Los comienzos

Francisco Ponz. MI ENCUENTRO CON EL FUNDADOR DEL OPUS DEI. Madrid, 1939-1944

En el primer curso, 1941-1942, el director del Centro de Estudios fue Pedro Casciaro. Había dieciséis camas, que se ocuparon por completo. El número fue aumentando en años sucesivos. Durante ese curso hice los estudios del doctorado en Ciencias Naturales, asistiendo a clases en el Jardín Botánico, la Facultad de Farmacia, el Museo Etnológico y el caserón de San Bernardo, aunque me dediqué sobre todo a trabajar en mi tesis doctoral en el Instituto Cajal, entonces al Sur del Parque del Retiro, próximo al Observatorio Astronómico.

Al llegar a Diego de León me enteré de que el Padre contaba conmigo para ayudar a Pedro Casciaro en las tareas de dirección, aunque mi colaboración fue muy escasa y por poco tiempo: andaba yo muy ocupado con el doctorado, pues trataba de presentar la tesis dentro de ese curso académico. En el curso 1942-43, José María Hernández Garnica sustituyó como director a Pedro Casciaro.

El Padre era sin duda el alma y el corazón del Centro de Estudios, de toda la tarea formativa que allí se desarrollaba. Su predicación frecuente, sus charlas, los ratos de tertulia, los comentarios que nos hacía de algunos de sus escritos, tenían para nosotros un valor único. El director y otros mayores colaboraban con el Padre en las tareas de formación espiritual.

La formación que recibíamos incluía clases de Filosofía, Teología, Latín... Recuerdo como profesores en aquellos años a don José María Bueno Monreal, años más tarde Arzobispo y Cardenal de Sevilla, que nos dio un curso de Propedéutica Teológica; a don Abundio García Román, que nos enseñaba Perfeccionamiento de Lengua Latina, materia de la que se ocupó después Antonio Fontán; al P. Rodríguez-Permuy, claretiano, que explicaba Filosofía. Venía también a enseñarnos canto gregoriano otro sacerdote, don Enrique Massó, del que se fue haciendo "ayudante" Jesús Arellano. Se organizaron también clases de idiomas.

Enamorado del canto litúrgico, el Padre nos animaba a aprenderlo bien y a que, al cantar, atentos a lo que decíamos, hiciéramos oración. Y don Enrique, sacerdote muy bueno y piadoso, apasionado por el gregoriano, ponía entusiasmo al enseñarnos y se hacía eco de esos deseos del Padre. Poco a poco fuimos aumentando el repertorio. Celebraba de ordinario la misa algún capellán que venía de fuera -durante mucho tiempo, un religioso escolapio del colegio que tenían en Diego de León, junto a nuestra casa- y algunas veces lo hacía el Padre. Al oírnos cantar y observar nuestros progresos, el Padre nos felicitaba.

Como en años anteriores, el Padre prefería que no nos confesáramos con él y nos dejaba en entera libertad para hacerlo con quien nos pareciese. No obstante, la experiencia mostraba que no era raro que al acusarnos de nuestras faltas e imperfecciones, los confesores fueran poco exigentes y nos despacharan sin apenas consejos de mejoramiento espiritual. En algún caso, trataban de orientarnos hacia la vida religiosa, camino muy distinto del nuestro. Por estos motivos, y sin reducir lo más mínimo nuestra libertad, buscó el Padre a algunos sacerdotes que, por ser conocedores de la Obra y de nuestra entrega, podían exigirnos y aconsejarnos de forma más apropiada. Solían venir por la casa Fray José López Ortiz, agustino; el Padre Aguilar, dominico; don José María Bulart, sacerdote diocesano, y algún otro que no recuerdo.

El ambiente de intimidad de Diego de León era propicio para conocer algunos hechos de los comienzos de la Obra. El Padre era muy reacio a tratar de esos temas -sobre todo si se referían a su persona-, por humildad y para que no nos forjáramos de él una imagen fuera de lo normal, o pensáramos que la santidad requería fenómenos sobrenaturales extraordinarios, cuando lo nuestro era buscar la santidad en lo ordinario. Por eso, sólo con ocasión de alguna fiesta, o en conversaciones de unos pocos con alguno de los más antiguos -mucho más excepcionalmente con el mismo Padre-, nos íbamos enterando de algunas de esas circunstancias históricas.

Mencionaré sólo una de estas confidencias, de la que fui testigo, porque permite hacerse idea del tipo de relación que existía entre el Fundador y Álvaro del Portillo. Iban a salir los dos de Diego de León hacia el centro para mujeres de la Obra de la calle Jorge Manrique, y me invitaron a acompañarles. Acepté encantado y fuimos caminando despacio por Diego de León y Serrano. Álvaro, con respeto y delicadeza, pero también con confianza, le empezó a preguntar al Padre por sus antiguas relaciones con los carmelitas descalzos, y sobre si le había ocurrido algo especial en el convento de carmelitas de Segovia en el que se veneran los restos de san Juan de la Cruz. El Padre se defendía con evasivas, pero la hábil insistencia de Álvaro logró vencer poco a poco su resistencia, de modo que me enteré entonces de la influencia que habían tenido en el Padre las huellas en la nieve de un carmelita en Logroño. También supe de las luces divinas recibidas en octubre de 1932 en aquel convento de Segovia, junto a la tumba del santo, por las que los Arcángeles Miguel, Gabriel y Rafael, y los Apóstoles Pedro, Pablo y Juan se convirtieron en Patronos de las distintas labores apostólicas de los miembros de la Obra. Me conmovía palpar la humildad del Padre, al que no gustaba tratar de esas cosas delante de mí, y ver cómo se las arreglaba Álvaro, para lograr que yo las conociera.