Navidades en guerra, sin correo

Francisco Ponz. MI ENCUENTRO CON EL FUNDADOR DEL OPUS DEI. Madrid, 1939-1944

Me acordaba mucho del Padre y de los demás de Madrid. Continué escribiendo a Álvaro todas las semanas contándole lo que hacía, y esperaba con anhelo sus noticias. Sin embargo, desde mediados de noviembre dejaron de llegar cartas. Pensé en algún explicable retraso, pero a medida que se acercaba la Navidad el hecho me resultaba más extraño, porque yo procuraba no faltar a la periodicidad convenida. Tampoco recibía cartas de mi familia, desde Huesca. Noté que esta situación anómala de falta de cartas de Diego de León venía acompañada, paradójicamente, de una presencia espiritual del Padre mucho más viva. Me había llevado entre otros libros Camino, que utilizaba de ordinario para hacer la oración, y al leer sus puntos me parecía escuchar la voz del Padre con su modulación característica, vigorosa, alentadora, paternal, como si estuviera junto a mí. La Nochebuena, sin carta alguna de Madrid ni de mis padres, fue particularmente rica en sentimientos. Con algunos de la residencia en que vivía, fuimos caminando a oír la misa de Gallo en un santuario de las afueras de Friburgo.

Pasaron los días y llegó la Nochevieja sin recibir noticias. Me decidí entonces a llamar por teléfono. Conseguir en aquellas circunstancias una conferencia telefónica era algo muy complejo, casi condenado al fracaso y sólo justificable por graves motivos. Los motivos me parecían suficientes después de mes y medio sin saber de nadie, pero la dificultad era indudable: si en tiempo de paz había que solicitar la conferencia a la central telefónica y esperar horas hasta que la daban, durante la guerra las comunicaciones civiles eran postergadas y sometidas a grandes retrasos, quedaban muchas veces suprimidas durante días, e implicaban la escucha de la censura militar. Al llegar al modesto restaurante en que cené, me decidí a probar suerte y pedí a la telefonista que me consiguiera el número de Diego de León. Asombrosamente me la dieron en poco más de hora y media: quizá porque los ejércitos festejaran la Nochevieja, y porque los Ángeles Custodios me echaron una eficacísima mano. Al otro lado del teléfono se puso Álvaro, que se alegró mucho de oír mi voz y me preguntó enseguida cómo estaba y por qué no les escribía; tenía al Padre y a los demás intranquilos sin noticias mías. Al decirle que había seguido escribiéndoles sin recibir ninguna línea de ellos, me contestó muy extrañado que me habían escrito varias cartas. Nos felicitamos las Navidades y el Año Nuevo y me sugirió que acelerara mi trabajo, de forma que pudiera terminarlo pronto, para regresar a España en uno o dos meses.

La conversación telefónica con Álvaro me dejó muy tranquilo. Ajusté a partir de entonces mi trabajo científico para terminarlo dentro del mes de febrero. Era cosa de estudiar cada mañana mayor número de cortes histológicos de la pelvis del ajolote en desarrollo, y de que por la tarde las ratas se portaran bien en los experimentos, dejando para mi regreso a España ultimar la redacción de los trabajos. En aquellos meses la nieve cubría con frecuencia las calles de la ciudad y el paisaje adquiría coloridos y matices pintorescos. También hacía bastante frío. La guerra comenzó a afectar en diversos aspectos a Suiza, con restricciones de energía eléctrica y de alimentos. Los tranvías llevaban carteles invitando al ahorro de su calefacción, cuando los de Madrid aún no la tenían instalada. Algunos parterres de parques y jardines se utilizaban para el cultivo de patatas y hortalizas.

A finales de enero, me llegó un grupo de cartas. El enigma de la correspondencia quedaba resuelto: los sobres habían sido abiertos, examinados y cerrados de nuevo con una tira de papel que indicaba su revisión por la censura de guerra del III Reich. Como desde noviembre el correo entre España y Suiza atravesaba Francia bajo ocupación alemana, la correspondencia quedó detenida y se acumuló hasta que fue digerida por los servicios militares. También en Madrid recibieron mis cartas de golpe, con similar retraso. Las cartas de Madrid solían estar escritas por alguno de los que vivían en Diego de León, con unas líneas de Álvaro, y con frecuencia también con una frase cariñosa del Padre, con su recia e inconfundible letra. Las leí y releí, compensando con creces el largo tiempo de interrupción postal. En una de esas cartas, de comienzos de año, José Ramón Madurga me hacía saber que Isidoro Zorzano se hallaba gravemente enfermo, y me pedía que rezara por él. En adelante, las cartas fueron llegando con la cadencia prevista, previo examen por los servicios de la censura militar.