Una decisión tomada en la presencia de Dios: que se pasen los refugiados. Enrolamientos y deserciones. Charlas por Madrid. «Casualidades» providenciales. Dos de octubre: Álvaro se despide

Biografía de ISIDORO ZORZANO LEDESMA. Ingeniero Industrial. (Buenos Aires, 1902-Madrid, 1943) por José Miguel Pero Sanz.

Por estas fechas la situación se ha vuelto peligrosa incluso para los extranjeros debidamente documentados, como Isidoro: tiene que «justificar desde cuándo se encuentra uno en España, a qué ha venido, de qué vive, a qué se dedica, etc. A mi casa han venido dos agentes a dicho fin y la autorización de permanencia la conceden por tres meses».

Así las cosas, el 13 de junio (1938) Álvaro pide nuevamente autorización a Isidoro para dejar el Consulado, presentarse en el ejército republicano y cruzar, por el frente, a la España nacional. Tras exponer las razones que, a su juicio, apoyan la iniciativa, dice: «Te suplico, pues, que, delante de D. Manuel, me des permiso para alistarme». A decir verdad, los refugiados temen una negativa. Álvaro escribirá: «Suponía que nos negaría de nuevo el permiso». De ahí su sorpresa cuando, a los cinco días, reciben una letras de Zorzano: «Querido Álvaro: Con la ayuda de D. Manuel he pensado detenidamente en tus proyectos [...]. Me parece que puedes realizar tus proyectos, y que D. Manuel y Dª María llenen tus deseos, que son los nuestros».

Isidoro escribe al Padre: «Lo he estudiado detenidamente antes de contestarles y no he encontrado inconveniente». Subraya que ha tomado la decisión «en la presencia de D. Manuel». En efecto, ha pedido luces al Señor, mirando un pequeño Crucifijo, ante el que don Josemaría había celebrado la Santa Misa y que Zorzano guarda en casa, junto al Santísimo. En el lecho de muerte, Isidoro dirá que recibió del Señor la seguridad de que el proyecto tendría éxito y conoció exactamente la fecha en que los fugitivos llegarían a Burgos. El Fundador lo ha sabido también, por el mismo procedimiento que Zorzano.

Los refugiados no salen de su asombro. Álvaro recuerda: «Tengo que hacer constar que recibimos la noticia con alegría y con algo de extrañeza. A la enérgica oposición que antes había manifestado a nuestros planes, sucedía una extraordinaria decisión, sencillez y facilidad para aprobarlos. Precisamente unos días antes supimos que Arquelao, un muchacho estudiante de filosofía de la Congregación de los Sagrados Corazones, que salió con los mismos propósitos del Consulado —el único que había marchado de nuestro refugio para atravesar las líneas del frente— cayó asesinado [...] entre las dos líneas, en el momento en que intentaba el salto. Eran más los que caían en la empresa que los que triunfaban en ella. Y en esos momentos nos concedía Isidoro el permiso, con tal fe en el triunfo humano del intento, que no podía por menos de asombrar la tranquilidad con que se jugaba a cara y cruz —mirando las cosas de tejas abajo— las vidas de varios miembros de la Obra».

Más aún, el propio Isidoro tomará las riendas de la operación. En efecto, ya en su respuesta de conformidad a Portillo, Zorzano alude a las diligencias que acometerá personalmente: por ejemplo, hablar con un amigo militar y estudiar el funcionamiento de las cajas de reclutamiento, donde se irán presentando los refugiados.

Álvaro señalará que «el alistamiento se hizo sin dificultad, según las instrucciones de Isidoro». José María es inmediatamente destinado a servicios auxiliares, donde consigue un buen puesto. Tan bueno, que Isidoro le aconseja quedarse en Madrid, sin intentar el salto.

Los destinos de Álvaro y Eduardo son menos satisfactorios y, sobre todo, no les facilitan el acceso al frente de guerra. Deciden por ello desertar de sus unidades y alistarse de nuevo, con nombres ficticios. Repetirán varias veces la operación.

Isidoro, que sigue preocupado por Vicente, flaco y aislado, utiliza una de las documentaciones desechadas para sacarlo de la Embajada noruega: ha decidido que también él se pase con Álvaro y Eduardo. Pero llega el mes de agosto sin que los destinen a primera línea.

Salieron de las embajadas porque Dios se lo hizo ver a Isidoro. Ahora todo parece indicar que Dios mismo desea llevar el negocio adelante, sin la ayuda de los propios interesados. A fin de cuentas, el Señor de los Ejércitos también manda en el republicano. Así que vuelven a desertar los tres y, una vez más, se presentan en la Caja de Recluta, con nombres distintos a los de antes.

Zorzano sigue apiñando a todos: «Nuestra unión con Isidoro» —escribe Álvaro— «fue, gracias a Dios, constante. Siempre que era posible, íbamos los ex-refugiados a su casa, o nos reuníamos en una pensión de la calle de Goya y allí hacíamos nuestra oración y charlábamos sobre nuestros asuntos familiares. Mucho bien nos hizo en esos meses Isidoro, con sus conversaciones, con todo su trato y, sobre todo, con su ejemplo. El ánimo siempre igual, la misma confianza siempre en Dios y en la Obra; y siempre con una alegre gravedad y naturalidad.

