Día 15 de julio. Última comida. Error en los turnos. La muerte de un santo: mirando el Crucifijo. Un rostro que refleja paz

Biografía de ISIDORO ZORZANO LEDESMA. Ingeniero Industrial. (Buenos Aires, 1902-Madrid, 1943) por José Miguel Pero Sanz.

El jueves 15 de julio, víspera de Nuestra Señora del Carmen, amanece caluroso. Zorzano, con voz apenas perceptible, saluda —«Federico»— al miembro del Opus Dei que lo acompaña. Lamenta no estar en condiciones de prestarle mucha atención: «Perdóname, pero...». Tiene los ojos entornados y, de vez en cuando, cambia la postura de los brazos. A intervalos, mueve también la cabeza. Poco antes de las 11, la religiosa de la planta pretende que tome algún alimento. El enfermo indica con un gesto que le resulta imposible. Media hora después llega Laureano López Rodó para substituir a Federico Suárez. Isidoro ya no es capaz de sonreír: apenas entreabre los ojos.

Federico recomienda a Laureano que no hable al enfermo. «Su cara era de moribundo, con los ojos medio entornados y la respiración fatigosa; el pijama estaba desabrochado y el pecho al descubierto. Hacía mucho calor». Un sorbo de agua lo reanima un poco. La Hermana le seca el sudor. Aunque le molesta que muevan su cabeza, Isidoro no muestra la menor impaciencia. Responde como siempre —«Bien»—, cuando la religiosa le pregunta qué tal se encuentra. A las 12 del mediodía López Rodó reza en voz alta el Angelus: Isidoro lo sigue, mirando hacia el Crucifijo. Por lo forzado de la posición, no puede ver la imagen de la Virgen. Laureano pregunta si no sería mejor cambiar la situación de la figura: Zorzano asiente. También contempla con agrado el pequeño Vía Crucis.

El acompañante cuenta una buena noticia: un catalán, como él mismo, acaba de escribir al Fundador pidiendo ser admitido en el Opus Dei. Zorzano, inexpresivo hasta ese momento, sonríe.

Llega Salus —a quien también dice que está bien— y, poco después, aparece la enfermera. Las dos mujeres están empeñadas en que tome algo. No se siente con energías ni para contestar. Sin embargo, hace un esfuerzo y asiente. Le dan un extracto de hígado, disuelto en agua, que bebe sin acusar el amargor. Después, con verdadero trabajo, toma un poco de mermelada. A continuación, la religiosa le alarga una tableta —ordinariamente suele ser sólo media—, mientras explica que se trata de ración doble, por la que no ha tomado antes. La primera reacción de Isidoro es musitar: «Eso no está bien». Pero el Padre le indicó hace meses que debía obedecer al personal sanitario, como ha venido haciendo. Por eso, rectifica inmediatamente —«No. Sí que está bien. Déme»— y alarga, con docilidad, la mano hacia el vaso. Para terminar, bebe el yogur y se enjuaga la boca. La enfermera pregunta si se ha cansado mucho: responde con un ademán negativo.

En realidad está agotado. Salus y Laureano lo ven sufrir en silencio. Tampoco ellos hablan. El enfermo dirige frecuentes miradas al Crucifijo. Ronda una mosca, que tratan de apartarle; señala con la mano hacia el armario sobre el que hay una pala ahuyentadora. Hacia la una de la tarde, dando por supuesta la pronta llegada de su substituto, marcha López Rodó: Isidoro lo despide sonriendo, con mirada cordial.

Comunican al Padre que Zorzano está peor. El Beato Josemaría manda a Francisco Botella para comprobar el estado del enfermo. Al rato de llegar Paco al Sanatorio, se va Salus. Zorzano se sobrepone al sopor, para demostrar al visitante que le satisface su presencia. Paco habla de las dificultades que hay en Barcelona para encontrar una nueva residencia y de la necesidad de rezar por esa intención. Isidoro asiente: lo tendrá en cuenta.

Botella estima —y así lo hace notar al Fundador— que Zorzano atraviesa solamente una de tantas crisis.

