Los cursos de formación cristiana

Francisco Ponz. MI ENCUENTRO CON EL FUNDADOR DEL OPUS DEI. Madrid, 1939-1944

Aquella primera clase me gustó mucho, y me prometí seguir el curso de formación sin perderme ninguna. Entendí desde el primer momento que no se trataba de adquirir conocimientos teóricos brillantes ni eruditos, ni de que cada uno preparase un tema para explicárselo luego a los demás y discutirlo. Se asistía para aprender a ser buen cristiano en la vida corriente y en el trabajo, para procurar poner en práctica las enseñanzas recibidas. El espíritu y modo de ser del Padre, su forma de dar las clases, los ratos de amigable charla antes y después, todo me resultaba tremendamente nuevo y atrayente, rompía en muchos aspectos con lo que antes había conocido. Era una manera de entender la vida cristiana que entroncaba con la de los cristianos de los primeros siglos, que vivían su fe en el lugar y ocupaciones en que se encontraban.

Las clases abordaban temas muy variados: la forma de vivir la fraternidad cristiana, la santificación del trabajo profesional y -en nuestro caso- de los estudios que cada uno seguíamos, la necesidad de la oración y la mortificación, el trato con Jesús en la Eucaristía, la dirección espiritual... También insistía mucho el Padre en la importancia de adquirir virtudes humanas. Se descubría un modo de vivir de acuerdo con la fe, asequible a cualquier persona corriente, en las cosas y circunstancias ordinarias. En eso, nos repetía don Josemaría, está la santidad. El trato con Dios, la lucha por la santidad, es algo para toda clase de personas y para el día entero: no puede quedar restringido a un tiempo diario o semanal.

El Padre nos decía que estudiar era para nosotros una obligación grave y que un estudiante que no estudia no puede ser buen cristiano, porque no cumple con su deber. Sus palabras eran positivas y animosas. Mostraba mucho más el lado bueno de las virtudes -lo que suponen de amor y amistad con Dios y de felicidad personal- que lo malo de los vicios con la lista de lo que no se debe hacer. Al hablarnos, por ejemplo, de pureza, no acudía a contar hechos truculentos con muertes en pleno pecado -como solían hacer bastantes predicadores de la época-, ni a hacer un elenco de lo prohibido. Prefería que contempláramos la belleza de la castidad, el atractivo de llevar una vida limpia, superando la simple animalidad por amor de Dios. Nos explicaba que la lucha en ese campo era algo corriente, que la habían tenido los santos, y que siempre se podía vencer con la ayuda del Señor y de la Virgen.

Al final de cada clase nos solía preguntar por nuestros amigos, y nos animaba a que les invitáramos a conocer la residencia. También nos contaba sus viajes a distintas ciudades -Valencia, Barcelona, Zaragoza, Valladolid- y pedía que rezáramos para poder extender pronto también allí los cursos de formación espiritual de Jenner.