué cosas dices, Enrique, qué cosas dices'. Pero mi padre nos fue imbuyendo esas ideas y a los diecisiete años me colocaron en el Sindicato de Banqueros.

¡A los diecisiete años! Me quedé sin mi Colegio, donde estaba tan a gusto y disfrutaba horrores; y sin mis paseos, Rambla arriba, Rambla abajo, luciendo aquellas grandes pamelas blancas que se llevaban entonces; y sin mis larguísimos veraneos en las costas de Garraf, en un pueblecito propiedad del Conde Güell, con sus casas pintadas de blanco y sus puertas azules... ¡Pero como había que trabajar...

!Recuerdo a mi padre como un hombre muy cariñoso, muy caritativo, con un gran sentido de la justicia... Nos enseñó muchas virtudes humanas. Cuando llegaban las Navidades, y recibíamos los regalos, nos hablaba de los niños pobres y abandonados que andaban sin rumbo por las calles y de la necesidad de compartir nuestras cosas con ellos. ¡Total, que acabábamos saliendo a la calle y regalándoles juguetes nuestros a esos niños...

!Tenía una concepción de las relaciones humanas desacostumbrada para aquel tiempo. Por ejemplo, mi madre tenía una chica que nos ayudaba en las faenas de la casa, y mi padre le decía con frecuencia: 'trátala como si fuera tu hija'... Sin embargo, mi padre, como no había recibido mucha formación espiritual no pudo enseñarme una profunda vida cristiana.

La vida cristiana me la fue enseñando... San José. Cerca de mi casa se encontraba la iglesia de San Jaime, en la calle Fernando, y allí había, a la izquierda del altar, una imagen de San José que me atraía mucho, sin saber por qué. Al principio entraba un ratito, y charlaba con él: era como el ideal de todo lo que a mí me gustaría ser: tan bueno, tan cerca de Jesús... Luego fui visitándole, casi todos los días; y así, poco a poco, llegó un momento en el que le prometí ir a Misa todas las mañanas y comencé a llevar una vida cristiana más intensa. Por eso, ahora veo, al cabo de los años, que todo se lo debo a él: a San José.

Un día mi padre se puso enfermo. No sabían si era un tumor canceroso o tuberculosis. Al final, parecía que era tuberculosis y le aconsejaron que fuese a Madrid, a que le viese el doctor Tapia, del Hospital del Rey, que era una eminencia en esa especialidad.

Fue a verle a Madrid, pero ya no había nada que hacer. Murió muy joven, en octubre de 1930. Se quebraron de golpe todos sus sueños. ¡Él, al que le gustaba tanto hacer castillos en el aire! Le encantaba cerrar los ojos y soñar en voz alta. 'Y tú, hija mía, serás... -nos decía-. Y tú harás...' Y se imaginaba lo que haríamos sus hijas, sus nietos, sus nietas...

Al poco tiempo, mi hermana Inés enfermó también de tisis. Fuimos al doctor Rosal y nos dijo que tenía que tomar aires en un sanatorio que había en el Montseny. Entonces no había otra medicación. No nos lo pensamos ni poco ni mucho, y allí la llevamos, haciendo un gran esfuerzo económico, a finales del año 31.

Yo iba a visitarla con mucha frecuencia. Y en una de esas visitas conocí a un chico que acababa de volver de Suiza y se llamaba Manuel..."