Despedidas hasta el Cielo. Incluso colgados los cuadros. Una ficha sobre carbones. La báscula de Diego de León. «Exagera la Hermana: debe de ser andaluza»

Biografía de ISIDORO ZORZANO LEDESMA. Ingeniero Industrial. (Buenos Aires, 1902-Madrid, 1943) por José Miguel Pero Sanz.

El Fundador dice a sus hijos que Dios conserva a Isidoro como una lamparilla que se consume ante el Santísimo: es la imagen que sugiere la vigilia permanente del enfermo, apenas un hilo de vida en un cuerpo exhausto.

Isidoro tiene que irse despidiendo. A finales de junio acuden al sanatorio varios estudiantes, que cumplirán este verano su servicio militar en Chapas de Marbella. «Me impresionó —escribe uno de ellos- su serenidad de espíritu, a pesar de su estado físico, del que daba prueba su enorme delgadez y su fatigosa respiración». Cuando se despiden, Zorzano cierra y abre los dedos de las manos para indicarles la cantidad de compañeros a los que debe llegar su celo apostólico. Apenas logran entender el susurro del enfermo: «¡Hay que moverse!».

En verano, además del ejército, hay otras razones para dejar Madrid: unos días de descanso, iniciativas apostólicas, visitas familiares... Uno de los que salen es Ricardo Fernández Vallespín, el antiguo Director de DYA, para substituir al cual vino Isidoro a Madrid en junio de 1936. Ahora —escribe Fernández Vallespín— «nos despedimos hasta la otra vida, con la misma sencillez con que se despiden dos hermanos que van a dejarse de ver una larga temporada». Todos los viajeros coinciden: «Nos despedimos con la seguridad de que no nos volveríamos a ver, y así me lo hizo saber, sin la menor tristeza. Su expresión era de paz y felicidad».

Zorzano, que ha instalado tantas residencias por encargo de don Josemaría, se dispone a «preparar la casa el Cielo». Impresionan su enorme fe y esperanza: «hablaba del cielo» —dice Albareda— «como yo podía hablar de la habitación contigua». Efectivamente, les asegura: «Cuando lleguéis vosotros, encontraréis hasta colgados los cuadros». Aparte de los muebles, promete ocuparse de todos: «Ahora sí que os podré ayudar desde la casa el Cielo».

Su meta próxima es la Gloria. Por eso, resultan fuera de lugar los disimulos. Así, cuando alguien se despide con falsa jovialidad —«Bueno, Isidoro, a ver a mi vuelta qué tal te encuentro»—, Zorzano pone cara de confusión. Fernando el pintor, que asiste a la escena, interpreta el gesto: «Eso quiere decir que os veréis en el Cielo». El enfermo asiente «vivamente con la cabeza, como diciendo: Eso es, eso es».

Su corazón está en el cielo, pero continúa sirviendo a los de aquí. Si las visitas llegan sofocadas por el bochorno, hace que les traigan unos refrescos; y, cuando nota que los beben ansiosamente, les aconseja calma, no vayan a sentarles mal.

El problema, de momento, es el calor. Pero, después de su muerte, volverá el invierno. En años anteriores fue Zorzano quien consiguió combustible para la calefacción de las residencias; y, casi agonizando, escribe de su puño y letra unas experiencias acerca del suministro de carbón.

Paco Botella contendrá difícilmente las lágrimas cuando Isidoro, días antes de morir, le indica que compruebe si una vieja báscula de Diego de León está bien protegida, para no estropearse con las humedades. El ingeniero conjuga lo humano y lo divino. Paco acaba de regresar de Roma, donde ha podido conversar con Pío XII. Zorzano, el primer fiel del Opus Dei que vio —hace diez años— a un Papa, le pregunta los detalles de la audiencia.

La casa del Cielo y el carbón de la tierra, la vieja báscula y el Romano Pontífice interesan al moribundo que lleva años tratando de santificarse a través de los asuntos cotidianos, tanto materiales como espirituales. Todo es obra de Dios, Opus Dei.

Le quedan tres días y sigue bromeando a cuenta de sus achaques. Después de tomar trabajosamente unas cucharadas de fruta, le sobreviene un fuerte ataque de tos. Pedro Casciaro hace venir a la religiosa enfermera de la planta. Incorporan al enfermo que, finalmente, logra expectorar. Queda tan rendido, que deben ponerle una inyección. La monja comenta: «¿Cómo no va a encontrarse usted fatigado, con el esfuerzo que ha hecho? ¡Si pesaba un kilo lo que ha echado!». Zorzano sonríe: «Exagera la Hermana. Debe de ser andaluza». Enseguida llega otra visita y el enfermo cuenta: «Acabo de dar el espectáculo».

Estas bromas no reflejan superficialidad. Isidoro se percata de la situación: «Si llego a estar solo, me hubiera ahogado», dice a Pedro. «Tienes que pedir mucho por mí; que pidan todos los de tu casa. No sé ofrecer cada una de estas cosas como quisiera». Casciaro le tranquiliza: «No te preocupes, si te olvidas alguna vez. ¿No lo tienes todo ofrecido desde hace mucho tiempo?». Zorzano asiente sereno: «Es verdad».