Pruebas interiores. «Pedir mucho por mí». Desahoga el corazón. Hablando del propio entierro. Últimas confidencias con el Padre

Biografía de ISIDORO ZORZANO LEDESMA. Ingeniero Industrial. (Buenos Aires, 1902-Madrid, 1943) por José Miguel Pero Sanz.

Desde hace unas semanas, Isidoro sufre grandes pruebas interiores: «Habéis de pedir mucho por mí» —insiste— «porque esto me está costando mucho y no lo llevo como debiera».

Cuando lleva hospitalizado seis meses largos, de docilidad ejemplar, confía un secreto: «He tenido horror siempre a la cama. En cuanto podía, hacía compatibles las enfermedades con el no estar acostado, porque la idea de no estar libre y poder moverme y hacer las cosas pendientes, me molestaba mucho. Y ahora... ya me ves, como encadenado a la cama». Durante su vida, cuando le ha venido el pensamiento de una larga enfermedad, se ha esforzado por dominar la imaginación: «Es una tentación que rechazo, como si fuera contra la pureza. Algunas veces, entre sueños, he tenido esta pesadilla y me he despertado dando un salto: cuando me venían pensamientos de que yo estaba toda mi vida sufriendo así, y cosas por el estilo». Ahora la «tentación» no es una simple trampa de la fantasía, sino una realidad. Por eso, agradece mucho que lo acompañen: «No conviene que me quede solo, porque comienza uno a pensar y a darles vueltas a las cosas...».

Como antídoto contra las tentaciones siempre aconsejó referirlas sinceramente. Personalmente, sigue practicando el remedio. El 9 de julio hace venir a José Luis Múzquiz, que coordina la atención del enfermo, pues necesita desahogarse: «No quiero molestar —dice— al Padre o a Álvaro para estas pequeñeces; pero noto que el Señor me aprieta las clavijas».Múzquiz anotará sus recuerdos: «Lo encontré más desmejorado, cosa que me confirmó la Hermana enfermera al salir. Me dijo que desde hace tres días estaba bastante peor y que tenía ratos en que el pulso iba muy mal. Añadió que era un ejemplo constante para todas las Hermanas que le cuidan.

»Isidoro me dijo que [...] se encontraba peor y tenían que ponerle inyecciones para reanimarle el corazón todos los días; y a veces dos seguidas, pues una no le hacía efecto. A esto se une el que cada vez respiraba con mayor dificultad y se sentía sin fuerzas para comer ni para mover el vientre. También tenía mucha dificultad para rezar el Rosario, pues ya no puede más que mentalmente; y lleva unos 15 días sin poder leer las oraciones de la Misa, sino sólo seguirla mentalmente.

»Me dijo que no quería perder el espíritu sobrenatural pensando en esas pequeñeces de su enfermedad, que son secundarias, sin importancia. [...] También me dijo que estaba muy contento y que temía desperdiciar algún momento de su enfermedad y no ofrecerlo por la Obra. Especialmente por las noches —llevaba unas cuantas sin dormir— le preocupaba tener nerviosismo y no aprovechar bien todos los instantes.»[...]

Me repitió que estaba muy contento y me dijo que le dijera cosas para encomendar. Quería aprovechar todos los sufrimientos, porque luego ya no podría ayudar con ellos.

»Hablamos de Roma; de los campamentos [...]; de los exámenes; de los de Industriales; y de las casas nuevas que había que abrir. Me dijo en broma que en la casa del Cielo él llevaría también la administración y que la arreglaría bien para cuando fuéramos los demás. Me preguntó por la marcha de los trabajos profesionales y estudios de la gente, interesándose por todos los detalles.

»Se reía mucho y se ponía muy alegre cuando [yo] le decía que era un ‘enchufista’, pudiendo ofrecer su enfermedad por la Obra en estos momentos en que hay tantas cosas pendientes. Y lo mismo de contento se ponía cuando le decía que el Señor le llamaba pronto y que [yo] le iba a ‘dar mucho la lata’ cuando estuviera arriba, para que encomendara cosas».

Ciertamente, poco le queda ya de sufrir. A partir del lunes 12 se multiplican las crisis respiratorias; su debilidad es absoluta; doblar las piernas y estirarlas es casi el único movimiento que puede hacer él solo. No se queja. Las pocas veces en que pide algo suelen traerle una cosa por otra, pues las religiosas —dicen— «no lo entendíamos y le instábamos a repetir. Cuando al final terminábamos por decirle que no sabíamos lo que quería, él se quedaba tan manso sin que se le observara la menor señal de contrariedad o disgusto». Sí comprenden, en cambio, las jaculatorias que repite a menudo «¡Jesús mío!

¡Virgen Santísima!» sin perder «la misma sonrisa de siempre». «Yo no creo —asegura una Hermana— haberme encontrado con ningún otro enfermo como él».

Entre jadeos, el día 13, abre nuevamente su corazón —esta vez con Álvaro— para desahogar recuerdos que le pesan. Evoca las ocasiones en que considera no haber sido suficientemente fiel a Dios o generoso para el prójimo: cuando, durante la guerra, piensa que desatendió a la madre del Fundador, o cuando —también a su juicio— no la cuidó todo lo necesario en su última enfermedad. Álvaro queda persuadido de que Isidoro conserva la inocencia bautismal.

Conversan también sobre los extremos de su entierro. Zorzano quiere que se haga como disponga el Padre. Hablan con tal serenidad, que el mismo Isidoro comenta después: «Si alguien nos hubiera visto y hubiera sabido que estábamos hablando de mi entierro, se hubiera creído que estábamos locos».

Al día siguiente, hacia las doce del mediodía, Isidoro tiene una larga conversación, la última, con el Fundador. Como el enfermo apenas puede pronunciar palabra, es el Padre quien habla. Y lo hace, una vez más, acerca del Cielo, ahora tan próximo para Zorzano. Por la mente del agonizante desfilan los recuerdos comunes: el Instituto de Logroño; la tarjeta recibida en Málaga y el providencial encuentro en la calle Nicasio Gallego; los viajes, desde la ciudad andaluza, para conversar con el Beato Josemaría y las cartas del Fundador que tanto ayudaron al ingeniero a progresar en su entrega; la Academia DYA en la calle Luchana y la Residencia de Ferraz; la venida definitiva a la capital, a punto de estallar la guerra; las tribulaciones en el Madrid bélico; Santa Isabel, Jenner, Lagasca; los últimos días de retiro, en diciembre pasado; la noticia del diagnóstico; la Unción de enfermos... ¿Cuántas veces, desde agosto de 1930, el Padre le ha hablado del Cielo? No son sólo palabras; Isidoro ya casi lo toca con los dedos. Por eso, hace un esfuerzo para decir: «Sí, Padre. Estoy contento. Muy contento: de verdad. Esto se acaba y yo me voy a nuestra casa del Cielo. Allí me acordaré mucho de la Obra, Padre. Ya lo verá...».

Por la tarde no tiene alientos ni para las presentaciones entre su hermana y José Manuel Casas que acaba de llegar. Pero hace un esfuerzo para comentar con humor: «¡Miserias humanas!». Cuando marcha Salus, el enfermo pide a José Manuel: «¿Quieres ayudarme a rezar las Preces?». Se arrodilla Casas y las recita. Isidoro sólo mentalmente puede seguir el rezo.

La noche resulta penosa, como de costumbre: insomnio, ahogos, inquietud física... Sor Antonia se acerca de vez en cuando y le habla de lo pronto que llegará al Cielo. Isidoro susurra: «Así lo espero y lo estoy deseando vivamente».