Los refugiados quieren salir de «Honduras». Como un hermano y un padre. Cuidando a Vicente. Isidoro, en los huesos

Biografía de ISIDORO ZORZANO LEDESMA. Ingeniero Industrial. (Buenos Aires, 1902-Madrid, 1943) por José Miguel Pero Sanz.

De todas maneras, quienes más tiempo y energía le llevan son los miembros del Opus Dei refugiados en legaciones extranjeras: Álvaro, Barredo y Eduardo, en la de Honduras; Vicente Rodríguez Casado, en la noruega.

Con los de Honduras se repite, más o menos, la misma historia del Padre: cuando se disipan las esperanzas de una pronta evacuación, por medio del Consulado, quieren dejar su refugio para trasladarse a Valencia. Su director, Isidoro, les aconseja prudencia: «No creo sea conveniente salir de ahí hasta que no sea una cosa decisiva». Por otra parte, parece inminente la toma de la capital.

La guerra, efectivamente, podría haber terminado en la primavera de 1938. Pero el 25 de julio se desencadenará una tremenda ofensiva republicana en el sector del Ebro.

Como el fin de la guerra no llega, los «hondureños» preguntan a Isidoro si considera oportuno que se presenten voluntarios en el ejército republicano, para intentar pasarse por el frente —como lo hiciera Ricardo el año anterior— a la zona nacional. La negativa de Zorzano es categórica. Su encerramiento —dice— les hace estar «desambientados»: no pueden presentarse como voluntarios, porque sus reemplazos ya fueron llamados a filas; además, no hay ninguna garantía de que vayan a ser destinados a la primera línea de fuego.

No han transcurrido tres semanas, cuando los refugiados insisten «nuevamente sobre el tema de querer marcharse con el abuelo, sencillamente presentándose como voluntarios». Isidoro les reitera «la conveniencia de esperar sin exponeros a aventuras peligrosas en las que el riesgo es extraordinario y, sin embargo, las posibilidades de éxito son hipotéticas. [...] Las circunstancias han empeorado [...] en lugar de mejorar: me refiero a casos concretos y proyectados de antemano», que han fracasado trágicamente.

A Zorzano le parece magnífico el espíritu por el que los refugiados desean trabajar con el Fundador en las tareas apostólicas. Pero les hace ver que su aparente inactividad, ofrecida a Dios, puede —a través de la comunión de los santos— ser muy eficaz: «¿Estáis seguros de ser ahí menos útiles al abuelo?».

Con independencia de estos planes, Isidoro muestra una solicitud verdaderamente paternal hacia ellos. Pone los medios para que coman: «Os mando un paquete de galletas y una libra de chocolate». Cuando se entera de que venden las galletas, les reconviene: «Las galletas son para que las comáis vosotros, así que nos las vendáis. [...] Comed bien porque hemos de trabajar mucho y pronto. Espero que no lo volváis a hacer». Y se alegra de que tengan un hornillo en el que pueden calentar sus alimentos.

También se preocupa por su salud: «Cuidaros todo lo que podáis. Indicadme si necesitáis alguna cosa». «decidme si necesitáis ropa, pues este invierno se presenta bastante crudo y tal vez os haga falta más abrigo». Se inquieta cuando alguno está indispuesto: «José María: no sabía que estuvieses acatarrado». «Sería conveniente que a Álvaro le viese alguno de los médicos de ésa, por si necesita medicinarse; buscaré la faja». «Cuánto me alegro de que Álvaro esté mejor; yo creo que le convendría un chaleco de lana». Igualmente se encarga de buscar los libros que le piden.

Mayor, si cabe, es la preocupación de Isidoro por Vicente, que sigue refugiado en la Legación de Noruega. El interesado dirá: «no era yo, por entonces, más que un crío, prácticamente aislado —durante cerca de dos años— de todos. Exceptuando las visitas de Isidoro, no tenía contacto con nadie más». Acude con toda la frecuencia posible, que sólo es semanal: «Voy a verle los lunes de 6 a 7 de la tarde pues, como no tiene permiso para que se celebren más visitas, tenemos que compaginarlas con los días y horas en que hay en la portería amigos suyos».

Pero Zorzano se siente inquieto. Rodríguez Casado lo recordará: «En aquellos días, era yo el motivo mayor de preocupación de Isidoro. Había adelgazado mucho». El ingeniero sigue con aprensión el enflaquecimiento de Vicente: «Ha adelgazado 20 kgs.», «Continúa adelgazando», «Ha perdido cerca de 30 kgs.». Isidoro, según Álvaro, atribuía esa demacración «a lo prolongado del encierro, a las muchas molestias del refugio, a las poquísimas condiciones higiénicas de la embajada... Y más de una vez nos dijo que, si fuese posible sacarle de esa verdadera cárcel, el cambio de vida y, sobre todo, ‘el calor de la vida de familia’ habrían de curarle totalmente». En efecto, Zorzano trata de que Vicente se traslade con los de Honduras; pero no lo consigue. Hay que seguir cuidándolo en su escondite.

El refugiado escribe años después: «Lo que entonces hizo Isidoro para conseguirme un suplemento de alimentación no es para descrito». Vicente, que ve a Zorzano tan necesitado como él, «le suplicaba y le rogaba que no trajese más, porque a mí se me hacía cargo de conciencia aceptarlo de él. Pensando en los demás, se había olvidado de que él sí que estaba materialmente reducido a los huesos. Era tanta su debilidad que —recuerdo— se le escapó decirme un día que se veía obligado a descansar en un banco de la Castellana cada vez que venía a verme», y eso que no era larga la distancia de su casa a la Embajada. Bromeando sobre su flojera, Zorzano dice fatigarse por el peso del reloj en el bolsillo. Chiqui recordará cómo, algunos de aquellos descansos en bancos públicos, los tomaba Isidoro cuando transportaba paquetes de galletas, de los que —subraya— ¡nunca echó mano!. A veces, antes de entrar en su casa, se repone unos momentos en el domicilio de sus parientes, que también viven en Serrano 51. «¿Qué te pasa?», le preguntan. «Nada. Debe de ser el cansancio. Pero no le cuentes a mamá que me has visto así».