»Estaba entonces extraordinariamente débil, delgadísimo. Muchas veces se vestía con un mono y venía con nosotros a comer a un cuartel, del que dependíamos como ‘milicianos’. No era fácil conseguir alguna ración más, haciendo interminables colas; y después, sentados en el suelo, en corro, charlábamos y comíamos».

Isidoro mismo describe estas comidas: «primero, la cola con el plato para la ración; después, buscar un acomodo en el suelo y unos ladrillitos para colocar el plato; y después, como no disponemos de cubiertos suficientes, mejor dicho, de cucharas, pues es lo único que se utiliza, hay que esperar a que uno termine para que la utilice otro; divertidísimo». Cuando llega alguna fiesta de la Santísima Virgen, «lo celebramos por todo lo alto; siguiendo la costumbre del Padre de hacer un obsequio a los pobres en sus festividades, repartimos las tres comidas que sacamos entre los pobres».

Eduardo recordará un día en que, después de almorzar, «volvimos los dos solos hacia el centro, dando un largo paseo por la calle de Alfonso XII. Comentábamos los desastres y las ventajas de la guerra e Isidoro empezó a hacer el recuento de los bienes que nos traía y nos había traído. La veía de un modo totalmente sobrenatural, como una oportunidad magnífica que Dios nos deparaba para santificarnos. Y, lleno de alegría, iba enumerando las virtudes —sobre todo, la caridad y unión fraterna— que con aquellas circunstancias y por la bondad de Dios se afirmaban en nosotros. Cuando llegamos a casa, recuerdo que estábamos rebosantes de alegría y dábamos gracias interiormente a Dios de todo corazón por tantos regalos como nos colmaba».

Charlan a menudo sobre la futura labor apostólica del Opus Dei, en servicio de la Iglesia. Estas conversaciones «nos encendían de entusiasmo y nos elevaban muy por encima de las dificultades y peligros que nos rodeaban. Isidoro las provocaba a menudo y las circunstancias se prestaban a que estuviesen llenas de naturalidad. Al comentar las cosas grandes que presenciábamos ya y que nos esperaban, recuerdo que repetía a menudo, como no pudiendo expresar de otro modo su admiración, ‘¡Es admirable! ¡Es extraordinario!’. Nosotros le embromábamos cariñosamente por esta muletilla».

Por fin, el 24 de agosto, Álvaro y Vicente son trasladados al pueblecito de Anchuelo, cerca de Alcalá de Henares. De allí partirán hacia Chiloeches y, después, a Fontanar, en la provincia de Guadalajara, donde realizan su período de instrucción militar. Por una serie de circunstancias providenciales —reajustes de unidades, errores, etcétera—, Álvaro y Vicente pertenecen a la misma compañía. El día 19 de septiembre, tras diversas peripecias igualmente providenciales, se les junta también Eduardo. No pueden por menos de ponderar lacasualidad de que —en un ejército de 700.000 hombres— tres amigos coincidan, según su deseo, en el mismo cuerpo de ejército, en la misma brigada, en el mismo batallón, en la misma compañía y en la misma sección.

El 2 de octubre, décimo aniversario de la fundación del Opus Dei, Álvaro pide permiso para llegarse a la capital, donde quiere despedirse de Isidoro. «Charlamos mucho, hicimos la oración juntos y hasta fuimos a comer también en compañía. Isidoro, con Santiago, José María» —González Barredo— «y yo conseguimos un poco de agua con arroz y una sardina y pan después de larga espera en una formidable cola de soldados, que sacaban su comida en uno de los cuarteles del paseo de Atocha. Y allí, junto a los jardincillos de la basílica de Atocha, sentados en la acera de la calle, celebramos también materialmente, con esa pobre comida, llena de alegría y de recuerdo para el Padre y para todos nuestros hermanos, el día que para nosotros es de acción de gracias».

Después de almorzar, Álvaro pide a Isidoro el Santísimo Sacramento para llevarlo consigo y poder comulgar hasta el momento de cruzar el frente. Zorzano se resiste al principio, pero termina cediendo y acuden a su casa, en la calle de Serrano, para recoger algunas Sagradas Formas en una cartera.

El soldado marcha feliz... y un tanto perplejo: «Mucho me chocó una cosa en aquel día. En cuanto vi a Isidoro [...] le dije la noticia: dentro de tres o cuatro días, nos llevarían al frente. Y después... ¡a la zona nacional! A Isidoro no le impresionaron ni le sorprendieron estas palabras ni poco ni mucho: ‘Sí: ya le he escrito al Padre que hacia el día del Pilar estaréis en Burgos’. Quedé, naturalmente, más que medianamente desconcertado ante la respuesta de Isidoro. ¡Si él no sabía, hasta que se lo dije yo, que enseguida marchábamos al frente! Y, además, sólo Dios sabía si podríamos o no pasarnos cruzando la línea de fuego. Y, aun en caso de que lográramos evadirnos [...] ¿cuándo sería? Todo esto pensé, pero no comenté nada. E insisto en que la naturalidad con que aseguró Isidoro que había escrito en ese sentido —y con esa seguridad— al Padre, me desconcertó plenamente».

Otro cúmulo de casualidades providenciales hará que los tres lleguen, por el frente, a la España nacional el 12 de octubre (1938), fiesta de Nuestra Señora del Pilar. Dos días después se reunirán en Burgos con el Fundador que, sin haber recibido la carta de Isidoro, había anunciado su llegada y estaba esperándoles.