Fallece Alfonso Nieto, rector de la Universidad de Navarra entre 1979 y 1991

Primer catedrático de Empresa Informativa, impulsó la implantación de los estudios universitarios de Periodismo en España. Publicamos un artículo de Ángel Arrese, profesor de la Facultad de Comunicación de la Universidad de Navarra.

Alfonso Nieto

Algo muy especial tiene una persona cuando con toda naturalidad, como signo de cercanía, todo el mundo le trata de “Don”. Don Alfonso Nieto era una de esas personas tan especiales. En su caso, creo que la experiencia del “Don” le llegó muy joven, cuando le tocó asumir a temprana edad responsabilidades propias de gente más mayor (decano, catedrático, rector…). Por eso, en él el Don se convirtió en una especie de nombre de pila. Pero un nombre de pila que se ajustaba perfectamente a su persona, más allá de su originaria relación con la dignidad de ciertos cargos.

El “Don” de Don Alfonso hacía justicia, acudiendo al Diccionario de la Real Academia –como a él tanto le gustaba–, a todos los significados buenos que se le pueden dar al término.

El “Don” de Don Alfonso era el don del señorío, del respeto, de una dignidad especial; del reconocimiento que todos teníamos por su magnífica trayectoria universitaria, por lo que tanto había hecho, con derroche de generosidad y sacrificio, con un espíritu de servicio ejemplar, por el mundo de la Comunicación y por la Universidad de Navarra. Y más concretamente por tantos de nosotros, sus alumnos, colegas y discípulos, que gracias a él nos enamoramos de la vida universitaria, o como él solía decir, de la vida de la inteligencia. Y nos enamoramos también de su sensibilidad, de su gusto por las cosas bien hechas, de su forma de disfrutar la música y el arte, la poesía de San Juan de la Cruz o las Vidas Paralelas de Plutarco, y de su pasión por los relojes y la geografía navarra…, y cómo no, de su devoción por la Virgen de Ujué.

Ceremonia de investidura en el grado de doctor ‘Honoris Causa’ al Dr. Alfonso Nieto Tamargo, por la Facultad de Comunicación Institucional de la Pontificia Universidad de la Santa Cruz, de Roma

Pero ese mismo “don”, ahora con minúsculas, era el de su don de gentes, el de su admirable capacidad de vivir para los demás, el de su inmensa humanidad. Una humanidad que le hacía ocuparse de todos los que le rodeaban, desde sus colegas del claustro hasta los bedeles, los carpinteros, las señoras de la limpieza, jardineros, etc. de una forma genuinamente personal, con una exquisita cercanía, hasta llegar al fondo de sus preocupaciones, grandes y pequeñas,  con sencillez, cariño y enorme delicadeza. Sin saber muy bien cómo, uno recibía continuamente el “gracias” de Don Alfonso, cuando los agradecidos éramos todos nosotros por poder disfrutar del ambiente de trabajo y amistad que generaba a su alrededor.

El “Don” de Don Alfonso –ya fuera del DRAE– era también el don de las universidades británicas, el de los maestros y tutores de Oxford y Cambridge. Quizá eso explique su especial afinidad con el talante británico, con la Leona Herida del British Museum, con la magnífica sala de lectura de la British Library, o con la mareante oferta de libros de segunda mano de Hay-on-Wye. Ese don británico, el de profesor universitario, lo cultivó hasta la excelencia, tanto en su dimensión docente como investigadora.

Imagen de archivo de Alfonso Nieto. Diario de Navarra.

Don Alfonso disfrutó con sus clases como pocos hasta sus últimos días, y creo que con sus investigaciones hasta más allá. Su último “rollete”, como él decía, todavía en borrador –que siempre hacía circular entre nosotros–, llevaba por título: “Comunicación Institucional e intangibilidad. Reflexiones sobre su valoración”. En su mente daba vueltas a la importancia de establecer criterios de valoración de la creatividad humana, y de sus resultados intangibles, incorporados a contenidos del mercado de la comunicación. Seguro que estaba sobre la pista de algo ciertamente importante e innovador, como lo estuvo tantas veces, en el pasado, cuando con varias décadas de antelación advirtió la importancia de la profesionalización de la empresa informativa –todavía en la España de Franco–, anticipó la emergencia de la gratuidad en los medios, o reflexionó sobre algo que hoy a todos nos parece casi evidente: que el mercado de la información es el mercado del tiempo. Eran los frutos de su ambición intelectual, de su atrevimiento, de un trabajo serio y constante, intenso y concienzudo, plasmado en millares de fichas de notas y en jornadas laborales –quizá por sus recuerdos de Heidelberg– de un orden cuasi germánico.

