Al servicio de todos. Un sillar oculto. «Sí: conviene, conviene hacerlo así». Ejemplo vivo de fidelidad. Cariño y respeto al Padre. Doña Dolores: «Isidoro en un Santo»

Biografía de ISIDORO ZORZANO LEDESMA. Ingeniero Industrial. (Buenos Aires, 1902-Madrid, 1943) por José Miguel Pero Sanz.

Isidoro no reclama, en absoluto, ninguna consideración especial en atención a sus circunstancias: siendo el mayor en edad y el más antiguo del Opus Dei, amigo —desde la infancia— del Fundador, se considera el último de todos y busca los trabajos más humildes. Su tarea de administrador es un puesto de servicio, no de mando.

El Beato Josemaría dice del antiguo condiscípulo: «Nunca ha ocupado cargos brillantes; siempre el puesto más desapercibido y de mayor trabajo». Como sabe por qué caminos lleva Dios a Zorzano, añade: «Ni le encargaré yo nunca nada de oro tipo. Porque tengo mi responsabilidad delante de Dios, por esa alma». Y el propio ingeniero, que también conoce su personal vocación, permanece siempre en un segundo plano, y evita ser protagonista. Nunca hablaba de sí; ni, menos aún, de sus actuaciones durante la guerra. En las tertulias de familia evita los lugares preferentes y procura que los jóvenes estén más cerca del Padre.

Se retira inmediatamente cuando el Fundador inicia una conversación sobre asuntos de gobierno con algún hijo suyo que le ayuda en la dirección de los apostolados. El Padre suele pedirle que se quede, pero Isidoro aduce cualquier excusa de trabajo, para irse.

Al ver a Isidoro, los demás recuerdan las consideraciones de Camino sobre los sillares ocultos que, sin brillar como la veleta, sirven de cimiento para un edificio. A punto de morir, Zorzano hablará precisamente sobre la necesidad «de ser cimiento, cuanto más profundo y menos a la vista mejor». El Opus Dei ha de durar hasta el fin de los tiempos y «se ha de apoyar sobre nosotros que somos los primeros»; por eso «se comprende que hayamos de estar enterrados y muy hondos».

Por no alterar el trabajo ajeno, camina sin hacer ruido: «cuando [...] tenía que entrar en el cuarto de estudio[...], lo hacía de tal manera que nunca interrumpía [...] y se volvía a marchar como había entrado. Si acaso alguien levantaba la cabeza, le sonreía sin dejar [...] de hacer lo que estuviera haciendo».

Idéntica delicadeza observa por lo que atañe a sus puntos de vista. El entonces Secretario General del Opus Dei refiere que, al encargar algo a Isidoro, en ocasiones éste «no veía la utilidad de lo indicado, o pensaba otro modo más práctico de realizarlo. Se le preguntaba: ¿crees que se puede hacer de otro modo? Exponía lealmente su opinión y si se le insistía en el criterio primero, enseguida respondía con acento de convicción: Sí: conviene, conviene hacerlo así». Con la misma humildad atribuye a otros las propias ocurrencias felices, como el día en que —ayudando al secretario de una residencia— discurre un sistema ingenioso de contabilidad. Antes de ponerlo en práctica, recabará un parecer autorizado. Cuando lo tiene, telefonea al muchacho: «A Álvaro le ha gustado mucho la idea que has tenido de las fichas y los resúmenes».

El hecho mismo de consultar las dudas con Álvaro refleja su respeto hacia quien tiene gracia de gobierno, por más que en una institución incipiente todos sean, sencillamente, hijos del Fundador. En cualquier caso, cuando Álvaro entra en el cuarto donde trabaja Isidoro, si están ellos solos —con otros delante, sería una falta de naturalidad—, Zorzano se pone de pie. «¡Por Dios, Isidoro! ¿Por qué te levantas? —No, nada: si quieres algo...».

Pero su empeño por pasar oculto no impide que los demás se percaten de quién es Isidoro. Aunque no suelen hablar los unos de las virtudes de los otros, comentan a sus espaldas la santidad de Zorzano: «Nuestra opinión» —recuerda uno— era que «se trataba no de un hombre bueno [...], sino de un santo de tomo y lomo». De hecho, sin que lo sepa él, lo ponen como ejemplo para los demás. En una ocasión en que, desafortunadamente, alguien se permite alabarlo en su presencia, Isidoro no puede reprimir un gesto de disgusto, que luego encubre con la triste sonrisa de quien dice «¡Qué tontería!».

Lo que valoran sobre todo es la fidelidad del ingeniero. Cuando llegó Isidoro, el Opus Dei era sólo una semilla depositada por Dios en el corazón del Beato Josemaría. Una mañana, después del Angelus, Zorzano se queda serio y el Padre lo advierte: «Isidoro, ya sé en qué estás pensando: en cuando rezábamos tú y yo solos el Angelus, y toda la Obra éramos tú y yo; entonces no teníamos a éstos...». El ingeniero asiente con una sonrisa.

Zorzano cada vez comprende con más hondura lo que significa el Fundador; y, sin disminuir su confianza, le ha pedido permiso para tratarlo de «usted» y sigue llamándole «Padre». Según escribe un testigo, incluso durante los almuerzos, si el Padre hace alguna observación —por ejemplo, de tipo material—, Zorzano «interrumpía la comida, dejaba el cubierto en el plato, sacaba la agenda y el lápiz y tomaba nota de todo lo que había dicho. Luego seguía comiendo con toda naturalidad y sin ningún comentario. Nunca recuerdo haber oído a Isidoro preguntar ‘¿quién ha de hacer esto?’ [...]. Estaba claro que todo aquello le correspondía hacerlo a él [...]. Y así lo hacía».

Este afecto lo manifiesta igualmente con su delicadeza para la madre y hermanos del Fundador. De vez en cuando hace con los tres alguna excursión; procura que les resulte agradable la convivencia con todos; y cuida de que se facilite el trabajo de Carmen, que lleva el peso de las tareas domésticas.

El cariño es mutuo: doña Dolores siente predilección por el ingeniero. En cierta ocasión advierte los esfuerzos de Isidoro por explicar contabilidad a un estudiante poco dotado para los números y comenta que Zorzano «tiene una paciencia enorme». Aunque no tiene por costumbre utilizar ese calificativo, la Abuela dice a menudo: «Isidoro es un santo».

Isidoro se hace querer por todos y todos pueden echar mano de él: también los viejos amigos como Salvador Vicente, que ha formalizado su noviazgo con Carmen González. Antes de casarse, la muchacha viaja a Madrid para recoger, en el cementerio de la Almudena, los restos de su madre y trasladarlos a Málaga. Va con ella su tía María. Salvador no puede acompañarlas, pero les dice: «Yo llamo a Isidoro, que os ayudará». Zorzano, en efecto, evita que la joven afronte la ingrata operación: es él quien acude a la necrópolis para encargarse de la exhumación.

Como es lógico, la solicitud de Isidoro por su familia sobrenatural y por sus amigos no significa olvidar a los de su propia sangre.