Entre Ortigosa de Cameros y Logroño. Una nueva hermanita

Biografía de ISIDORO ZORZANO LEDESMA. Ingeniero Industrial. (Buenos Aires, 1902-Madrid, 1943) por José Miguel Pero Sanz.

Los Zorzano llegan a España a primeros de junio, probablemente por el puerto de Barcelona. Según recordará la tradición familiar, antes de desembarcar hubieron de guardar cuarentena. Fue la única peripecia singular del viaje, que por entonces duraba unos dieciséis días de puerto a puerto.

En el trayecto a La Rioja, mamá cuidaría de los niños: Fernando, de seis años; Salus, de cuatro y medio; Isidoro, de tres, y Paco, a punto de cumplir uno. De la impedimenta deberían ocuparse Antonio y doña Salustiana (la «mamita»).

A su llegada a España, los Zorzano se establecen provisionalmente en Ortigosa de Cameros, cuna de la familia.

Situada donde el Río Seco entrega sus pocas aguas al Alberco, subsidiario del Iregua, la villa trepa en anfiteatro por las laderas que guardan el cauce del río. Los amplios caserones, separados por tortuosas callejuelas, a menudo escalonadas y empedradas con guijarros; los pretiles que sujetan el empinado terreno; los soportales sobre postes de roble o piedra; la mole de las dos iglesias —San Martín, la parroquial, y San Miguel— que coronan los dos barrios, a uno y otro lado del Alberco, así como los árboles y rocas del contorno, recuerdan al viajero los caseríos de un Nacimiento. Fresco en verano, el pueblo alcanza en invierno temperaturas muy por debajo de los cero grados.

Poco ha cambiado la villa desde que marchó Antonio, hace unos veinte años. Es nuevo, eso sí, un personaje importante: el maestro don Melchor Vicente. Sus cinco hijos, especialmente el segundo —Salvador—, serán buenos amigos de Isidoro y sus hermanos. Don Melchor no solamente enseñaba a los niños a leer y hacer cuentas. También los educaba en el sentido cristiano de la vida.

Cuando llega el otoño, las palomas torcaces vuelan sobre Ortigosa, para evitar las alturas del Mojón Alto y del San Cristóbal. Su paso es momento de cita para los cazadores y señal para que los veraneantes más remolones vayan haciendo sus maletas.

Y a Logroño se marchan Antonio y Teresa con sus hijos. Han encontrado una buena casa en las afueras, al sur de la ciudad: concretamente en la letra Z de la calle General Vara de Rey. Se trata de unas «afueras» más bien relativas: tres o cuatro minutos se tarda en llegar, caminando, al Instituto General y Técnico; unos cinco, a la Colegiata de la Redonda.

Los Zorzano se han traído de Ortigosa dos sirvientas. Con su ayuda, el trabajo de las señoras de la casa, madre e hija, no resultaba excesivo. Más holgado aún será el género de vida, como «rentista», de Antonio. Aunque el duro bregar de Buenos Aires ha avejentado su presencia, sólo tiene treinta y cinco años.

El 27 de marzo (1906) nacía la hermana pequeña de Isidoro. En el registro civil será inscrita como María Teresa, aunque casi nadie la llamará por su nombre. Cuando mamá ve a la niña, ya lavada y vestida, estalla en alabanzas de acento porteño:

—¡Es un chiche!.

En honor a la verdad, su hermana Salus era bastante mejor parecida que la pequeña María Teresa. Pero ésta será para siempre «Chichina». Por otro lado, no recibirá su nombre en la pila bautismal hasta marzo de 1907. Al comprobar que Chichina tenía ya un año, el sacerdote dirigió un amable reproche a los padres, diciendo a la niña: «¿Has venido tú solita, andando?». Isidoro —que sí había ido por su pie a la pila, dos años antes— revivió, ahora como espectador, la ceremonia de su propio Bautismo.

La familia residirá pronto en el número 2 —segundo piso, derecha— de la calle de las Delicias (llamada después Miguel Villanueva), que cerraba por el sur la plaza-parque del Espolón. Varios parientes ocuparán viviendas en la misma escalera. Las traseras del edificio lindaban con los terrenos del ferrocarril. Para ver los trenes, a Isidoro le basta con asomarse a las ventanas posteriores de su casa; y para tocarlos no necesita ni siquiera cruzar la calle: con sólo salir del portal y girar por la primera entrada a mano izquierda, ya está en la plazoleta de la estación.

En octubre de 1908 debió de comenzar Fernando, el hermano mayor de Isidoro, a frecuentar el Colegio de San José, de los Maristas, situado en la calle del Mercado.

En el sosiego de la sierra estaban, casi seguro, los Zorzano durante la «semana trágica», que zarandeó a Barcelona el verano siguiente. La agitación del país se notaba menos en el pueblo; y la familia retrasaría su regreso a Logroño, aunque este año también la niña mayor había de acudir al colegio. Salus, que ya sabía leer y escribir, enseñaba con esfuerzo las primeras letras a Isidoro. Éste, además, asistía a las clases de don Melchor Vicente. Era lo que hacían los hijos de muchos veraneantes, cuyos colegios empezaban el curso más tarde que la escuela municipal de Ortigosa.

Los domingos Isidoro acudía en filas, con los otros escolares, a la Misa Mayor del pueblo. El maestro, a la vuelta de los años, escribirá: «En este acto ya no era niño: hombre maduro o ángel. Parece que lo veo todavía». Posiblemente la afirmación sea hiperbólica; pero, aun tratándose de un chiquillo normal, Isidoro manifiesta por la religión un interés que no cabe atribuir al ambiente familiar, poco fervoroso en materia de piedad. El Espíritu Santo actúa ya en su alma infantil y, quizá sin comprender a fondo el sentido de las palabras, la criatura repite una letrilla eucarística: «vamos niños al sagrario,/ que Jesús llorando está;/ pero, viendo tantos niños,/ bien contento se pondrá».

El 5 de mayo de 1910 Isidoro asiste a la Primera Comunión de su hermano Fernando, en la parroquia logroñesa de Santiago el Real.