Petición de alimentos a Buenos Aires. Camisería de la calle Toledo. Isidoro, detenido

Biografía de ISIDORO ZORZANO LEDESMA. Ingeniero Industrial. (Buenos Aires, 1902-Madrid, 1943) por José Miguel Pero Sanz.

Cuando termine la guerra, el propio Isidoro contará estas peripecias a sus tíos de Buenos Aires: «El problema del alimento ha sido terrible; falsificando documentos me presentaba en los cuarteles, como si fuese miliciano [...] de esta forma estuve unos cuantos meses, pero como ya escaseaba tanto la comida, empezaron a sospechar y, como detuvieron a un amigo que me ayudaba en estos menesteres, desistimos de continuar». Los Zorzano entonces piden víveres a los parientes argentinos.

A finales de 1938, la guerra está definitivamente sentenciada. La campaña de Cataluña se ventilará sin gran dificultad en poco más de un mes. Para el 10 de febrero los «nacionales» han tomado toda la frontera con Francia, donde ha debido refugiarse el gobierno republicano.

En Madrid el abastecimiento es prácticamente nulo, se ordena la movilización general y se decreta el estado de guerra.

Para conseguir algún ingreso y quizá para disminuir el número de bocas en Serrano, desde principios de 1939 Isidoro trabaja por las mañanas, como dependiente y contable, en la camisería que tienen unos amigos ortigosanos en la calle de Toledo. A menudo comparte su mesa y baja con ellos al sótano, cuando hay bombardeos. Nunca olvidarán las numerosas obras de misericordia que practicaba el ingeniero: conseguir alimentos para otras personas, visitar presos, etcétera. El hijo de los dueños le agradece particularmente un favor. Movilizado en el ejército republicano, sufría molestias en un oído. Zorzano toma el asunto de su cuenta y logra que el soldado sea dado de baja e ingresado en un hospital hasta el fin de la guerra.

En aquella casa, Zorzano coincide con otros antiguos conocidos de Ortigosa, como Salvador Vicente, amigo de la infancia y de los años malagueños. Isidoro tiene ahora más tiempo para cultivar las amistades de toda la vida. Salvador se pasma, como todos, con el ajetreo benéfico de Zorzano: «entraba y salía en las embajadas, haciendo todo el bien que podía».

Ahora bien, los recelos de Isidoro, a raíz de la detención de Santi Escrivá, no eran infundados. Ni siquiera su nacionalidad argentina bastará para protegerlo. Zorzano ha cumplido ya el papel que le asignaba la Providencia divina en el Madrid sitiado. No importa que ahora lo descubran. Él, que se ha movido sin problemas por todo Madrid en momentos bien difíciles, a punto de terminar la guerra será capturado y en su propia casa: «El día de Reyes fui detenido y, después de pasar dos horas en la Dirección General de Seguridad, en un repugnante calabozo, fui trasladado, en coche celular, a los sótanos de la Basílica de Atocha, de donde salí el 7 a las tres y media de la tarde, con la obligación de sellar diariamente, en el Juzgado del CRIM —Centro de Reclutamiento, Instrucción y Movilización—, un salvoconducto que nos dieron».

No ha sido el único hispano-argentino detenido el 6 de enero. El «Heraldo de Madrid» del día siguiente informa en un suelto («LA POLICÍA REALIZA UN IMPORANTE SERVICIO.Detención de un centenar de desertores») que «la policía había realizado un importantísimo servicio, merced al cual había logrado detener a más de un centenar de individuos [...] que, escudándose en haber adquirido por medios ilícitos, una determinada nacionalidad, habían logrado eludir sus deberes militares».

Uno de ellos recuerda su propio caso: en la madrugada del 6 de enero lo buscaron en su domicilio y lo llevaron a los sótanos del Panteón de Hombres Ilustres, donde pasó la noche entre muchos detenidos, de variados pelajes. Al día siguiente, se presenta un funcionario de la Embajada argentina. Se dirige a los suyos: «Vosotros no os preocupéis, porque sois argentinos; y, aunque digan que también sois españoles, estáis bajo mi custodia». Los acogerá en la Embajada, en el paseo de la Castellana, donde se juntan unas ciento veinte personas.

Días después, del 18 de enero al 23 por la tarde, también Isidoro deberá refugiarse en la Embajada. Aparte de argentinos hay allí «chulos, [...], elementos desechados de la columna internacional, etc., pero todo ello» —anota Isidoro— «me ha sentado admirablemente».

No hay camas para los acogidos, que se reparten por el edificio. Las hermanas de Zorzano le llevan una colchoneta, que cede a otro: él dormirá en el suelo. Un joven refugiado, intranquilo, charla con Isidoro, que lo serena: «Tú no te preocupes. Reza, que no te va a pasar nada». Cuando llega la orden de desalojar la Embajada, los refugiados quedan libres —¡a estas alturas, ya no van a reclutarlos!—, con obligación de presentarse diariamente a las autoridades españolas.

Isidoro no quiere intranquilizar, con el episodio, a los miembros del Opus Dei: «Todo sigue igual excepto mi situación, que se ha complicado un poco; no por motivos particulares, sino generales de todos los que se encuentran en condiciones análogas a las mías». Pero no puede visitar a Rafa en Valencia, como quisiera.

Cuanto menos se haga notar, mejor. Incluso la Embajada de su país considera que ya lo han protegido bastante. En una escapada por Madrid, Chiqui se entera de que a Zorzano «el último año de la guerra, le conminaron en el Consulado argentino con quitarle la protección si no se marchaba» de la zona republicana.