San Nicolás, ¿tiene o no tiene barba? Viernes de Dolores: Unción de Enfermos. Como una fiesta de bodas. «También a mí me tendrán que poner una banda»

Biografía de ISIDORO ZORZANO LEDESMA. Ingeniero Industrial. (Buenos Aires, 1902-Madrid, 1943) por José Miguel Pero Sanz.

A partir del jueves de Pasión (15 de abril), durante varias semanas sólo podrá ingerir yogur y fruta cocida. Esa noche le dan todavía un plato de croquetas. Tragarlas le supone un martirio, que ofrece por los apostolados del Opus Dei. Quien le acompaña dice: «Isidoro, ¡cómo crece la Obra a fuerza de croquetas!». Zorzano asiente: «¡Quién lo diría! ¡Aquí no se desaprovecha nada!». De todas maneras, a la enfermera le parece que ha comido poco y dice al médico que sólo ha tomado cuatro croquetas. Isidoro, buen contable, sonriente y con voz apagada puntualiza: «Cinco». Y, para echar el asunto a guasa, recuerda que las ha tomado partidas por la mitad: «Dos por cinco, diez». La digestión del «festín» le impide dormir y el acompañante exagera —por exceso, esta vez— el apetito del enfermo: la causa del insomnio debe de ser «el consomé, que te lo has tomado todo». Pero Zorzano tampoco desea elogios inmerecidos: «No, todo no: tres cucharadas». La enfermera le recuerda que la noche anterior logró conciliar el sueño. Isidoro continúa bromeando: «Tendría menos preocupaciones...». Pero —¡no lo vayan a tomar en serio!— advierte: «Ni ayer ni hoy tengo ninguna».

Cuando se va la enfermera, sugiere: «Vamos a rezar las preces». Después recita, como siempre, las tres avemarías con los brazos abiertos de par en par; hace su examen de conciencia, con el crucifijo estrechado en las manos; y rocía, según acostumbra, un poco de agua bendita sobre la cama. Las horas pasan lentamente. Hacia las dos, el acompañante advierte que Zorzano se ahoga; y hace venir a la enfermera, que llama al médico. El enfermo comprueba la hora y lamenta: «¡Pobre doctor! Y yo, siempre exigente. ¡Qué incordio es don Isidoro!».

Superada la crisis, continúa la noche interminable. Isidoro habla, en voz baja y muy despacio: «Pronto me voy a la otra Casa: sólo es un cambio de casa... Tengo que arreglar muchas cosas...». Y vuelve la cabeza para pedir oraciones: cuando haya muerto, «ya os podéis acordar de mí». Sus palabras entrecortadas son muy serenas: «Es un cambio de casa, sólo un cambio de casa... Hay que ver muchas cosas: la aprobación de Roma... no será antes de fin de año...». Sigue pensando en la casa del cielo. De pronto, le divierte una idea: «Una de las primeras cosas que haré en cuanto llegue es hacer que me presenten a San Nicolás». «¡Ahora sabré qué cara tiene!». «Estará —dice— enfadado con Fernando», que unas veces lo pinta barbado y otras lampiño. Después de salir de dudas, «tendré que explicarle muchas cosas a San Nicolás...». Al Santo Obispo habrá que informarle «de algunas cosas, dificultades económicas, de las que «parece que no ha querido enterarse».

Amanece, por fin, el día 16. Están leyendo el Evangelio no os volviereis y os hiciereis como niños, no entraréis en el reino de los cielos... (Mt 18, 3), cuando llega el Padre, que trae la Comunión. Le acompañan Álvaro y Ricardo. Al despedirlos, Isidoro pregunta: «¿Hoy es el Santo de la Abuela?». En efecto, es el viernes de Pasión, dedicado a la Virgen de los Dolores.

«Es el Santo de la Abuela. [...] ¡Cuánto le hemos hecho sufrir: a ella y a Carmen y a Santiago! Pobre Abuela: durante la revolución, yo le llevaba todas las cartas y mis diarios y todos los papeles, y se los metía en el colchón de su cama... ¡Pobre Abuela! No oía una sola vez el timbre que no se metiera en la cama, por miedo a que los encontraran».

Evoca los primeros tiempos, cuando el Beato Josemaría y sus hijos no tenían donde reunirse y se sentaban en un banco de la calle o iban al parque del Retiro. Algunos días, el Fundador les invitaba a merendar «y gastaba, pagando él el duro que tenían para la cena de su casa... Y la Abuela no cebaba aquel día, ni nadie de su casa».

Hacia las nueve y media de la mañana, hay relevo de acompañante: llega José Javier López Jacoíste. Leen un libro sobre la Santísima Virgen. Después conversan. Isidoro se fatiga mucho y su corazón late acelerado. Le ponen una inyección y sigue la charla. Con José María Albareda, que le visita, hablan sobre la marcha de la guerra y sobre otras noticias: se acaba de inaugurar la línea férrea Santiago-La Coruña. Zorzano, como profesional del asunto, explica las incidencias de esa obra.

De nuevo a solas con José Javier, poco antes de las 12, la respiración de Isidoro se hace más angustiosa: «Siento que el Señor me llama por momentos. [...] Saca fortaleza de mi muerte: perseverancia. Sed muy fieles al padre y mucho amor a la Obra. Que nada nos ate a la tierra...». José Javier, que no ha oído a Zorzano hablar de su muerte, interpreta que se trata de algo inminente y sale corriendo a telefonear: «Parece que se va; a ver si viene alguien...». En realidad, el acompañante ha desorbitado un poco la situación; pero enseguida llegan Pedro Casciaro y algún otro.

