II República española (14-IV-1931). Quema de iglesias y conventos. Examen de conciencia

Biografía de ISIDORO ZORZANO LEDESMA. Ingeniero Industrial. (Buenos Aires, 1902-Madrid, 1943) por José Miguel Pero Sanz.

La alternativa entre monarquía y república se resuelve con las elecciones municipales, únicas que se celebraron de las convocadas por Aznar. Aunque los resultados globales son favorables a los monárquicos, el triunfo republicano en 41 capitales de provincia basta para que don Alfonso XIII — desde su sanción a la Dictadura de Primo de Rivera— suspenda el ejercicio del poder real y abandone España. El 14 de abril fue proclamada la República. Muchedumbres festejaron su advenimiento en calles y plazas de casi toda España.

En un primer momento se conservan algunas formas de respeto aparente hacia la jerarquía eclesiástica.

Don Josemaría escribe a Isidoro. Además de insistir en que no deje la meditación ni la Comunión y en que tenga confesor fijo, se refiere a la nueva situación del país. El Opus Dei no tiene preferencias políticas y cada miembro, siempre de modo coherente con la vocación cristiana, forma libremente sus opiniones personales. «No te dé frío ni calor el cambio político: que sólo te importe que no ofendan a Dios».

De todas maneras, no se hicieron esperar las dificultades para la Iglesia. Con la pasiva indiferencia del Gobierno, que conocía lo que se preparaba, grupos no reprimidos por la fuerza pública inician, en la mañana del 11 de mayo (1931), el asalto, saqueo e incendio de conventos y templos en Madrid. Las fuerzas del orden únicamente contienen a los revoltosos cuando pretenden asaltar algunos comercios. Sólo a las 3 de la tarde salieron las tropas a las calles madrileñas.

Pero las llamas prendidas en Madrid se propagan inmediatamente a Valencia, Alicante, Murcia, Sevilla, Cádiz y, sobre todo, Málaga.

Ante las noticias procedentes de Madrid, el señor Obispo solicita de las autoridades protección para los templos y conventos malagueños. El gobernador civil, que estaba en Madrid, se ha puesto en camino hacia Málaga. Su secretario asegura a monseñor González —a las 7 de la tarde— que puede permanecer tranquilo: la policía y la Guardia Civil vigilarán el Palacio episcopal y todos los establecimientos religiosos.

Precisamente a esa hora comenzaba el acoso a los conventos: el Servicio Doméstico, la Asunción y otros. Varios hubieron de ser desalojados. Poco antes de las 11 de la noche son rociadas de gasolina y prendidas la residencia e iglesia de los Jesuitas.

El gobernador militar se persona en el lugar; aconseja serenidad a las turbas y ordena que todas las fuerzas de seguridad se retiren a sus cuarteles, pues —a su entender— el pueblo mismo es suficiente para garantizar el orden público.

En torno a la media noche ardía el Palacio episcopal. El Obispo debe iniciar un doloroso Vía Crucis, de refugio en refugio, hasta llegar a Gibraltar.

A eso de las cinco de la madrugada, después de cubrir otros objetivos, los incendiarios se dirigen a la iglesia de Santo Domingo. Antes de que lleguen, Isidoro —con algunos de sus jóvenes amigos— ha conseguido retirar los ficheros de la federación de Estudiantes Católicos, que tenía su local en las dependencias parroquiales. En el templo arderán el Cristo de la Buena Muerte y el retablo de Nuestra Señora de Belén, piezas maestras del escultor Pedro de Mena, cuya obra se destruye casi entera en la triste jornada malagueña.

El gobernador civil ya está en la ciudad, pero se siguen quemando, profanando y destruyendo templos y conventos hasta bien pasada la 1 de la tarde (12 de mayo), en que se proclama la ley marcial. En Málaga, sin contar el Palacio episcopal, han ardido cinco parroquias y doce conventos e iglesias. El saqueo y devastación alcanzan a 5 parroquias más y a otros 24 colegios, asilos y conventos de la capital.

Desaparece un patrimonio artístico insubstituible, así como todos los archivos eclesiásticos. Se han cometido sacrilegios contra la Sagrada Eucaristía. En calles, tabernas y prostíbulos, se han profanado cálices, copones y ornamentos. Se han violado cementerios y sepulcros. Por la noche del día 12 llegan dos compañías militares procedentes de Ronda; y el día 13, cuarenta guardias civiles de Melilla.

Tras unas jornadas de caos, habrá que tomar, donde sea posible, las medidas para restaurar edificios y devolverlos a su empleo de culto, residencia, enseñanza o caridad. En el caso de los Estudiantes Católicos, hay que buscar distinta sede: Zorzano los reúne y encauza nuevamente hasta dejarlos instalados en otro local.

Conmocionado por la brutal experiencia, Isidoro continúa con su trabajo en los Ferrocarriles y en la Escuela. Está terminando el curso 1930-31, también para la Sociedad Excursionista, que celebra el 18 de junio su asamblea anual. Por su simpatía y entusiasmo, pese a ser socio moderno, eligen a Zorzano vocal de la directiva para el curso siguiente. Hasta que deje Málaga, en 1936, seguirá formando parte de la Junta.

Don Josemaría toma ocasión de los recientes sucesos para robustecer la vida interior de Isidoro: «Supongo que toda esta guerra a nuestro Cristo habrá servido para enardecerte en su servicio, procurando ser cada día más suyo..., con la oración, y ofreciéndole, también cada día, como expiación —gratísima a sus divinos ojos— las mil molestias que de continuo trae la vida». Renueva sus consejos referentes a la meditación y a la Sagrada Eucaristía: «No me dejes todos los días el ratito de oración mental. Por la noche, el examen: es cuestión de tres minutos. Con esto, tu rosario y —sobre todo— tu Comunión frecuente (¡ojalá fuera diaria!), nada ni nadie podrá contigo». Lo estimula con el encargo de interceder por un amigo suyo, que quizá tenga vocación para el Opus Dei: «Te pido especialísima oración y alguna expiación pequeña, voluntaria. Mira, esta vez vamos a llevar todo el negocio entre tú y yo: no pido oraciones a nadie, ni expiación. De nosotros dependerá mover el Corazón de nuestro Rey...».

A Isidoro, en efecto, las contrariedades le han servido «para enardecerme en su servicio». Va entrando, despacito, por caminos de vida interior: «He intensificado la oración y, como molestias no me faltan al cabo del día, tengo bastante materia que ofrecer a Él como expiación».

Su gran descubrimiento, por estas fechas, es el examen de conciencia. Quizá más que como fuente de contrición, de momento lo ve como arma de lucha ascética. ¡Y él está dispuesto a luchar con todas sus fuerzas! Procurará ir «limando todos los días un poco las asperezas que observemos con el examen diario hasta conseguir el máximo de la perfección». Poco a poco aprenderá que lo importante no es tanto la «perfección» personal como el amor. En todo caso, el esfuerzo heroico es un buen modo para que muestre su amor a Dios. Tiempo tendrá para irse persuadiendo de que no santifican los propios puños, sino la gracia.

Mientras tanto, continúa con sus obras de celo.