Un Padre muy padre

Francisco Ponz. MI ENCUENTRO CON EL FUNDADOR DEL OPUS DEI. Madrid, 1939-1944

Los residentes de Jenner teníamos la costumbre de pasar un rato juntos en la sala de estar después de la comida y de la cena. Charlábamos sobre lo ocurrido en el día, se contaban anécdotas y chistes, a veces cantábamos... Nos ayudaba mucho a vencer la timidez, a salir de nosotros mismos y de nuestros problemas para interesarnos por las cosas de los demás. En menos ocasiones de las que nos hubiera gustado, el Padre venía con nosotros. Su presencia daba lugar enseguida a un ambiente particularmente familiar, lleno de sentido sobrenatural y de humanidad. El Padre se metía con gracia con unos y con otros, hacía intervenir al que le parecía más callado, cantaba con los demás con excelente oído y buena voz, o contaba muchas cosas que nos hacían reír, y algunas otras que nos hacían pensar. Siempre ponía en sus palabras visión positiva, buen humor y esa pizca de sal sobrenatural -que jamás resultaba cargante- propia de quien está en una habitual presencia de Dios y quiere acercar a los demás a Dios. Cuando el Padre estaba en esas tertulias me resultaban siempre asombrosamente cortas.

Las pequeñas rivalidades que se han dado siempre entre Huesca y Barbastro, -como suele suceder con los lugares vecinos- fueron motivo de algunas bromas, que se reiteraron a lo largo de los años. Me decía, por ejemplo, algo así: "Tú eres de Huesca -a veces decía de Huesqueta-, un pueblo de la provincia de Barbastro. La capital es Barbastro, de donde yo soy". Y yo le contestaba en el mismo tono, diciéndole que lo sentía mucho, pero que era al revés, y que Barbastro tenía menos de la mitad de habitantes que Huesca, aunque reconocía que entre los ríos Isuela y Vero había poca diferencia. Nos reíamos bastante con estas cosas. Otras veces me contaba que tenía una tía monja, Cruz Albás, hermana de su madre, que estaba en el Carmen de Huesca.

Los residentes de Jenner que éramos de la Obra disponíamos de pocas oportunidades para hablar entre nosotros o con el Padre. Una de ellas era bajar a merendar al piso primero. Los demás residentes resolvían la merienda con paquetes de alimentos que les enviaban sus familias o salían a algún bar, pero si nosotros recibíamos comida, la entregábamos enseguida y evitábamos hacer gastos innecesarios. Eran años de hambre en España, años duros, con racionamientos muy estrictos de los alimentos, que resultaban insuficientes para nuestra edad estudiantil. Por eso, Carmen, la hermana del Padre, se desvivía para aprovechar el escaso sobrante de las comidas y nos lo preparaba, bien aliñado y presentado, como merienda. Podíamos entonces saludar un momento a doña Dolores, madre del Padre, y a Carmen.

En esos ratos de merienda, comentábamos cómo avanzaba la labor apostólica en Madrid y en las diversas ciudades en que había comenzado. Cuando estaba el Padre en ese piso y nos oía, solía unirse a nosotros y nos animaba a que comiéramos sin timideces. Nos hablaba de la Obra y del servicio que prestaría a la Iglesia, siempre en medio de bromas y de mucho cariño. Nosotros, estudiantillos bastante jóvenes, nos veíamos inútiles para lograr lo que el Padre decía, y, sin embargo, estábamos seguros de que Dios quería todo eso, que el Padre era el instrumento escogido por el Señor para llevarlo a cabo, y que, si no estorbábamos demasiado la acción de Dios, contribuiríamos de algún modo a que aquello se hiciera realidad. Esos minutos nos ayudaban a enamorarnos del Opus Dei y fortalecían los vínculos humanos y sobrenaturales entre nosotros. Y, por supuesto, también calmaban el hambre.

El amor del Padre por sus hijos quedaba especialmente de manifiesto cuando caíamos enfermos. Recuerdo con qué desvelo y cariño nos pidió que encomendáramos a José María Hernández Garnica el tiempo que pasó en grave estado durante 1940. Desde pequeño le había quedado atrofiado un riñón, que comenzó entonces a crearle problemas tan serios que exigieron su extirpación. Durante los meses siguientes no acababa de ponerse bien y se agravó de nuevo hacia el 19 de noviembre. El Padre sufría y se desvivía por aquel hijo suyo; se notaba que le quería con toda su alma y buscaba el apoyo de nuestra oración para conseguir del Señor que todo fuera bien y se restableciera, como así sucedió.