Por esa excelencia docente y investigadora, su magisterio ha creado escuela, sus discípulos se cuentan por decenas, y su extensa obra –incluidas las numerosas tesis doctorales que con tanta dedicación y tino dirigió– constituye una referencia ineludible en el campo de la empresa informativa y la economía de los medios, dentro y fuera de nuestras fronteras. Su legado intelectual y sus muchas contribuciones al mundo de la universidad tuvieron reconocimiento en los últimos años, dentro y fuera de España, con doctorados honoris causa, con premios a su trayectoria de investigación, o con distinciones tan queridas para él como la Medalla de Oro de la Universidad o la Cruz de Carlos III el Noble de Navarra.

El “Don” de Don Alfonso fue también el de sus muchos otros dones, el de las muchas otras cualidades y rasgos que adornaban graciosamente –en todos los sentidos de esa palabra– su personalidad. Aunque en él nada eran simples adornos, sino detalles esenciales, cada uno tan importante como el gran cuadro. O mejor, a menudo más importantes que el gran cuadro. Detalles con mayúsculas eran su alegría, optimismo y buen humor, evidentes incluso para quien no le conociera, tan sólo viendo su perpetuo gesto risueño y sus ojos chispeantes. Los mismos ojos que se alumbraban cuando hacía gala de su generosidad y desprendimiento, de su costumbre de dar pequeñas o grandes alegrías a quienes le rodeaban –desde unos simples bombones hasta casi un museo de objetos personales y familiares que se reparten discretamente por el campus–.

Alfonso Nieto durante el discurso que pronunció en el acto académico del 50 aniversario

Detalle no menor era también su capacidad para disfrutar de los paseos por el monte con los amigos, de los almuerzos con sardinas Miau, o de los más sofisticados encuentros en alguna sociedad gastronómica o en algún restaurante de un pueblo perdido. Y por contraste, su espíritu de ciudadano del mundo, ya en Nueva York, ya en Roma, ya en Sao Paulo o en Buenos Aires, pero siempre especialmente atraído por China y los países asiáticos, mucho antes de que ese continente se convirtiera en el continente del siglo XXI. Eso sí, sin olvidar nunca sus raíces asturianas, el recuerdo de una niñez seguramente algo pilla, la memoria de Doña María, y de los prados familiares, de los que tantas historias nos contaba en los cafés del Departamento de Empresa Informativa. Unos cafés –por cierto– que siempre amenizaba con un toque juvenil envidiable, el que se le queda a uno, como acostumbraba a bromear, después de pasar toda la vida rodeado de jóvenes de veinte años.

Don Alfonso, por último, disfrutó con plenitud de otro don muy especial: el don de la fe. Ese fue sin duda su gran don, el que daba sentido a todos los demás, y que pudo vivir intensamente en el Opus Dei, como hijo fiel de San Josemaría Escrivá de Balaguer. Junto a él vivió momentos trascendentales para el impulso de la Universidad de Navarra, y muy en especial, para el reconocimiento de los estudios universitarios de Periodismo. En él siguió inspirándose hasta el último momento, cuando el tiempo se acortaba. Uno de los últimos trabajos de Don Alfonso fue precisamente un ensayo sobre el tiempo en San Josemaría (La hora de un santo. El tiempo en las enseñanzas de Josemaría Escrivá de Balaguer) . Don Alfonso, que tantas veces nos había dicho aquello de que el tiempo tiene un dueño que no eres tú, escribía: “Dios da a todos un tiempo de vida y a todos ofrece la eternidad”. Y acababa recordando la referencia de San Josemaría a una de las Cántigas de Alfonso X el Sabio, en la que se narra la leyenda de un monje que suplicó a Santa María poder contemplar el cielo, aunque fuera un instante. Y la Virgen acogió su deseo, y el buen monje fue trasladado al Paraíso.

Eternidad, Cielo, Paraíso. Don Alfonso Nieto ha encontrado ya, felizmente, la respuesta a sus inquietudes sobre el tiempo, y sólo nos queda celebrar el don que ha supuesto para muchos de nosotros su paso por nuestras vidas. Conociéndole, y viendo cómo aceptó en los últimos meses “lo inevitable”, seguro que espera de nosotros cualquier cosa menos tristeza. Es más, no me extrañaría que le agradase que en su nombre organizásemos una celebración coqueta, como él, y un punto sibarita –aunque sólo fuera por esta vez–, con algunas de las pequeñas debilidades terrenas que –decía con buen humor– seguramente acompañan ciertos momentos de felicidad, vaya usted a saber si incluso en el cielo: quizá unos bombones Godiva, algún cigarro Davidoff y una copita de Dom (Don) Perignon. Ángel Arrese

Profesor, Departamento de Empresa Informativa

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