La familia del Padre, en Jenner

Francisco Ponz. MI ENCUENTRO CON EL FUNDADOR DEL OPUS DEI. Madrid, 1939-1944

El Padre había previsto que las mujeres del Opus Dei se ocuparan en el futuro, como uno de sus apostolados específicos, de las tareas domésticas de los centros de la Obra, pero habría que esperar algún tiempo a que eso fuese posible. Antes de finalizar la guerra civil, pensó el Padre en pedir a su madre, doña Dolores, y a su hermana, Carmen, que asumieran esas responsabilidades. Al sugerirles ya en Madrid esa idea, accedieron con gran generosidad. Supieron renunciar a todo, sacrificar su independencia y las posibilidades de orientar su vida de otra forma, para ayudar de ese modo a sacar adelante el Opus Dei. Y lo hicieron, como el Padre nos comentaba alguna vez, sin tener vocación para formar parte de la Obra.

Las habitaciones que ocupaba la familia del Padre en Jenner eran interiores y estaban en el primer piso. Además de los dormitorios, disponían de un lugar de estar, que ocupaba sobre todo doña Dolores para su trabajo y servía también de comedor cuando el Padre ocupaba el suyo con invitados.

Doña Dolores aportaba su dilatada experiencia de madre que había llevado muy bien su hogar, sacando adelante a su familia con dignidad, a pesar de las graves dificultades que tuvo que afrontar después del serio revés económico que sufrió su marido, don José, en Barbastro. Tanto allí como en Logroño y -después de la muerte de su esposo- en Zaragoza y Madrid, había adquirido esa particular sabiduría de administrar con señorío la pobreza, de "no alargar más el brazo que la manga", decía. Resolvía las cosas con poco dinero y buen gusto, cubría la escasez y la modesta calidad de los productos con el cuidado de la presentación, la limpieza, el detalle simpático que alegra una fiesta familiar. En Jenner, ejercía cierta dirección y consejo sobre las tareas domésticas, de las que se encargaba su hija Carmen con algunas empleadas del hogar. Sus detalles de buen gusto contribuían a dar al ambiente un tono familiar, a obsequiar con delicadeza a un invitado, a hacer más simpática una celebración.

No se limitaba doña Lola a esta tarea de supervisión y asesoramiento, sino que se ocupaba también en labores de encaje, bordado o costura; en preparar lienzos litúrgicos, prendas de lana o manteles; en repasar la ropa de unos y de otros, que por ser entonces de baja calidad precisaban de frecuentes remiendos. Nunca se la veía de brazos cruzados; siempre tenía algo entre manos: trabajaba o leía.

Como madre de nuestro Padre, doña Dolores era "Abuela" nuestra. Así se la empezó a llamar, al menos desde la guerra civil, y así la llamamos los demás con naturalidad. Ella disfrutaba y quería mucho a los hijos espirituales de su hijo, a sus "nietos". En Jenner, al bajar a merendar al primer piso, pasábamos a saludarla en su cuarto de trabajo. Eran muy pocos minutos, pero resultaban entrañables, con bromas muy cariñosas. La Abuela tenía entonces unos sesenta y tres años. Era de rostro dulce y afable, pelo blanco plateado y unos ojos oscuros muy expresivos que miraban con interés y bondad.

De vida reciamente cristiana, santa de verdad, era muy piadosa, pero sin mojigaterías. Sus comentarios rezumaban sentido sobrenatural y sentido común, y hacía uso de dichos populares y sentencias que aplicaba al caso con oportunidad. Entre sus nietos, como suele ocurrir a las abuelas, tenía algunas predilecciones: Álvaro, al que veía agotarse en su trabajo de ayuda del Padre; Pedro Casciaro y Paco Botella, que la divertían con sus bromas y anécdotas; José María Casciaro, su nieto de menor edad, que por tener a sus padres exiliados en Argelia por motivos políticos, entendía que estaba más necesitado de su cariño.

