«Isidoro: ya hemos empezado a sufrir». El «fondo de San Nicolás». Por la escalera de servicio. Apuros económicos. «Lo siento por los que nos persiguen». Muere la Abuela

Biografía de ISIDORO ZORZANO LEDESMA. Ingeniero Industrial. (Buenos Aires, 1902-Madrid, 1943) por José Miguel Pero Sanz.

En el oratorio ponen una pequeña estufa eléctrica. Pero Isidoro «no lograba entrar en reacción. [...] Era ya como frío interior, de un cuerpo que no está sano. Le veíamos disimular que estaba tiritando; alguna vez se tenía que frotar las manos. Y, desde luego, ninguna queja». A la hora del desayuno, Pedro —también friolero— toma el asunto a chunga: «Isidoro, ya hemos empezado a sufrir». Zorzano responde guasón: «Hasta que nos acostemos». El diálogo —en voz lastimera— hace reír a todos.

El día de San José, Isidoro se sentará en el jardín al sol, junto a la hermana del Fundador, y comentará: «Carmen y yo hemos prometido estar al sol, aunque nos achicharremos, para compensar el frío que hemos pasado este invierno». Porque, pese a la famosa broma con Pedro, tampoco acostado logra Zorzano entrar en calor. Sólo una vez se le escapa confidencialmente: «Lo peor es que te metes en la cama y no reaccionas. Te pasar la noche helado». Esto lo sabe Álvaro que, durante algún tiempo, comparte la misma habitación de dos camas.

Después de su trabajo en los Ferrocarriles, Isidoro sigue con las cuentas e instruye a los secretarios de otros centros. Les corrige delicadamente cuando cometen algún error; llegado el caso, les devuelve los papeles para que los rehagan; y les tranquiliza si los ve apurados. Suelta la carcajada con los trucos de un inexperto contable: el muchacho guarda en un sobre las pesetillas que le sobran algunos meses, para compensar con ellas cuando falte algo. De este modo, siempre va todo al céntimo. Zorzano se ríe con el nombre que da el secretario a esa reserva líquida: ¡fondo de San Nicolás! Pero le hace notar que, así, «no nos esforzamos en sacar las cuentas [...] y parece como que se quiere aquietar la conciencia, echando mano del sobre».

Cualquiera pensaría que a Isidoro le gustaban las cuentas. Pero a uno que se muestra contrariado por las rutinas contables, le confiesa: «¿Crees, tal vez, que yo —que vengo cuidándome de la contabilidad de toda la Obra— me he acostumbrado a hacer balances? Pues te equivocas: no hay cosa que me cueste más»; «No creas que, a pesar de mi condición de ingeniero, a mí me fue nunca grato esto». Bien sabe Isidoro que, de suyo, importa poco el que sobren o falten unas pesetas. Según aprendió del Fundador, el amor a Dios es el motivo para «cuidar los detalles y acostumbrar a los pequeños a que lo hagan».

Por idénticas razones, Zorzano utiliza una empinada escalera de servicio en Diego de León. A los estudiantes se les aconseja emplear ésta, para que duren más las alfombras de la escalera representativa. Aunque la indicación no es para los mayores, Isidoro hace como los jóvenes «ya que conviene mantener siempre limpia la principal». Esto, lo mismo que forrar los libros, «no es por el valor de cinco céntimos más o menos. Sino porque deben hacer las cosas con espíritu sobrenatural. Como la oración, como el estudio, como toa nuestra vida. Si no se hace con espíritu sobrenatural, es perder el tiempo».

De todas maneras, los problemas económicos son reales y, a veces, graves. Cada nuevo Centro supone gastos de alquiler e instalación; y su mantenimiento es trabajoso, pues no son negocios, sino locales de labor apostólica. Fuera de la capital, los hay en Valladolid, en Barcelona y en Valencia. En esta ciudad se ha puesto una residencia de universitarios. Pero los estudiantes no llegan: en noviembre (1940) sólo hay un residente, y 39 pesetas en la caja. Don Josemaría hace que se manden a Valencia 1.000 pesetas: la mitad de lo que tienen en Madrid.

