Septiembre de 1937: con el Beato Josemaría, por Madrid. Ejercicios espirituales. Negocio de galletas. Despedida de los expedicionarios

Biografía de ISIDORO ZORZANO LEDESMA. Ingeniero Industrial. (Buenos Aires, 1902-Madrid, 1943) por José Miguel Pero Sanz.

El mes de septiembre constituye para Isidoro un regalo de Dios. Prosiguen, lógicamente, algunas de sus tareas: atender a Chiqui, que aparece por Madrid estos días; preparar los balances económicos; administrar los paquetes de víveres; mantener la correspondencia, etcétera. Pero puede ver al Fundador cada día y conversar con él.

Don Josemaría, Chiqui y algún otro cenan el día 1 en casa de Zorzano, donde vuelven a reunirse otras tardes. Llenos de esperanzas apostólicas, «empezamos a soñar —escribe Isidoro— lo que serán realidades dentro de un par de años; pasamos revista a las principales universidades del mundo y dejamos volar un poco la imaginación». Entre tantos asuntos, divinos y humanos, de los que hablan, se ríen al comprobar lo flacos que están: Isidoro se lleva la palma, con 48 kilos, seguido del Padre —57— y de Juan —58—.

Para redondear la alegría, el día 8, Albareda pide ser admitido en la Obra. Zorzano escribirá: «Estamos muy contentos con el nuevo vástago; promete mucho. Todo el tiempo de la revolución ha estado visitando diariamente a D. Manuel y, por eso, le ha ayudado ahora para que pueda colaborar en los negocios del abuelo».

Se da la circunstancia de que Albareda tiene familia en Barcelona y, desde allí, un hermano suyo ha conseguido salir de España. Tal vez fuese una buena idea seguir su mismo camino.

Entre tanto, don Josemaría desarrolla —clandestinamente, por supuesto— el intenso trabajo sacerdotal por el que ha suspirado desde hace más de un año. Isidoro dice que «el abuelo [...] es el movimiento continuo y no para un instante; y, como la labor que realiza es tan personalísima, no se le puede descargar de su trabajo». En efecto, el Padre celebra la Santa Misa en los sitios más variados y lleva la Comunión de casa en casa; dirige meditaciones; atiende espiritualmente a religiosas escondidas; confiesa, incluso por la calle, a mucha gente; bautiza en un sanatorio a una niña recién nacida; administra los últimos Sacramentos al padre de Álvaro, enfermo de gravedad. ¡Incluso predica unos ejercicios espirituales! Comienzan el día 21 y los asistentes se dan cita en sucesivas casas, donde tienen las meditaciones. Cada cual se desplaza, por separado, al siguiente punto de encuentro. Una de las casas es la de Isidoro.

Días antes, Zorzano ha comenzado un divertido tráfico: adquirir a buen precio, en «La Industrial Española», galletas rotas, comestibles e incluso vendibles o canjeables por otros alimentos.

Los miembros del Opus Dei siguen tratando de convencer al Beato Josemaría para que se traslade a Barcelona, vía Valencia. Pero «no quiere hacerlo —anota Zorzano— mientras quede alguno en situación dudosa». Por eso deciden que salgan con él todos los que consigan algunos papeles más o menos en regla. También irán los levantinos Paco y Pedro. Se consiguen los fondos necesarios para el viaje, alojamientos y pago de los guías que ayudarán a pasar la frontera.

Juan es el primero que marcha, el martes 5 de octubre, para prevenir a los valencianos y preparar la llegada del Fundador y de los otros. Al día siguiente, Isidoro almuerza con el Padre.

El viernes día 8 don Josemaría sale, con los demás, para Valencia, en coche. Isidoro escribe a Daimiel: «El abuelo con los peques [...] han salido en viaje de evacuación en dirección Valencia-Barcelona». Advierte que el traslado «ha sido muy precipitado, pues era cuestión de oportunidad». Y pide oraciones: «una recomendación con D. Manuel y su Madre, para que pongan toda su influencia en el buen éxito de la evacuación».

Los viajeros pernoctan en Valencia, de donde parten el sábado hacia Barcelona, que por estos días se convertirá en sede del gobierno republicano. Allí habrán de permanecer hasta el 19 de noviembre. Han logrado, por fin, conectar con un guía dispuesto a conducirles, a través de los Pirineos, al Principado de Andorra, donde llegarán —tras una verdadera odisea— el 2 de diciembre (1937).

Isidoro queda en Madrid, haciendo las veces del Padre, como «cabeza» de quienes permanecen en la España comunista. En efecto, unos cuantos miembros del Opus Dei no pueden salir por ahora: son soldados de la República, o prófugos indocumentados. Alguien ha de cuidarles. Zorzano, que ya es argentino —al menos a los ojos de su país—, es la persona indicada.