Admitido en los Ferrocarriles. Jefe de Estudios. Un trabajo bien hecho. Superior muy querido. Promoviendo a todos. El ordenanza infiel. «Don Isidoro es un Santo»

Biografía de ISIDORO ZORZANO LEDESMA. Ingeniero Industrial. (Buenos Aires, 1902-Madrid, 1943) por José Miguel Pero Sanz.

Pero Isidoro, «con ocho horas de oficina, apenas puede ayudar [...] en los trabajos de la casa». El 1 de mayo lo han readmitido en los Ferrocarriles del Oeste. Trabaja junto a la Estación de las Delicias. Reanudar la vida profesional le alegra: en ese quehacer debe buscar la santidad. Pero su horario, de mañana y tarde, apenas deja tiempo para otros menesteres: «Estoy todo el día en plan de ferroviario, pues salgo de la oficina a las 7; estoy en casa como de visita».

En la Compañía Nacional de ferrocarriles del Oeste, Zorzano es Jefe de la Oficina de Estudios de Material y Tracción. Sus compañeros opinan que «no le situaron en el puesto que por su antigüedad y méritos», le hubiera correspondido y que «estaba un poco olvidado». Quizás el problema no fuera tanto de olvido como de recuerdo: entre sus jefes figura el superior que tanto le hiciera sufrir en la Sección Eléctrica de los Ferrocarriles Andaluces. Dios va a purificar a Isidoro, en los últimos años de su profesión, valiéndose del mismo instrumento que utilizó al principio. Ahora, como entonces, Zorzano se gana el prestigio, respeto y afecto entre colegas, subordinados y jefes: por la calidad de su trabajo, en el que —dicen— «destacó como hombre de gran talento y d extraordinaria competencia», y también «porque su trato era tan dulce y paternal que no había quien se resistiera. Incluso el elemento obrero estaba totalmente rendido a él».

Cuando a los subordinados de Isidoro les pregunten qué rasgo resaltarían en su jefe, subrayarán: «Siempre destacó con la mayor ejemplaridad en el cumplimiento de todos sus deberes incluso en las cosas pequeñas, pues para él nada de lo que debiera hacer le parecía e pequeña estima». Efectivamente, sabe que la importancia de los trabajos se calibra por el amor de Dios con que se realizan; y esto vale tanto para los pequeños detalles cotidianos como para los encargos de envergadura. Trabaja cara a Dios, a quien nunca ofrecerá chapuzas, tareas mal hechas. Hombre justo, Zorzano jamás perjudica los intereses de la Compañía: llega el primero a la oficina; no secunda la costumbre de utilizar para servicios particulares a los ordenanzas de la empresa; ni deja el despacho a media mañana, como muchos, para tomar un café o una cerveza.

Por lo que se refiere al trato, uno de los ingenieros, mutilado de guerra, quedó sorprendido, cuando se incorporó a la oficina, al advertir la amable acogida por parte de su jefe inmediato, Isidoro, quien había cuidado personalmente de todos los detalles para que no le faltase nada. Acostumbrado a ser tratado con deferencia por sus heridas, «en un principio —escribe— creí que éstas como todas las atenciones que conmigo tenía, se debían a mi mutilación». Pronto comprueba que Isidoro practica idéntica delicadeza con cualquier subordinado.

A todos ellos les admira que, cuando se muestran ineptos para un trabajo, Isidoro no adopta la solución fácil de retirarles el encargo y encomendarlo a otro, sino que les ayuda y enseña hasta que aprenden a realizarlo. Y aprecian la diferencia entre el trato que les dispensa y el que Zorzano recibe de algún jefe suyo: «Observábamos nosotros que [...] no le trataban con las formas debidas». Advierten que no se queja «cuando un superior, sin razón ni fundamento, y sólo llevado por el mal humor momentáneo, le echaba alguna regañina».

Sus directores profesionales dirán que Isidoro «era obedientísimo en todo y un subordinado exquisito y ejemplar». Los subalternos observan esta «prontitud con que él personalmente atendía las órdenes de sus jefes»; pero son bien conscientes de que «no era porque se dejase llevar del miedo». Saben que don Isidoro da la cara por sus hombres, ante quien haga falta: incluido el superior destemplado. Les aconseja trabajar con calma, para no equivocarse, y que no se inquieten por las eventuales reacciones del atrabiliario sujeto: «No se preocupen ustedes; tengan confianza en mí, que yo sabré cargar con la responsabilidad y disculparles a ustedes».

Zorzano es, en efecto, el gran abogado de su gente. Insiste hasta que se compra una máquina para planos, que les simplifica el trabajo. Consigue que les aumenten el sueldo. Les ayuda si preparan oposiciones para mejorar su condición profesional. Y les orienta cuando, en tiempos muertos, realizan trabajos particulares: «se interesaba —dirán— y observaba nuestra manera de realizar el trabajo y hasta nos lo corregía e incluso nos daba materiales y libros que nos facilitasen la tarea, y además se ofrecía para que [...] acudiésemos a él».

Isidoro se preocupa por el futuro de unos viejos peones, para quienes logra un puesto en la oficina; y ayuda a convertirse en delineante a un joven con cualidades, que sólo aspira a «calcador». Como en los tiempos de Málaga, Zorzano sigue sin hacer discriminación entre las personas: cuando todos desconfían de un trabajador, depurado «por rojo» y posteriormente readmitido, Isidoro es el único que no guarda las distancias; más aún, le proporciona un empleo suplementario. Muchos pueden afirmar que todo su porvenir lo deben al ingeniero.

El ordenanza que cobra los sueldos de los empleados agradece a Zorzano que no lo encarcelasen. Según su propia versión, había empeñado un anillo y, para recuperarlo, no se le ocurre mejor idea que retener los haberes de Isidoro. Una vez desempeñada la joya, confiesa su infidelidad a Zorzano, a quien pide ocho días para restituir la cantidad. Transcurrida la semana, Isidoro reclama: «Han pasado los ocho días de plazo que usted me pidió. No querrá usted en modo alguno que dé cuenta a nuestros jefes de lo que ha hecho». Una palabra del ingeniero bastaría para que el empleado fuese despedido y, probablemente, mandado a prisión. Por eso, accede a la nueva prórroga que solicita el culpable.

De ningún modo significa todo esto que Isidoro sea débil o abdique de su autoridad. Sabe —dirán los subalternos— «hacerse respetar, y castigar aquellas faltas que por su importancia merecieran sanción», de acuerdo con los reglamentos de la empresa. Pero corrige «siempre con benevolencia» y explicando su proceder al interesado.

Sólo reacciona con violencia —un gesto brusco de cabeza— cuando suena una blasfemia, que duele como un latigazo a quien todos conceptúan de gran creyente, y a quien oyen invocar con respeto al Señor —«¡Dios mío!»— en los momentos de apuro. En otro orden de cosas, tampoco se permiten con él bromas picantes acerca de las mujeres, con quienes «era todo un caballero».

El resumen que formulan los empleados resulta breve y concluyente: «Don Isidoro es un Santo», en el sentido técnico de la palabra; «No me extrañaría que cualquier día lo viésemos en los altares». Cuando muera, firmarán todos una declaración, según la cual Zorzano «gozaba de fama de santidad por su extremada bondad».

Un ingeniero como Isidoro es una perla. Su fama trasciende y le llueven propuestas de trabajo: por ejemplo, cuando su horario es más holgado, le ofrecen el puesto —compatible con los Ferrocarriles— de Director en una fábrica azucarera. Pero Zorzano tiene otros cuidados a los que destinar esas horas.