Pronto aparece también Álvaro. El momento de ahogo ha pasado ya, como otras veces, pero puede sobrevenir de improviso; y Álvaro pregunta: «Isidoro, ¿quieres que te traiga el Padre la Extremaunción». «Sí, sí. Precisamente te iba a decir eso».

Al cabo de un rato —que Isidoro y los otros dedican a charlar con toda naturalidad— vuelve Álvaro acompañando al Padre, que trae los Santos Óleos. Entran también el médico y su esposa. Para evitarles un mal rato, deciden no avisar a las Zorzano, que hubieran sufrido mucho. Por otra parte, no es cosa de retrasar el Sacramento.

Como de costumbre, nada más llegar, el Fundador bendice al enfermo, con una señal de la Cruz en la frente. Habla un rato con su hijo mayor, que refleja una enorme «sensación de paz en su cara, [...] más feliz que nunca. Yo —dirá José Javier— no he visto nada semejante: la misma sencillez, la misma normalidad con que vamos todos los días a comulgar, así estaba él». El Padre va explicando los ritos, mientras unge al enfermo. Antes de ungir las manos, señala que a los sacerdotes se les signan por el dorso, porque sus palmas ya fueron ungidas en la Ordenación. Recuerda que la Iglesia también pide para el enfermo, si le conviene, la salud corporal. Isidoro no puede por menos de repetir lo que tantas veces ha oído al propio don Josemaría: «¡Qué buena Madre es la Iglesia, que tiene un remedio para cada necesidad! Ahora me encuentro con esta paz y alegría tan grandes».

Lo sublime se alterna con lo familiar. Acaba de llegar José Luis Múzquiz y Zorzano advierte que trae la gabardina empapada: «Por Dios, José Luis, quítatela, que te vas a resfriar».

Álvaro, que ha ayudado al Padre durante la ceremonia, comenta: «Isidoro: tú sí que puedes decir bonum certamen certavi, cursum consummavi, fidem servavi». El enfermo bromea. Como Álvaro, y también José Luis, llevan mucho tiempo preparándose para el Sacerdocio, Isidoro dice: «Ya ves, Álvaro, tú tanto estudiar y a mí en un momento acaban de ungirme».

El ambiente resulta distendido. Según el Padre, más que una Unción de Enfermos, «parecía unas bodas». Antes de que se marchen, Zorzano recuerda que es Viernes de Dolores, un día de la Santísima Virgen: «¡Qué bueno sería morir hoy para pasar con Ella esta fiesta!». El Fundador se despide conmovido: «¡Hijo mío!».

Quedan solos el enfermo y José Javier. Zorzano pregunta la hora: es la una y cuarto. «¡Si no hemos rezado el Angelus!». Lo rezan y siguen conversando. Isidoro pondera su «enchufe» con Dios, que le ha concedido recibir en plena conciencia el sacramento de la Unción. También subraya el tono festivo con que se ha desarrollado la ceremonia: «Tú lo habrás presenciado ya: cuando [...] se administra la Extremaunción, ¡qué duelo y qué lágrimas! [...]. Pero aquí, ¡qué alegría y qué paz! Sólo por eso merece la pena estar en la Obra».

En un momento dado, José Javier muestra el pequeño crucifijo que Zorzano mismo, por indicación del Padre, le diera en Zaragoza. Isidoro explica cómo, rezando ante ese Cristo, conoció —en 1938— el éxito que tendría la evasión de Álvaro, Vicente y Eduardo, y la fecha en que llegarían a Burgos: «Así que ese Crucifijo es una reliquia». Les interrumpe la señora del médico: llega con su hija, muy ufana ésta por la banda que, como premio, le darán en el colegio.

Con el almuerzo hacen tomar un tranquilizante al enfermo, que se duerme. Por la tarde una tormenta lo despierta: ve a Carmen Escrivá que ha venido a visitarle. El contraste entre Isidoro, siempre apacible, y el genio vivaz de Carmen ha sido tema de muchas bromas. Ahora suena un trueno muy fuerte y Zorzano dice a la hermana del Fundador: «Eso es por ti». Más tarde llega Salus. Cuando se marcha, Isidoro dice a Manolo Botas —el nuevo acompañante—: «Voy a hacer la oración». Saca su crucifijo del bolsillo y permanece inmóvil con las manos cruzadas sobre el pecho, durante media hora.

Llegan después más visitas. El crepúsculo favorece la charla íntima y Álvaro comenta lo magnífico que debe de ser contemplar a la Virgen cara a cara. Isidoro asiente con entusiasmo. Pero lo excelso del asunto no disipa el tono familiar, divertido, de la conversación. Apenas hay luz y Zorzano comenta: «Esto parece una reunión de malos de película».

Después de la cena vuelve la esposa del médico. De pronto, exclama:

—Don Isidoro: ¡usted es un santo!.

Sí, señora: —corta rápido— y, en cuanto llegue al cielo, también a mí me tendrán que poner una banda como la de su niña.

Por la noche, no consigue dormir. Pregunta por el médico; pero no viene. Isidoro —refiere su acompañante— «no vuelve a decir nada en toda la noche», que pasa sin pegar ojo. Al día siguiente, todo será normal: la meditación, una parte del Santo Rosario, el Viático que trae el Padre.... Zorzano comenta que se ha quedado muy tranquilo después de la Unción: «Ayuda mucho».

Comunican al Nuncio el agravamiento de Isidoro. Mons. Cicognani promete que celebrará la próxima Misa por su intención. «Así da gusto estar enfermo», dice Zorzano. No le cuentan, sin embargo, el consejo del representante papal: «Tomen notas» —recomienda— de las palabras y reacciones de Isidoro, «por si pueden servir luego». En realidad, ya venían haciéndolo, por indicación del Fundador.