Entonces, al cabo de seis meses y medio en que siempre hubo junto a la cama del enfermo alguien del Opus Dei, sucede lo insólito.

Isidoro está muy grave. Un ordenanza de RENFE, que lo visitó ayer, anunció en la oficina que el ingeniero «estaba a punto de morir». Federico, nada más salir esta mañana del sanatorio, ha llamado a José Luis Múzquiz para advertir que le queda poco tiempo de vida. De todas maneras, quienes vienen siguiendo de cerca el curso de su enfermedad no lo ven agonizante: ¡incluso ha tomado alimento! Salus se ha marchado, y las últimas impresiones de Paco Botella son positivas. En cualquier caso, el Padre, que ha debido ir a un Centro de las mujeres del Opus Dei, telefonea a Diego de León para cerciorarse de si hay alguien con Isidoro; le dicen que puede estar tranquilo.

Pero se ha producido una confusión en los turnos de vela. José Luis Múzquiz, encargado de organizarlos, se atribuirá la culpa de que, en circunstancias especiales, algún acompañante salga del Sanatorio a su hora, aun cuando no haya llegado el substituto. Nunca hay problemas, ya que todos se esmeran en ser puntuales. Por otra parte, Múzquiz, en el fondo del alma, está persuadido de que Isidoro —¡ha ofrecido su vida por la Iglesia y por el Opus Dei!— no morirá sin ver la Obra aprobada por el Papa. El caso es que quienes viven en Núñez de Balboa tienen esa tarde una charla de formación ascética, y el enfermo queda un rato solo.

La Providencia, que se vale incluso de los errores humanos, ha decidido que Isidoro muera sin la compañía de nadie del Opus Dei.

A media tarde, cuando las hermanas, antes de servir las meriendas a los enfermos, hacen su ronda por los cuartos, advierten que Zorzano ha sufrido una brusca caída de tensión: apenas tiene pulso. Sor María Pía Clara informa a Sor María Rosa Inés, quien comunica la situación a la enfermera-jefe, Sor María Imana. Ésta llama por teléfono a Diego de León para informar del agravamiento. Chiqui Hernández de Garnica, Director de la residencia, recibe la noticia y telefonea inmediatamente al Centro donde está el Fundador, en la calle Jorge Manrique, muy cerca del Sanatorio. El Padre sale hacia la clínica.

Mientras Sor María Imana hace su llamada telefónica, las otras dos religiosas rezan las oraciones de los agonizantes. Y el ingeniero «con su inalterable paciencia, mirando al Crucifijo murió en pocos momentos». La enfermera-jefe alcanza sólo a contemplar las dos o tres últimas respiraciones de Isidoro. Salus, que por la mañana se fue inquieta y ha decidido acercarse al Sanatorio, asiste también a la «muerte dulce y tranquila», santa, de su hermano.

El Beato Josemaría es el primero que llega, nada más fallecer Isidoro. Al dolor de su corazón paternal, se suma el disgusto —«¡Tenía que estar solo!»— porque ningún miembro del Opus Dei acompañase a Zorzano en el momento de morir. De rodillas, reza junto al cadáver de su hijo mayor. Así, recogido en oración, lo encuentran los que vienen corriendo desde Núñez de Balboa, donde acaban de ser avisados y han interrumpido la charla de formación.

Chiqui, que ha tomado un taxi nada más colgar el teléfono en Diego de León, se presenta enseguida: nota que el aspecto del ingeniero «era tranquilo y su rostro reflejaba paz». A lo largo de las próximas horas, muchos subrayarán esta sensación: «Me impresionó con su expresión de paz. Tenía una sonrisa tranquila como cuando estaba vivo». Alguno que no ha visto nunca un cadáver teme sufrir un trauma desagradable, «pero ocurrió lo contrario, pues tuve la sensación de que veía a Isidoro durmiendo: la cara serena, normal».

Muy pronto aparece Álvaro; y también José Luis, consternado por el fallo de los turnos que él coordinaba. El Padre, lejos de reñirle, lo tranquilizará: ha sido el Señor quien ha querido privar a Isidoro del consuelo de morir acompañado por alguien de la Obra.