Amortajado como Nuestro Señor. Velatorio. «Don Isidoro era un Santo». Enterrado con los padres del Fundador. «Si Dios quiere, puede glorificarle». Epitafio en una hoja de agenda

Biografía de ISIDORO ZORZANO LEDESMA. Ingeniero Industrial. (Buenos Aires, 1902-Madrid, 1943) por José Miguel Pero Sanz.

Se rezan varios responsos y una parte del Santo Rosario. El Fundador, ayudado por los primeros que han llegado, amortaja los restos de Zorzano con una sábana, como fuera enterrado Nuestro Señor. En sus manos ponen el pequeño Crucifijo que Isidoro llevaba siempre consigo. En camilla y cubierto por otra sábana, trasladan el cadáver, a través del jardín, a la dependencia del Sanatorio donde se instala la capilla ardiente. Comienza la vela de oración.

Entre tanto, se comunica la noticia a quienes están fuera de Madrid. El telegrama, firmado por el Padre, dice: «Isidoro falleció santamente hoy siete tarde. Aplicad sufragios. Mariano».

Al principio de la vela nocturna, también las religiosas del Sanatorio se acercan a rezar el Rosario: su actitud no es la de unas enfermeras junto a un cadáver. Son almas entregadas a Dios que contemplan el cuerpo de un santo. Alguna lo dice sin recato: «Era un gran santo».

A los miembros del Opus Dei, que cubren las horas centrales de la noche, les acompaña un subordinado de Isidoro en la RENFE. En el curso de su vela, les parece apreciar los primeros síntomas de corrupción y deciden cubrir el féretro con la tapa de cristal. Comentan entre sí la envidia santa que les produce la muerte de Isidoro.

Por la mañana, el Fundador ofrece la Santa Misa en sufragio por el alma de Zorzano. No celebra con el formulario de difuntos, sino con el de Nuestra Señora del Carmen: tal como le hubiera gustado al ingeniero, que deseaba morir en un día de la Virgen. Todos están de acuerdo con lo que ayer dijo Carmen Escrivá: la Madre del Cielo ha querido llevar a Isidoro a «pasar su fiesta con Ella».

A lo largo del día 16, todo el mundo expresa su convicción de que ha muerto un santo. «¡Qué santo era! —exclama una señora—. ¡Era un santo completo! Yo no soy de su familia, pero estuve refugiada en su casa durante la guerra. ¡Era un santo!». El dependiente de un comercio, donde Zorzano solía comprar cubiertos para las residencias, llora desconsolado: «Don Isidoro era un Santo y yo lo había dicho siempre...». Un ingeniero, antiguo compañero de Málaga, dice: «Lo que más me ha impresionado en toda mi vida fue la visita al Sanatorio donde estaba Isidoro y la asistencia a su entierro»; «Se me quedó muy grabada la bondad que reflejaba Isidoro después de muerto». Los empleados de Ferrocarriles señalan que Zorzano «era un verdadero padre para ellos y al mismo tiempo un jefe magnífico». Cuando la noticia llegue a Málaga, los ferroviarios dirán: «Desde que murió don Isidoro hemos perdido un padre».

El entierro es a las 6.30 de la tarde. Antes de que se cierre la caja, el Padre manda levantar la tapa de cristal y pide unas tijeras. Ayudado por Chiqui, corta como reliquia un trozo del sudario. Un colega de Zorzano en los Ferrocarriles comenta: «Hace bien... Piensa, como yo, que es un Santo». Chiqui retira también el Crucifijo que Isidoro tiene entre las manos —el que lo ha acompañado durante su enfermedad— y lo substituye por otro.

La enfermera-jefe señalará: «nos llamó poderosamente la atención a las religiosas la gran concurrencia que acudió al entierro. Todos eran hombres. La concurrencia fue grande, como he dicho, no solamente con relación a otros entierros del Sanatorio (que no suele concurrir mucha gente), sino absolutamente: que acudió mucha gente, sin que yo pueda precisar la condición social de los asistentes». Eran fieles del Opus Dei, así como parientes y amigos del ingeniero. También asisten muchos de sus compañeros y subordinados en la RENFE.

Entre varios miembros del Opus Dei sacan a hombros el féretro. El día se ha vestido de luto: está tristón y desapacible. A pesar de ser el mes de julio, llueve y hace viento.

Abrirá el cortejo la Cruz alzada de la Parroquia de San Agustín, a cuyo territorio pertenece la clínica. Pero tarda en llegar y los empleados de la funeraria se impacientan. El Padre, pese a estar visiblemente afectado —no esconde sus lágrimas—, interviene con energía: no se tocará la caja mientras el párroco no haya rezado el responso acostumbrado. Aparece por fin la comitiva parroquial. Además del Fundador, acompañado por el P. José Manuel Aguilar O.P., presidirán el duelo Fernando Munárriz, marido de Salus Zorzano; el Secretario General del Opus Dei, Álvaro del Portillo; y Carlos Botín, Subdirector de RENFE.

Isidoro es enterrado en el Cementerio de Nuestra Señora de la Almudena, en la misma tumba que guarda los restos de don José Escrivá y doña Dolores Albás, los padres del Beato Josemaría. Una vez colocado el ataúd en la fosa, el Padre echa la primera paletada de tierra. Mientras se rellena la sepultura, el Fundador y el P. Aguilar rezan las plegarias del Ritual.

La lápida dice: «Vita mutatur, non tollitur» (la vida cambia, no se quita). Tiene dos pequeñas cruces y dos fechas. Se añadirá una tercera cruz, con el día de la muerte de Isidoro: 15-VII-1943.

En el diario de Diego de León queda escrito: «Han sido días de natural emoción; tenemos corazón de carne y era —es— un hermano, el primero de los que actualmente estamos en la Obra. Ahora está en el Cielo. Ha ganado la carrera de modo envidiable». En la tertulia familiar, después de la cena, el Padre dice a sus hijos: «Para morir en olor de santidad —os digo seriamente— no hace falta más. Si el Señor quiere, puede glorificarle. Pero Él hará lo que quiera». Y les aconseja: «Podéis pedirle, privadamente, que recomiende cosas al Señor; yo le dije ya hace tiempo que le daríamos mucho la lata».

La víspera, José Manuel Casas Torres había anotado en su agenda un «epitafio» certero:

«Muere Isidoro

Pasó desapercibido

Cumplió con su deber

Amó mucho

Estuvo en los detalles

y se sacrificó siempre».