Sirviendo, hasta el fin de la guerra. Batalla campal en Madrid. Liberación de la capital. ¡Ha llegado el Padre!

Biografía de ISIDORO ZORZANO LEDESMA. Ingeniero Industrial. (Buenos Aires, 1902-Madrid, 1943) por José Miguel Pero Sanz.

Pero debe permanecer en Madrid hasta el fin de la guerra: lo necesitan su familia y tantas otras personas. Chichina sabe que su hermano ayuda, por ejemplo, a unas monjas. Y los parientes recordarán cómo Isidoro «prestó ayuda en todos los sentidos a cuantos amigos y compañeros veía en situación difícil, exponiéndose muchas veces, y enfermando al fin —con algo intestinal— que cada día se le veía debilitarse más y perder [...]. En la relación de familia era sencillo y cariñoso, haciendo cuanto podía por el bien de todos».

Salus nunca olvidará cuánto la confortó de sus infortunios. Según resumirá Isidoro, a su cuñado Munárriz «le robaron todo lo que tenía; estuvo cerca de un año en la cárcel; al salir, tuvo que refugiarse en un sanatorio donde pasó por loco; intentó pasarse y le detuvieron; lo quisieron matar por espía, para lo cual le pusieron unas inyecciones que, aunque no lo matasen, lo han trastornado bastante y ha estado refugiado después en un hospital». A Salus le consolaba mucho escuchar a su hermano que «cuando Dios nos probaba así, es que era muy grande la recompensa que nos preparaba».

A mediados de febrero (1939) fallece —«de inanición» dice Isidoro— el tío Juan José. Su hija escribirá: «en aquella época había persecución religiosa y no había manera de administrarle los sacramentos»; por lo que, nada más morir Juan José, Isidoro «rezó un responso por su alma, acudiendo al entierro».

Tras la caída de Cataluña, reina la paz en todos los frentes, del 10 de febrero al 25 de marzo. Pero el jefe del gobierno, Negrín, y los comunistas quieren continuar la guerra. Los militares, partidarios de negociar cuanto antes una paz honrosa, se sublevan y constituyen en Madrid un Consejo Nacional de Defensa presidido por el coronel Segismundo Casado. Las calles de la capital vuelven a ser campo de batalla: se trata de una guerra civil entre las unidades comunistas y las leales al Consejo, que terminará dominando la situación. Estas luchas internas debilitan todavía más la posición republicana. El fin de la guerra es cuestión de días.

Isidoro aguarda impaciente al Padre y a los demás: «¡Qué falta nos hace el pasar una temporada con él y sus nietos! Nos quitaría de encima todas esas pequeñas cosas que se pegan tanto a uno y le sirven de lastre». Le ilusiona pensar en la futura labor apostólica, sin trabas.

El 26 de marzo, el ejército nacional comienza la invasión de la zona todavía republicana. Provincias enteras son tomadas sin un disparo: el día 28 la División número 16 entra en Madrid.

En casa de los Zorzano, Salus comenta esperanzada: «A ver si Paco entra con las tropas nacionales». Isidoro no puede seguir ocultando más tiempo la triste noticia. Por otra parte, la alegría de la liberación paliará un poco el dolor. «No —dice— Paco ya no entra», y relata su heroica muerte. El capitán era hombre desenvuelto y dicharachero, capaz de suscitar una sonrisa en el rostro más apenado. Isidoro comenta que, si el muerto fuera él, «en lugar de Paco, él hubiera sido vuestro consuelo y alegría».

Nada más entrar las tropas, el mismo 28 de marzo, Isidoro se acerca por la «casa de Ferraz 16. Está completamente desmantelada, sin escaleras, barandillas ni entarimado. Se conserva únicamente un trecho de barandilla de la escalera de servicio. Por único adorno, quedan dos faroles: el de la puerta y el del vestíbulo. El primero está intacto». Entre los papeles y suciedad que tapizan el suelo, aparece un ejemplar íntegro de las Consideraciones Espirituales del Beato Josemaría.

Como la casa queda muy cerca de lo que fuera primera línea de fuego, Zorzano se da una vuelta por los frentes. Luego recala en el piso donde viven doña Dolores, Carmen y Santiago.

Cuando, en casa de la abuela, están hablando del Fundador «y de los amigos ausentes, se presenta el Padre. Son momentos —escribe Zorzano— verdaderamente emocionantes». Don Josemaría probablemente sea el primer sacerdote que ha entrado en Madrid. Las gentes, que llevan casi tres años sin ver ninguno —menos aún, vestido de clérigo—, se acercaban a saludarle con devoción y casi a piropearlo. El Padre mostraba un crucifijo, invitándoles a besarlo como desagravio por todas las injurias a Dios y a su Iglesia.

A Zorzano, envejecido y demacrado con sus 45 kilos, le abruman las emociones de la jornada y al día siguiente, «mareado por completo», habrá de acostarse un rato. Concluyen 982 días de pesadilla: de jugarse la vida en servicio de todos; de zozobras; de aislamiento; de hambre; de sembrar serenidad, sin asidero humano que la fundamentase. El recurso a «D. Manuel y a Dª María» y una completa fidelidad al «abuelo» lo han mantenido firme.

El último parte bélico se firmará cuatro días después. Pero la guerra ya ha terminado para Isidoro. A partir de ahora, «desayunar con D. Manuel» no significará un riesgo de muerte. Además, ¡está con «el abuelo y sus peques»!

Como San Pablo, podría decir que, con la gracia de Dios, en el infierno de Madrid, ha combatido un buen combate, ha cumplido su encargo, ha sido fiel.