Otro día —refiere Álvaro— se presenta en Diego de León «una chica que necesitaba cierta cantidad de dinero para entrar en religión. El Padre comprobó la sinceridad de sus intenciones», y después de comentarlo con Álvaro, «preguntó a Isidoro Zorzano [...] cuánto dinero teníamos en casa; y se lo dio todo a aquella futura novicia». El Señor no puede abandonar a quien deposita en Él su confianza. Por eso, el ingeniero gasta bromas sobre sus propios apuros: «Si la Obra fuese una empresa humana, yo como Administrador debería estar hecho polvo». No lo está, porque la Obra es de Dios.

Más dolor le causa la campaña de calumnias que algunos eclesiásticos desatan contra la Obra y contra el Fundador. No le preocupa mucho el daño que puedan hacer al Opus Dei: «Nosotros no perdemos, porque esto sirve para que nos conozcan y nos quiera mucha más gente, cuando vean y conozcan la verdad». En este sentido, comenta: «Nos han hecho la propaganda gratis». Siguiendo el consejo del Padre, calla, perdona, sonríe, trabaja y pide a Dios por esos maledicentes. Lo siente por ellos, «porque son parte de la Iglesia», cuya unidad amenazan con sus dicerías.

Isidoro ama con todas sus fuerzas a la Iglesia. Sólo desea «servir al Señor y trabajar por la Iglesia», que vienen a ser una misma cosa. En la escuela del Fundador ha aprendido a no tener más ambición que la de «servir a la Iglesia como la Iglesia quiere» ser servida. De ahí su constante petición por el Santo Padre, por el Obispo diocesano y por toda la jerarquía eclesiástica. A menudo repite: «Hay que pedir mucho por ellos; tienen mucha carga encima».

Otro gran dolor recibirá Isidoro este curso. También ahora, en Diego de León, sigue mostrando su cariño a la madre y hermanos del Fundador. El 5 de abril (1941) va con ellos, Álvaro y algún otro, al Escorial. Junto a la Silla de Felipe II almuerzan y sacan algunas fotografías. Doña Dolores siente cierta molestia bronquial, que no parece de cuidado.

Al día siguiente, Domingo de Ramos, Isidoro y Santiago Escrivá viajan a Valencia, donde permanecerán hasta el Jueves Santo. Zorzano, además de ayudar en las cuentas, contribuye al calor de hogar. Con algunos de los valencianos pasean por el Saler y por los canales de la Albufera. Santiago duerme en la misma habitación que Isidoro y, a lo largo de la noche, se despiertan por los crujidos que produce la puerta del armario. De cama a cama bromean: «El fantasma va por ti».

Cuando regresan a Madrid, el día 10, traen un pequeño obsequio para la Abuela, cuya salud sigue sin producir alarma. De hecho, el Padre no cancela su compromiso de predicar unos ejercicios espirituales al Obispo y clero de Lérida, donde viaja el domingo in albis. Pero doña Dolores se agrava repentinamente y, el martes 22, fallece. El Fundador llega por la noche a Madrid, donde se turnan todos rezando ante los restos de la Abuela. El Padre acepta la voluntad de Dios, a la vez que llora como un buen hijo. Isidoro está, como todos, persuadido de que doña Dolores, ya en el cielo, continúa velando por sus «nietos»; y habla de ella como de alguien presente. De todas maneras, al ingeniero le asalta un remordimiento: poco antes de fallecer él mismo, hablará con Álvaro y se lamentará de «no haber cuidado bastante» a la Abuela «durante su última enfermedad, en cuanto a médicos y medicinas». Se trata de un pesar infundado, según dejará bien claro el Padre.