Cuando acudíamos a verla, se interesaba por nuestro descanso, los estudios, la salud, la alimentación, nuestro aspecto y modo de vestir. Era muy buena y sencilla. Tenía esa fina perspicacia de las madres para con sus hijos y, quizás aún más, de las abuelas para con sus nietos, con la que advierten enseguida si uno ha dormido poco, si tiene ojeras, si está más delgado, si se encuentra alegre o anda preocupado; si padece alguna enfermedad. Muchas de sus cualidades humanas se apreciaban también en el Padre. Era muy agradable estar con ella. A veces le regalaban paquetes de caramelos, bombones y otros dulces -o ella misma los compraba-, que solía guardar para nosotros en una cómoda de su habitación de trabajo. Conocedores de esa costumbre, al visitarla le preguntábamos delicadamente si nos guardaba algo. Y ella, aparentando que ponía alguna resistencia, nos ofrecía los dulces muy gustosa.

Carmen, pocos años mayor que don Josemaría, llevaba más directamente el peso de las tareas domésticas de la residencia, y se ocupaba de dirigir, enseñar y ayudar a las empleadas del hogar. Acompañada de alguna de esas empleadas, hacía la compra en tiendas y mercados, con la difícil habilidad de conjugar calidades con precios y conseguir de tenderos, pescateros y carniceros las mejores condiciones. Le correspondía dirigir la cocina y buscar menús que hicieran posible proporcionar alimento sano y suficiente a tanta gente joven, en circunstancias nada propicias por tener que ajustarse a las severas restricciones que imponían las cartillas de racionamiento, establecidas ante la muy menguada situación económica del país y por la guerra mundial. Dirigía también la limpieza de las habitaciones de la casa, el lavado, repaso y planchado de la ropa de todos, la atención a los invitados, el cuidado de los detalles de la decoración.

Este conjunto de tareas suponía para Carmen un trabajo continuo y muy gravoso que llevaba con excelente buen humor y sin darle importancia, aunque rondaba ya los cuarenta años. Sufría cuando los suministros escaseaban y debía reducir en exceso el pan o el sucedáneo disponible, las patatas, las legumbres, etc. Grande era su alegría cuando se conseguía alguna partida de harina, arroz u otros alimentos en condiciones aceptables de precio. Cuando bajábamos a merendar, estaba un momento con nosotros explicándonos a veces las artes que había empleado para aprovechar algo sobrante de la comida, pero se retiraba en seguida para que pudiéramos hablar con mayor libertad de nuestras cosas.

Nos tratábamos de tú, con sencillez y confianza. Pronto empezamos a llamarla Tía Carmen, por ser hermana de nuestro Padre, aunque nos decía a veces bromeando que no la hiciéramos vieja. Ni la Abuela ni Carmen ni Santiago interferían en nada la vida de la residencia. Tampoco oían la Misa en casa: preferían acudir a alguna iglesia próxima, aunque el tiempo fuera desapacible -salvo algún raro domingo en que la Abuela estaba delicada- porque no querían perturbar lo más mínimo nuestras ocupaciones. Santiago, que entonces tenía veintiún años, unos meses más que yo, estudiaba la carrera de Derecho y hacía toda la compañía posible a su madre y hermana. Alguna vez Isidoro Zorzano salía con él de paseo en días de fiesta.

Otro importante servicio que la Abuela y Tía Carmen prestaron a la Obra consistió en facilitar al Padre la formación de sus hijas del Opus Dei, todas muy recientes, o de otras mujeres que se acercaban a la labor. Para la confesión y la dirección espiritual el Padre las atendía en confesionarios de alguna iglesia, pero para aprender el espíritu de la Obra acudían al primer piso de Jenner, donde don Josemaría les hablaba en presencia de su madre o de su hermana. Estas les transmitían a su vez su rica experiencia en muchos aspectos de las tareas domésticas.

El Padre era mucho más consciente que nosotros del gran servicio que su familia prestaba a la Obra en Jenner. Y también apreciaba mejor que nadie el sacrificio que suponía ese servicio, con entrega de tantas posibilidades legítimas. Sin embargo, ellas se sentían felices de contribuir de ese modo a hacer el Opus Dei.