La etapa de Friburgo

Francisco Ponz. MI ENCUENTRO CON EL FUNDADOR DEL OPUS DEI. Madrid, 1939-1944

Ya en Madrid, leí por fin la tesis el 9 de octubre. Los miembros del tribunal me concedieron el título de doctor un tanto a regañadientes. No les gustaba que hubiera hecho la licenciatura y el doctorado en tan poco tiempo, ni que el director de la tesis fuese el profesor de Bioquímica de la Facultad de Farmacia, Ángel Santos Ruiz, en lugar de uno de ellos. Sin embargo, la única observación que me hicieron fue que no hablara de cobayos sino de conejillos de Indias, por ser este nombre más apropiado en castellano. Entre tanto, había planteado la posibilidad de volver a Suiza, para investigar en Friburgo con Laszt y con Kälin y me prorrogaron la beca por varios meses más.

En mi ingenuidad, no era consciente de que mi vocación al Opus Dei pudiera correr riesgo por pasar a los veintitrés años una temporada larga en un país lejano, sin nadie de la Obra próximo, y en pleno curso de la guerra mundial. Tampoco caía en la cuenta de que la contienda podía provocar en cualquier momento mi aislamiento indefinido. Quizás por eso Álvaro charló un día conmigo, por encargo del Padre, y me advirtió de las dificultades en que me podía encontrar, y sobre el cuidado que debía tener para mantenerme fiel. Me aconsejó poner mucho empeño en cumplir el plan de vida espiritual, que me esforzara por estar muy unido al Padre y a sus intenciones, y que procurara escribirles todas las semanas. Si quería, podría confesarme allí con el Padre Ramírez, un fraile dominico español que conocía algo la Obra y que era profesor de Teología Moral en la Universidad de Friburgo. Como por entonces no iba a comenzar la labor estable del Opus Dei en Suiza, no era razonable plantear allí a nadie el tema de su posible entrega.Esa conversación con Álvaro me abrió los ojos ante la situación en que me iba a encontrar. Pensé en algunos propósitos para mi vida espiritual durante mi estancia en Suiza y se los consulté al Padre. Uno era hacer todos los días el ofrecimiento de obras con la oración de la ceremonia de la incorporación definitiva, como modo de renovar mi entrega. Otro, rezar por la noche, mientras estuviera en aquella situación, el Salmo "Miserere", como él hacía a diario, para estar mucho más unido a su persona e intenciones. El Padre me contestó que le parecía muy bien el primer propósito y que me contestaría en otro momento acerca del segundo. Al día siguiente me dio también su conformidad. Y me recomendó vivamente, como había hecho Álvaro, cumplir las normas de piedad.

A mediados de octubre de 1942 salí de Madrid hacia Barcelona y de ahí a Friburgo, en tren como la vez anterior. Me alojé en la residencia Villa García, que atendían unas monjas. Tenía una capilla en la que se celebraba misa a diario. Estaba cerca de las Facultades de Ciencias y de Medicina. A pesar de que la residencia tenía nombre español, nadie conocía allí este idioma: sólo se hablaba alemán o francés.

Tomé contacto con los profesores que iban a dirigir mi trabajo. Pasaba las mañanas en el Instituto de Anatomía Comparada, investigando el desarrollo embrionario de la cintura pélvica del ajolote mejicano. Por las tardes trabajaba en el Instituto de Fisiología para ver la influencia de las hormonas de la corteza suprarrenal sobre la absorción intestinal de una vitamina, la riboflavina. El resto del tiempo y los días festivos me dedicaba a estudiar Fisiología y Anatomía Comparada, para preparar el programa de la cátedra a la que pensaba presentarme algún día. Todas las semanas visitaba al Padre Ramírez en su celda del convento, vecino a la Facultad de Teología de la Universidad, charlábamos amigablemente y me confesaba. Profesor de prestigio y excelente religioso, conocía mi entrega al Opus Dei, me atendía con afecto y confianza, y hasta me contaba las posturas de sus compañeros de claustro, discrepantes de las suyas, sobre la guerra mundial y la situación política española. Fuera de esto y de algún corto paseo con algún compañero, mi vida transcurría con intenso trabajo. No olvidaba los consejos de Álvaro y del Padre. Escribía semanalmente a Madrid y me llegaba de Diego de León correspondencia frecuente.

Los periódicos de Friburgo anunciaban a diario en destacados titulares la marcha de la guerra. Como ya había podido advertir en Zurich durante el verano, la prensa suiza ofrecía una imagen del conflicto mundial bastante distinta de la que reflejaba la española, sesgada esta en favor de Alemania. El régimen de Franco se sentía en cierto grado deudor de Alemania por la ayuda prestada durante la guerra civil; además, un excesivo distanciamiento y frialdad podía incitar a Hitler a ordenar la invasión de nuestro país por sus tropas. Suiza era un país claramente neutral, mientras que España era entonces no beligerante.

El 9 de noviembre de 1942, los medios informativos anunciaron con grandes titulares el desembarco aliado en el Norte de África, primera gran acción de los Estados Unidos en las proximidades de Europa. Esto tuvo como inmediata consecuencia la extinción de la Francia de Vichy, el territorio francés que había quedado al cuidado del gobierno del Mariscal Petain, ya que Hitler dispuso la ocupación militar completa de Francia, situando a su ejército en los Pirineos a lo largo de la frontera con España. Como medida de prudencia, España decretó la movilización de seis reemplazos militares, los de 1938 a 1943, entre los que figuraba el mío, que era el de 1940. Temí que la movilización me obligara a regresar a España, pero muy pronto me aclararon en la embajada en Berna que podía continuar en Suiza. El cambio de la situación militar en Francia supuso, no obstante, que las comunicaciones con España fueran más complejas: Suiza se había convertido en una isla neutral rodeada de países en guerra, todos del eje germano-italiano.