Ascendido a «Ingeniero Principal». Preocupación apostólica. Una manta como la de Tutankamen. «Estar peor es estar mejor»

Biografía de ISIDORO ZORZANO LEDESMA. Ingeniero Industrial. (Buenos Aires, 1902-Madrid, 1943) por José Miguel Pero Sanz.

El 1 de marzo ascienden a Zorzano, en la RENFE, a Ingeniero Principal. Sus compañeros describen el magnífico despacho que le aguarda. Él sigue la broma, y habla del espléndido local que también le preparan... en el cielo. Los colegas insisten en que visite la nueva oficina. Isidoro comentará: «Expuse como condición que habían de llevarme en coche. Me dijeron que sí; pero, aun con todo, no conviene: prefiero medios más rápidos... y otras habitaciones...». De todas maneras, pide las circulares del Servicio y que le mantengan al corriente de la mudanza.

También sigue de cerca los trabajos de los miembros de la Obra. Paco Ponz, biólogo, regresa de Suiza, donde ha pasado una temporada por motivos profesionales. Isidoro le pregunta por la tarea realizada. Ponz comenta que se acordó mucho del ingeniero cuando tuvo que preparar unas tablas y gráficas. Isidoro interrumpe: «Habérmelas mandado aquí, que yo te las hubiera hecho». Y, cuando le dicen que la editorial ha perdido los índices de un libro de Juan Jiménez Vargas, pide el teléfono para hablar con su propia casa —de Isidoro—, donde puede haber una copia. Como no la encuentran, redacta un telegrama para Juan. Ahora bien, desconoce su dirección en Barcelona: hay que averiguarla, pero el teléfono se estropea y no quiere molestar a la enfermera....

Isidoro está en todo. Reza —«Te hemos encomendado mucho»— por la salud de uno; averigua si otro descansa lo suficiente; y le preocupa la delgadez de Pedro Casciaro: «Este chico tiene que cuidarse. Está demacrado...». Encomienda el retiro espiritual que hacen los residentes de Jenner: «A ver, a ver esos chicos». Está pendiente de la futura residencia universitaria en Madrid; y sigue la marcha de la labor apostólica en Sevilla, en Valladolid, en Salamanca...: «Hacen falta muchas vocaciones», «Hay que poner casa en Zaragoza; hace mucha falta...», «Hay que pedir mucho al Señor para que se tenga en Bilbao un sagrario. De Bilbao han de salir muchas vocaciones: hay buena gente». Precisamente un vizcaíno pedirá ser admitido en el Opus Dei, el día de San Isidoro, después de oír hablar del ingeniero y de su heroísmo: «Siempre he estado convencido de que fue él quien me trajo a la Obra aun sin conocerme» (no sabe que han pedido a Zorzano sacrificios y oraciones, para conseguir de Dios su vocación). El enfermo se llevará un alegrón al conocerlo personalmente cuando, de paso por Madrid, le visita en el sanatorio. Especialmente intensas son las alegrías de Isidoro cuando sabe que hay ¡un nuevo sagrario!: así, por sagrarios, es como el Padre cuenta los centros que se inauguran.

Si Zorzano está pendiente de todos, más lo está del Fundador. Una tarde advierte, a través de la ventana, el cielo nublado y comenta: «¡Menuda tormenta! Y el Padre, que debía llegar hoy en avión de Barcelona... ¡No sé cómo irá el viaje!». Y algún acompañante recordará cómo «cada vez que un coche frenaba a la puerta del Sanatorio, me preguntaba [...] si era el Padre el que llegaba; le gustaba que me asomase a la ventana para comprobarlo. Y si, efectivamente, esto era cierto, su cara se inundaba de una alegría inmensa.

El día de San José, don Josemaría le lleva unos dulces y, aunque sufre con sólo pensar en comida, Isidoro los recibe como si fuera un niño goloso: en realidad, serán para las visitas. También administra cuidadosamente las pastas que le deja el Fundador el día de San Isidoro: quince días después todavía quedan en el armario algunas «pastas por San Isidoro». Por cierto, no ha dejado pasar la fiesta de su Patrono sin aconsejar que quienes preparan sus tesis doctorales se encomienden al Santo Obispo de Sevilla: a fin de cuentas es un «Doctor».

Por estas fechas sufre un empeoramiento, que hace suponer muy próximo el fin. Todos los fieles del Opus Dei están pendientes del enfermo; pero, como los que viven en el centro de Núñez de Balboa son los más próximos al Sanatorio, a ellos de un modo especial encomienda el Fundador la responsabilidad de que Isidoro esté siempre acompañado.

Para pasarlo a un cuarto algo más grande, tienen que llevarlo en brazos y el «porteador» advierte que no pesa nada. Es tan sólo un montón de «huesos y piel; parecía que el fémur, como un palo que oprimiera una tela, iba a desgarrar la piel». Lo confirman quienes, cada día, le depositan en un sillón, mientras arreglan su cama: ven su «cuerpo insignificante, pero todo dolido y lacerado», que se desvanece por el sufrimiento del simple traslado. Pero sin perder —¡eso nunca!— el buen humor: «Ven aquí [...] que te voy a abrazar», dice al que lo toma en brazos. Cuando ve que la enfermera calienta la manta con que lo envolverán en la butaca, comenta que aquello es mucho cuento; y luego: «Me han puesto una manta como la de Tutankamen». Como siguen cubriéndolo con mantas, se dirige a la enfermera: «Esto parece un refugio ruso. -¿Por qué? –Porque aquí no se puede uno mover. -¿Le molesta? –A mí nada. No tengo nada que hacer».

No tiene nada que hacer, sino sufrir. No puede respirar si se tiende de lado. Y, de espaldas, le molestan las arrugas del hule que hay bajo las sábanas: «Estos pliegues se me clavan en la carne; mejor dicho, en los huesos, porque de carne ya no dispongo: ...es de estraperlo». Pero ha de santificarse mediante su quehacer ordinario: ahora, estar enfermo. «Nuestra obligación, dice, es cumplir el deber de cada instante. Mi único deber es sufrir [...]. No he de preocuparme por nada más. Sufro mucho. Es estupendo lo que uno puede llegar a sufrir. A veces parece que ya no se puede sufrir más, pero el Señor da más fuerzas. ¡Qué consuelo pensar todo lo que se aprovecha! Sufriendo con espíritu sobrenatural es como hemos de ir sacando la Obra adelante. El dolor purifica. Cuanto más larga sea la prueba, mejor; así nos purifica más».

Por eso, cuando la señora que limpia el cuarto le pregunta si está mejor, responde: «Sí, sí, estoy mejor. Gracias». Al salir la limpiadora, Isidoro comenta medio en broma medio en serio: «Esta mujer todos los días me pregunta si estoy mejor. Yo le digo que sí, porque para mí estar peor es estar mejor». Mejor para él, y para quienes se encomiendan a sus oraciones, como el Obispo de Madrid, Mons. Leopoldo Eijo y Garay. Por las intenciones del Prelado diocesano, a menudo rehúsa los calmantes, ofrece a Dios las difíciles horas nocturnas, y dice que no le sequen el sudor. En realidad, su vida entera la tiene ya ofrecida por la Iglesia y por el Papa.